—Bueno, yo me marcho.
—¡Oh! Agnes, querida, pasa y conocerás a mi sobrino. Aunque supongo que ya sabrás de él, puesto que esta tarde has estado trabajando en ese capítulo.
—¡Dios mío! ¿Es el que encontró en una cesta a la puerta de su casa, señora Burnside?
Me quedé boquiabierto.
—El mismo, querida. Patrick, quiero que conozcas a mi secretaria, mi mano derecha, mi crítico más severo…, mi Alice B. Toklas. Señorita Gooch, querida Agnes, éste es mi sobrino Patrick.
—Encantada de conocerte —dijo la señorita Gooch haciendo una pequeña reverencia.
Yo estaba demasiado perplejo por lo que acababa de oír para prestar mucha atención a la señorita Gooch, y de hecho tampoco había mucho a lo que prestar atención. La señorita Gooch era una de esas mujeres que parecen estar entre los quince y los cincuenta años y en las que nunca repara nadie. Tenía el pelo, la piel y los ojos descoloridos. Usaba gafas sin montura y una boina de angora más grande de la cuenta. El resto de su vestido consistía en un jersey de punto azul, una blusa de rayón de color salmón con las mangas abombadas, medias de rayón y zapatos ortopédicos.
—¿Cómo está usted? —respondí.
—Estoy segura de que los dos vais a llevaros de maravilla —dijo la tía Mame—. Bueno, adiós, Agnes.
À demain!
—Adiós —respondió la señorita Gooch, y desapareció.
—¿Sabes, cariño?, esa pobre chica tiene apenas diecinueve años y no sólo escribe a máquina como un ángel, sino que también sabe taquigrafía y escribe no sé cuántos miles de palabras por minuto, y además mantiene a una madre artrítica y a una hermana tullida.
—No me digas —respondí. Luego me volví para enfrentarme a ella—. ¿Qué es eso de que me encontraste en una cesta?
—¡Oh, cariño! Ya sabes que, de vez en cuando, los escritores debemos exagerar un poco para aumentar la tensión dramática. Así que dije que te dejaron en una cesta a la puerta de mi casa.
—Yo tenía diez años y tú vivías en una casita en Beekman Place. ¿Qué es eso que estás escribiendo? ¿Quiénes eran esas mujeres? ¿Para qué necesitas una Alice B. Toklas?
—¡Oh, cielo! —respondió la tía Mame desperezándose en el sofá—. Quería guardar el secreto hasta que vieses mi nombre en lo alto de la lista de los
best sellers
, pero ahora puedo decírtelo: estoy escribiendo mis memorias.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bueno, he tenido una vida muy interesante, y como Lindsay…, es decir, mi editor, dijo el otro día, mientras Mary Lord Bishop y yo estábamos firmando el contrato…
—Lindsay ¿qué?
—Lindsay Woolsey. Quiere publicar mi obra. ¡Oh!, cariño, no sé cómo contarte lo que ha hecho el destino por mí.
—¿Qué ha hecho?
—La semana pasada iba por Madison Avenue cuando vi una cara que me pareció familiar, y, justo cuando estaba pensando «esa mujer es clavadita a Bella Shuttleworth, de Delaware Avenue, en Buffalo», la mujer me preguntó: «¿No es usted Mame Dennis, de Delaware Avenue, en Buffalo?». Pues bien, nos abrazamos como viejas amigas, que es lo que éramos, y entramos en el Plaza a tomar una copa. Empezamos a hablar de los tiempos de los irregulares de Delaware Avenue y de las juergas que nos corríamos en la escuela de la señorita Rushaway, cerca de Soldier's Place… Una cosa llevó a la otra, ¡qué tiempos aquéllos de Buffalo!, y Bella propuso celebrar una fiesta e invitar a todas las amigas de Buffalo que viven en Nueva York. ¡No imaginas lo que ha engordado Bella!
—Continúa —dije.
—En fin, nos dio una cena muy agradable. Pierna de cordero. Un poco dura. E invitó a Mary Lord Bishop, la has visto hoy, que es una importante agente literaria; a Lindsay Woolsay y a su mujer, una señora muy nerviosa del Círculo Colonial; y a unos cuantos más. Bella quiso invitar también a Kit Cornell, pero estaba muy resfriada y no pudo ir,
malheureusement
. Bueno, fue una tarde divertidísima, y creo que bebí demasiado, pero el caso es que le conté a Lindsay lo que había estado haciendo desde que me fui de Buffalo y se rió muchísimo, y de pronto dijo: «Mame, ¿por qué no escribes un libro?». Luego, Mary Lord Bishop añadió: «Sí, ¿por qué no?». Así que pensé: «¿Y por qué no?». Luego nos pusimos a hablar del asunto, y sobre lo bien que lo pasamos en los viejos tiempos con los chicos en el Club Saturno, y Lindsay Woolsey exclamó: «Mame, ¡tú podrías hacer que Buffalo volviese a aparecer en los mapas!». Y Mary Lord Bishop afirmó que, aunque ya estuviera en los mapas, cualquier libro que yo escribiese sería terriblemente original, por lo que estaría encantada de representarme como agente. Los tres nos pusimos a darle vueltas y decidimos titularlo
Una chica de Buffalo
. ¿No te parece una monada?
—Es un título muy inteligente.
—Bueno, he empezado hace poco, pero ya viste lo entusiasmadas que estaban Mary y Elizabeth esta tarde. Mi vida en las revistas, en los periódicos, convertida en película y traducida a Dios sabe cuántos idiomas.
—Sin duda será apasionante —observé.
—¡Apasionante! ¡Oh, cariño! Estoy tan emocionada que me falta el aliento. Ahora tengo que vestirme.
Oí la voz de la tía Mame, que canturreaba «Chica de Buffalo, ¿no sales esta noche? ¿No sales esta noche? ¿No sales esta noche?». Y supe que se había embarcado en una nueva aventura.
Los últimos días que pasé en casa trabajé tanto en pro de la carrera literaria de la tía Mame que la perspectiva de regresar a la San Bonifacio —con oraciones incluidas— empezó a parecerme más halagüeña. Nos tuvo a la señorita Gooch y a mí yendo constantemente de aquí para allá. Me hizo ir a la Biblioteca Pública a hacer investigación histórica y, cuando le pregunté si recordaba el asesinato del presidente McKinley durante la Exposición Panamericana de Buffalo, me echó de la habitación. Casi me alegré de volver un año más a la San Bonifacio.
El primer trimestre la tía Mame me escribió casi a diario, excepto que ahora dictaba casi todas sus cartas a Agnes Gooch. Todas y cada una de ellas eran panegíricos alabando sus propios talentos literarios. Cuando la tía Mame estaba demasiado ocupada para escribir ella misma, Agnes Gooch la relevaba y redactaba horribles cartas sobre la carrera literaria de la tía Mame. También tejió una bufanda de color crudo para mi habitación en el colegio y me envió una caja de caramelos muy pegajosos que había hecho su hermana Edna.
A pesar de toda la cháchara de la tía Mame sobre su libro, ni yo ni nadie habíamos leído una palabra de
Una chica de Buffalo
, subtitulada
Historia personal de una moderna George Sand
. Pero en noviembre me llegó un grueso manuscrito. Era una de las muchas copias que había mecanografiado la incansable Agnes Gooch. Era innegable que el libro de la tía Mame era un gran libro. Sumaba más de novecientas páginas, pero, por mucho que la quisiera, no se podía decir que fuese bueno. Aunque la tía Mame fuera una conversadora fascinante, conociese a un montón de gente interesante y tuviera un gusto excelente para escoger sus propias lecturas, su estilo era el de una aficionada: un poco más florido e irresponsable de la cuenta y a menudo divertido sin querer serlo. Además, había sido una reportera demasiado escrupulosa y contaba bastante más de lo estrictamente necesario acerca de varios de sus mejores amigos, por lo que no había que ser ningún lince para darse cuenta de que, por muy rica que fuese, acabaría en la miseria en cuanto empezasen a lloverle las demandas. Lo cierto es que
Una chica de Buffalo
, aunque interesante, era un libro muy malo. Me había sentado a escribir una educada pero nada sincera carta de felicitación cuando llegó un telegrama a la San Bonifacio. Decía:
VEN A CASA STOP ME MUERO
TÍA MAME
Cuando llegué a toda prisa a la casa de Washington Square, Agnes Gooch, con los labios lívidos y más pálida que nunca, salió a recibirme a la puerta.
—Gracias a Dios, Patrick, me alegro tanto de que hayas venido. La pobre señora Burnside lleva tres días preguntando por ti. —Me miró ominosamente a través de las gafas y respiró por la nariz—. No he vuelto a casa desde el miércoles, mi hermana Edna ha tenido que ocuparse de las tareas domésticas y mi madre…
—¿Qué le ocurre a la tía Mame? —pregunté.
—¡Oh, Patrick! ¡Es el libro…, su editor lo ha rechazado!
—Y ¿eso es todo?
—¡Oh!, la situación es gravísima. Están todos arriba. El señor Woolsey, su editor, y su agente, la señora Bishop. Me han contado…, confidencialmente, que quieren ponerle un negro. ¡Oh!, no imaginas lo dolida que está; a mamá, a Edna y a mí el libro nos pareció delicioso. Tan glamuroso. El… el negro debe de estar al llegar. Le alegrará tener a su lado a alguien como tú en esta crisis.
Mientras corría escaleras arriba, oí voces en el dormitorio de la tía Mame. Todos hablaban al mismo tiempo, pero la tía Mame gritaba más que nadie.
—… y tú, Mary Lord, ¿cómo puedes decir que mi manuscrito no suena creíble?
—Tía Mame —dije—, ya estoy aquí.
—¡Cariño! —gritó desde la cama, tendiéndome dramáticamente los brazos entre un revuelo de mangas de gasa festoneada—. Por fin has venido en mi auxilio, estos buitres literarios están picoteando los pobres huesos de toda una vida de trabajo. Siéntate conmigo en la cama y permite que recurra a tus jóvenes fuerzas.
—Vamos, Mame, ¿no crees que estás exagerando? —dijo Mary Lord Bishop con aire razonable. La señora Bishop estaba tratando de conservar su impresionante calma, pero era una batalla perdida.
—Mame —añadió el señor Woolsey—, maldecirnos a Mary y a mí no hará que
Una chica de Buffalo
esté mejor escrita, o se venda mejor. —El señor Woolsey, que por lo general era un hombre ecuánime y elegante, empezaba a dar muestras de tensión—. Estoy seguro de que podemos hablarlo como personas adultas.
—¡Oh, sí! —rugió la tía Mame—, podemos hablar. Hablar, hablar, hablar…, es lo único que tú y Mary sabéis hacer. Me convencisteis para que escribiera este libro, ahora queréis convencerme de que lo deje porque os parece una obra de «seria consideración literaria». Pues bien, no conseguirás hacerme abdicar de mis convicciones, Lindsay Woolsey, ¡ni tú ni nadie nacido en Linwood Avenue, como el resto de los nuevos ricos de Buffalo!
—Pero, Mame —la lisonjeó el señor Woolsey—, no hemos rechazado
Una chica de Buffalo
. Sólo decimos que te vendría bien un poco de ayuda. Seguimos pensando que es una idea espléndida.
—Claro, Lindsay —coincidió nerviosa la señora Bishop—, es un libro brillante, pero, como muchos aficiona…, es decir, escritores noveles, Mame necesita un poco de ayuda de la editorial para pulir algunas cosas. Y creo que si recurriésemos a algún escritor experimentado para que añadiera una palabra aquí y otra allí, o eliminara algún fragmento…
—Sí —dijo el señor Woolsey—, eso es esencial.
—Aunque, por supuesto, quedaría en el anonimato, sólo prestaría un…
—¡Ah! —aulló la tía Mame—, ahora tendré que sufrir la mayor de las humillaciones. Me vais a poner un negro…, algún escritorzuelo insoportable que retuerza y distorsione el sentido y el sentimiento de mi vida.
—Mame —dijo la señora Bishop con paciencia—, no sería un negro. Sino más bien un corrector…
—Una especie de consejero literario, ¿no, Mary?
—¿Quién? —preguntó, agresiva, Mame.
—Bueno, Elizabeth y yo conocemos a un joven muy capaz, que ha hecho muchas veces ese tipo de trabajo y podría hacer una labor magnífica reestructurando tu libro. El otro día lo vi y le enseñé tu manuscrito, y el señor O'Bannion dijo que se trataba de un material fascinante.
—¿Ah, sí? —dijo la tía Mame abandonando su hosquedad.
—Sí, desde luego. Dijo que tenías una capacidad de inventiva realmente inaudita.
—¿De verdad? —preguntó la tía Mame—. Y ¿cómo dices que se llama?
—Brian O'Bannion. Es un…
—¡Dios me proteja! —gimió la tía Mame—, me parece estar viéndolo…, seguro que es uno de esos tenores irlandeses soeces y aficionados a la cerveza con todo un repertorio de respuestas ingeniosas.
—Estás siendo injusta, Mame —respondió imperturbable la señora Bishop—. De hecho, se trata de un excelente poeta. Escribió ese libro titulado
El tulipán herido
para…
—Y encima marica —musitó la tía Mame.
—Y además ha hecho esta clase de trabajo muchas veces, conoce el mercado, y tiene instinto para…
—Bueno, si creéis que voy a permitir que un poetastro melancólico y afeminado estropee mis memorias con un montón de penosas ingeniosidades irlandesas, es que os habéis vuelto locos. Prefiero tirar el libro por el retrete antes que sufrir el
ennui
y la mortificación de…
La forma informe de la señorita Gooch apareció en la puerta del dormitorio.
—Ha llegado el señor O'Bannion, señora Burnside.
Todos alzamos la mirada y ahí estaba Brian O'Bannion.
La tía Mame soltó un breve y ahogado jadeo. Por lo que había dicho, yo imaginaba ver a un irlandés bajito de comedia barata, una especie de Jiggs de cartón piedra sacado de lady Gregory. En lugar de eso, Brian O'Bannion era lo que se conoce por un «Irlandés Blanco». Contaría unos treinta años y era alto y muy delgado. Tenía la piel muy pálida y el pelo negro como el carbón, corto y muy rizado. Sus ojos eran de color azul turquesa y estaban enmarcados por unas espesas pestañas negras; nada más verlo, me recordó a un gato siamés. Iba vestido con una horrible chaqueta de tweed tejida a mano, con grandes coderas de ante, y una sucia trenca echada por encima de un hombro. Balanceó con gracia su peso en el umbral y dedicó a la tía Mame una lenta y triste sonrisa que mostró unos bonitos dientes, mientras sus intensos ojos azules salían —por así decirlo— a acariciarla.
La tía Mame tragó saliva, sus manos toquetearon el corpiño de su batín. Esbozó una encantadora sonrisa y dijo:
—Pase, señor O'Bannion. Precisamente estábamos hablando de usted.
El señor O'Bannion entró —aunque tal vez sería mejor decir que se coló— en la habitación y a mí me recordó a un gato acechando a su presa. Mientras Mary Lord Bishop presentaba a su representada, la tía Mame buscó febrilmente su espejo de bolsillo, se miró confiada y luego dijo con elegancia:
—Siéntese aquí donde pueda verle, señor O'Bannion. Es tan amable por su parte, un poeta reconocido, avenirse a echarme una mano con mis garabatos infantiles.
Él volvió a echarle una mirada tórrida y ella se aclaró, nerviosa, la garganta.