—En fin, querida, está claro que se lo ha llevado la mejor —concedió generosamente Sally Cato. Luego añadió—: Oye, a este jovencito y a ti os debe de parecer aburrido estar todo el día con Beau, y en casa me siento tan sola que me muero. ¿Por qué no venís todos a comer a Foxglove? Tengo un hermano pequeño de tu edad, Patrick. Es un auténtico demonio, pero al menos te resultará más divertido que la señora Burnside y esa bobalicona de Fanny.
La tía Mame se abrazó a aquella oportunidad de disfrutar de un poco de compañía intelectual, y veinte minutos más tarde las dos mujeres estaban bebiendo bourbon en la veranda de Foxglove.
La plantación McDougall era tan majestuosa como Peckerwood y la comida, mucho más digerible. A la hora de comer, uno de los niños de aspecto más raro que he visto nunca se acercó furtivamente por detrás del seto de boj y me miró fríamente.
—¡Oh! —se sobresaltó Sally Cato—, eres tú. Te tengo dicho que no te pasees a hurtadillas por ahí. Siempre me asustas. Patrick, éste es mi hermano, Emory Oglethorpe. Espero que no os metáis en líos este verano.
Si uno no supiera que la sangre que corría por sus venas era tan azul como la bandera confederada, habría jurado que Emory Oglethorpe McDougall era el hijo cambiado en la cuna de alguna joven desdichada de una familia de blancos pobres de Georgia. Era pequeño y nervudo, con una cabeza increíble cubierta de cabello rojizo y los ojos más grandes y verdes que jamás he visto. Aunque sólo era seis meses mayor que yo, Emory Oglethorpe me sacaba un siglo en lo que se refiere a conocimiento de primera mano del mal.
Sally Cato no permitió que Emory Oglethorpe tomara
brandy
después de comer y nos pidió que fuésemos a jugar por ahí.
—Me cae bien tu hermana —le dije en tono informal.
—Pues sí que estás chiflado. ¡Es una zorra de primera! —Luego añadió—: ¿Quieres venir a mi cabaña? Si me pagas algo, tal vez te enseñe mis fotos.
Emory Oglethorpe se había construido un escondrijo de una habitación, oculto entre los emparrados del río Savannah. El lugar contenía unas cuantas velas de sebo, un par de cajas de naranjas a modo de sillas y un desvencijado jergón militar —creo que del ejército confederado—, en el que supuestamente había seducido a muchas jóvenes de color.
—Si me pagas cincuenta centavos —graznó maléficamente—, te consigo una negrita. De lo mejorcito. Me gusta la carne negra.
Previo pago de diez centavos me mostró una colección completa de fotografías pornográficas, cosecha de 1900. Las damas y caballeros de las fotografías parecían un poco pasados de moda, aunque se dedicaban a quehaceres muy modernos. Puesto que la biología limita el sexo —y sus variantes— a menos de una docena de pasatiempos, las fotografías me aburrieron un poco, hasta que topé de pronto con una del tío Beau y Sally Cato McDougall en una postura de lo más íntima y di un respingo de sorpresa—. Te lo has tragado, ¿eh? Pegué fotos de sus caras en esa foto. Pero, aun así, apuesto lo que quieras a que lo hicieron, así que tanto da. ¡Dios!, tendrías que haber visto a Sally Cato cuando se enteró de que Beau se había casado en el Norte. Casi revienta. Estuvo jurando y perjurando por toda la casa y dijo que le arrancaría el pellejo a la sucia zorra yanqui que le había robado a Beau. No la había visto así en toda mi vida. ¡Me alegré! ¡La odio! Toma un cigarrillo.
Aquello me horrorizó, pero era una información gratuita interesante y la guardé en mi colección de «hechos poco conocidos sobre gente muy conocida».
Cuando Emory Oglethorpe y yo volvimos a la casa, la tía Mame, animada por el alcohol y los estímulos intelectuales, se había puesto muy expansiva con Sally Cato.
—Pero, querida —estaba diciendo—. Si yo adoro montar. Prácticamente nací a caballo. En Nueva York apenas pasa un día sin que vaya a ejercitarme un poco. ¡Cada mañana me levanto con los pájaros para dar un enérgico paseito por Central Park!
Me quedé boquiabierto. Supongo que la tía Mame habría tomado lecciones de hípica en alguna oscura escuela de equitación cuando vivía en el Norte, pero, desde que la conocía, jamás la había visto acercarse a un caballo.
—¡Eso es espléndido! —dijo Sally Cato—. Y muy interesante. Tengo que hablar con tu primo, Van Buren Clay-Pickett, que es el montero mayor, y organizar una cacería en tu honor.
—¡Oh, qué lástima! —replicó en el acto la tía Mame—. He dejado mi ropa de montar en Nueva York.
—No te preocupes. Tengo cientos de cosas que podrías ponerte. ¿Qué número calzas?
—¡Un… treinta y cinco! —dijo la tía Mame ocultando los pies.
—Estupendo —respondió Sally Cato—. El mismo que yo. Incluso puedo prestarte unas botas. —La tía Mame empalideció por debajo de su bronceado—. ¿Montas a horcajadas, Mame?
Un brillo de esperanza acudió a los ojos de la tía Mame.
—¡Oh, nunca! Siempre al estilo amazona. Mi padre, el coronel, insistió en que aprendiera. Dijo que era el único modo apropiado para una señora…, tan elegante. Fue una tontería por su parte, claro, porque hoy nadie monta así, pero no sé montar de otro modo —concluyó con un suspiro de alivio.
No obstante, su alegría duró poco.
—¡Qué maravilla! —dijo Sally Cato—. Fíjate que tengo una vieja silla de amazona Champion and Wilton que te irá de perlas, y un traje de paño precioso. Tienes suerte. Yo antes montaba al estilo amazona, pero ahora siempre monto a horcajadas; es mucho más seguro. Voy a llamar a Van Buren Clay-Pickett ahora mismo a la taberna de El Semental. Nunca organizamos cacerías con este calor, pero estoy segura de que a todos les encantará hacer una excepción por ti.
La tía Mame cayó en la trampa que había tendido ella misma. Los rumores sobre sus habilidades ecuestres se extendieron como la pólvora por toda la región, y en casi todas las reuniones familiares se habló de lomos, cuartos traseros, cascos y esparavanes como deferencia a la tía Mame.
La comarca entera bullía con conversaciones sobre la cacería de iniciación de la tía Mame y el tío Beau se paseaba por ahí con el pecho hinchado como un palomo. Van Buren Clay-Pickett consiguió enseguida un zorro viejo y pulgoso y fijaron la gran ocasión para el domingo siguiente. Yo no sabía lo que haría la tía Mame, pero no había contado con su enorme inventiva. Dos días antes de la cacería, se empolvó la cara de blanco como un muerto, se puso una nada favorecedora sombra de ojos verdosa y susurró modestamente a Sally Cato McDougall a propósito de una delicada e imaginaria dolencia femenina. La caza se pospuso una semana.
Aquel aplazamiento dio tiempo a la tía Mame de buscar a la desesperada una nueva e interesante enfermedad, pero siguió disfrutando de una salud de hierro. Por fortuna, sufrió un auténtico accidente delante de toda la familia y de Sally Cato el día anterior a la funesta cacería. La tía Mame resbaló en el parqué encerado del comedor de Peckerwood y se torció el tobillo. El tío Beau y Sally Cato la llevaron corriendo al médico local, que le puso una venda y dio órdenes de que no se la quitara hasta pasados uno o dos días.
—¿Quiere decir que no podré montar el domingo? —preguntó.
—Totalmente descartado, señora Beau —respondió el médico—. Aunque, por supuesto, puede usted seguir la cacería en coche.
La tía Mame soltó un profundo suspiro de alivio y cerró los ojos.
Al día siguiente, Sally Cato se reunió con la tía Mame, con Beau y conmigo para almorzar en la Casa de la Novia. Demostró mucha preocupación por el tobillo torcido de la tía Mame. Yo había sorprendido a la tía Mame ensayando un complicado paso de tango y sabía que se sentía mucho mejor, pero ella realizó una convincente actuación para exhibir su dolor. Después del postre, Sally Cato desenrolló un enorme mapa de la región dibujado a mano.
—Mame, encanto, no sabes lo que me disgusta que no puedas montar el domingo. Todos se mueren de ganas de verte a caballo, querida, sobre todo yo. —No me gustó su tono—. Pero, en cualquier caso, Mame, sabía que querrías seguir la cacería y el médico dice que puedes conducir, así que me quedé hasta las tantas preparando este mapa. Mira, aquí es donde empieza la cacería, y normalmente el zorro escapa por aquí…
Sally Cato había dibujado un magnífico y detallado mapa a escala de los territorios de caza del condado de Richmond y le explicó todo a las mil maravillas.
Los ojos del tío Beau estaban húmedos de admiración.
—Caramba, Sally Cato, ¿hay algo que no sepas hacer? Es uno de los mejores ejemplos cartográficos que he visto en mi vida. Aunque, claro —le explicó a la tía Mame—, Sally Cato conoce tan bien el terreno que podría cabalgar a ciegas. Sally Cato, eres un hacha. Jamás habría pensado que nadie se tomaría tantas molestias para hacer que una recién casada se sintiera como en casa.
* * *
A la mañana siguiente hubo muchas pisadas, gritos y saludos «a todos» en el camino de acceso a Peckerwood. El tío Beau iba muy guapo montado a horcajadas con su traje rosa en un enorme caballo, y seis de los jinetes dijeron:
«¿Qué se siente al volver a montar después de tanto cortejo, Beauregard?».
Los joviales cazadores parecían sacados de un espectáculo de marionetas, aunque iban todos muy elegantes con sus chaquetas de caza.
Se produjo un murmullo de decepción cuando la tía Mame apareció con un elegante traje de cuadros, cojeando delicadamente y apoyada en un bastón de marfil, pero Sally Cato se subió a un poyete y dijo:
—Miembros de la cacería, temo que tengo malas noticias para todos. La señora Beau se torció el tobillo en Peckerwood la otra noche y el médico no la deja montar. Pero es una amazona tan entusiasta y una cazadora tan ardiente que va a seguir la cacería en su coche, así que estará allí cuando matemos al zorro.
Se oyó una salva de aplausos.
Emory Oglethorpe McDougall, que parecía un jockey jorobado con su ropa de montar, se me acercó discretamente.
—Preferiría un mapa del infierno al que ha dibujado Sally Cato. Si eres listo, aconseja a tu tía Mame que se pierda.
—Estás loco —respondí.
—Muy bien —replicó—, como quieras, en el infierno queda sitio de sobra.
La tía Beau subió con sorprendente agilidad al Duesenberg descapotable de Beau. Yo la acompañé para encargarme de abrir y cerrar las miles de puertas que bloqueaban los cientos de caminos embarrados y polvorientos que serpenteaban por la comarca. La tía Mame no controlaba del todo aquel coche, pero, después de asustar a varios caballos, salimos dando tirones entre una nube azulada de monóxido. Mientras rodábamos por el campo detrás de la jauría, la tía Mame me apretó la rodilla con afecto y dijo:
—¡Ay, cariño, no sabes lo agradecida que estoy de haberme torcido el pie! Tal vez ahora se les pase esta manía de los caballos. Aunque ha sido muy amable por parte de Sally Cato dibujarnos este mapa tan precioso. Sólo espero no tener náuseas cuando maten a ese pobre zorrito.
Con mucho esfuerzo, la tía Mame dio con la dirección correcta y empezó la cacería. Recorrimos los caminos de tierra rojiza casi una hora, tomando por este o aquel desvío. De vez en cuando, perdíamos de vista la jauría y luego volvíamos a verla. Debí de apearme un millón de veces para abrir puertas desvencijadas y astilladas y luego volver a cerrarlas después de que el coche las atravesara. Era un mapa notable, porque siempre íbamos un poco por delante de la cacería. Sally Cato casi había demostrado clarividencia al prever dónde estaría el zorro en cada momento. Los caminos se encontraban en un estado terrible, cubiertos de polvo rojizo y con profundas roderas. La tía Mame conducía como una liebre asustada y mi hígado se llevó más de una buena sacudida. Parecía un poco asustada, pero una o dos veces gritó: «Vaya, ahí están». En otra ocasión exclamó: «¡Caramba!», aunque no supe por qué.
Tras una eternidad de baches y curvas llegamos al peor camino de todos. Discurría por un prado en pendiente y tenía profundas roderas en el barro. No se veían ni perros ni caballos. La tía Mame detuvo el coche y sacó su polvera.
—Gracias a Dios —dijo—, los hemos perdido.
Entonces se oyó un tronar de cascos de caballos y ladridos de perro. Un zorrito negro bajó por la pendiente seguido de cerca por la jauría.
—Ahí vienen, tía Mame —grité.
Venían directos hacia nosotros. La tía Mame soltó el lápiz de labios. Ahora los caballos aparecieron detrás de la colina. Frenéticamente, la tía Mame trató de arrancar el coche, que renqueó y ronroneó, pero no ocurrió nada. Volvió a intentarlo. La jauría estaba cada vez más cerca y los caballos bajaban al galope por la pendiente.
—¡La llave, tía Mame! —grité.
—¡Ah, sí! —chilló con cara de espanto.
El zorro estaba muy cerca. La tía Mame le dio al contacto y el coche salió disparado justo cuando una pequeña bala de cañón de pelo negro cruzó el camino. Se oyó el terrible chirrido de unos frenos y salí despedido contra el parabrisas. Luego fue el caos. Perros, caballos y jinetes cayeron sobre nosotros como una avalancha. Casi tres docenas de jinetes acabaron en el suelo, y dos grandes yeguas bayas chocaron con tanta fuerza contra el Duesenberg que hubo que cambiar la capota y el parachoques. Una tercera montura quedó enganchada en el asiento de atrás y relinchó de forma horrible. El caso es que aquel día se sacrificaron allí más caballos que en la batalla de Gettysburg, y, cuando se publicó la lista de bajas definitiva, hubo seis tobillos rotos, cuatro brazos rotos, una pierna fracturada —con fractura múltiple—, tres casos de contusiones, una pelvis dislocada e incontables moraduras y abrasiones. Los jinetes que podían hablar o andar corrieron furiosos al coche y la tía Mame se desmayó. Yo estaba casi histérico, pero aun así oí a Emory Oglethorpe McDougall gruñir: «¿Qué te dije?» y reparé en la amarga sonrisa de triunfo en el rostro de Sally Cato. Desde luego, la tía Mame estuvo presente cuando mataron al zorro: yacía muerto debajo del coche.
Si antes de la fatídica caza del zorro la tía Mame había sido objeto de conversación en todo el condado, ahora se convirtió en la obsesión de los aficionados a la hípica. Emory Oglethorpe me dejó meridianamente claro que se referían a ella como «esa maldita yanqui loca que mató a todos nuestros caballos». La gente no hablaba de otra cosa en varios kilómetros a la redonda, y el teléfono zumbaba con voces dubitativas que decían lo mucho que lamentaban no poder ir a comer a la Casa de la Novia o tener que posponer indefinidamente la cena que iban a ofrecer en honor de la tía Mame. Tras haber sido dos semanas la indiscutible favorita de todo el condado, la tía Mame era ahora tan popular como el general Sheridan.