Había otro ocupante en la casa solariega de Peckerwood. Se trataba de la prima Fan, una pariente pobre. Una solterona tímida, apagada, que pasaba casi desapercibida, cuyo castigo por ser pobre era estar siempre a disposición de la señora Burnside. La señorita Fan era muy dulce y conmovedora en un sentido un tanto masoquista. Tenía un cociente intelectual de alrededor de treinta y cinco y el tiempo que no pasaba complaciendo los absurdos caprichos de la señora Burnside lo dedicaba a hacer obras de caridad para los negros y a rezarle a un Dios cursi y episcopal más sordo que una tapia.
La señorita Fan arañó la puerta de mi dormitorio, después de que yo hubiera ido al baño, y deshizo mi maleta.
—Hola —susurró—, soy la señorita Fanny Burnside, la prima de Beau. Siento no haber salido a la puerta a recibiros a todos a vuestra llegada, pero estaba arriba administrándole el purgante a la prima Euphemia, es decir, a la señora Burnside. Tú eres el sobrino de Beau, ¿no? —Respondí que sí y la saludé—. ¿Te apetece bajar a la veranda y sentarte un rato conmigo? La señora Burnside nunca se levanta de la siesta antes de las cuatro.
La señorita Fan y yo estuvimos sentados en unas mecedoras hasta que la tía Mame y el tío Beau llegaron andando desde la Casa de la Novia. La tía Mame estaba peligrosamente animada, besó varias veces a la señorita Fan y la llamó «prima Fanny». El anciano de color sacó una enorme licorera de bourbon y un poco de Coca-Cola, y la tía Mame se sintió aún más cómoda y familiar en aquella veranda.
—¡Palabra, prima Fanny —chilló—, eres una monada!
La señorita Fan soltó una risita nerviosa.
Era fácil darse cuenta de que el tío Beau estaba orgullosísimo de la tía Mame, que lo llamaba su «viejo y grandullón corderito» y le rizaba con los dedos el pelo rubio y rojizo formando pequeños tirabuzones. La señorita Fan se rió incómoda y dijo que se alegraba mucho de que su primo Beau hubiese encontrado una mujer tan simpática.
En ese momento se oyeron unos golpes temibles procedentes de algún lugar de la casa y el rostro vulgar de la señorita Fan se puso gris.
—Dios mío —dijo—, espero que nuestra conversación no haya molestado a la prima Euphemia. Casi nunca se levanta tan pronto.
Volvieron a oírse los golpes y la señorita Fan corrió al interior de la casa.
El encuentro de la tía Mame con su suegra fue épico. La señorita Fan llegó corriendo a la veranda justo cuando el tío Beau estaba sirviendo otra ronda de
bourbon
.
—Está lista para recibiros a todos.
—¿No te parece magnífico, Beau, encanto? —soltó la tía Mame—. ¡Me muero de impaciencia!
Yo, en cambio, podría haber esperado toda una eternidad.
La señorita Fan nos guió temerosa hasta el salón donde esperaba la señora Burnside.
—Mamá, encanto —chilló la tía Mame, y corrió a besarla.
Por si su aliento acre no bastara para disuadirla de mayores efusividades, lo primero que dijo la señora Burnside fue:
—Pareces mayor de lo que esperaba. —La tía Mame vaciló. Jamás revelaba a nadie su edad exacta y en los documentos legales se limitaba a escribir «mayor de edad», cosa que nadie parecía sentirse inclinado a cuestionar. Yo calculaba que tenía entre treinta y cinco y cuarenta, aunque parecía mucho más joven. La señora Burnside obsequió al tío Beau con una mirada siniestra y aviesa—. Sí, Beauregard, me diste a entender que tu mujer era mucho más joven. Pareces cansado, hijo, muy cansado.
Beauregard le besó la frente con reverencia y luego me presentó.
Tomé la mano rolliza e hice mi mejor reverencia de escuela de baile.
—Pareces bastante educado —dijo—, para ser un niño yanqui.
Para entonces la tía Mame se había recuperado de la andanada inicial y volvió a echarle valor.
—Esta casa a imitación del estilo griego antiguo es sencillamente preciosa, mamá…, es decir, señora Burnside. —Reparé en que había desaparecido de su voz hasta el último indicio de acento sureño.
—A nosotros nos gusta —dijo con laconismo la señora Burnside, y luego se volvió hacia Beau y se extendió en una larga anécdota sobre sus intestinos.
Esa noche la cena fue peor que un funeral. Nos sirvieron una sopa espesa, asado de cerdo, patatas asadas, boniatos escarchados, sémola de maíz, pan de centeno y un pastel de piña vuelto del revés. Tuve terribles pesadillas, e incluso la tía Mame admitió haber sufrido una leve indigestión y un poco de acidez. La conversación fue irregular. La tía Mame se explayó valientemente sobre el encanto de las casas de estilo griego antiguo y la influencia de Vitruvio transmitida a través de Palladio, Castle, Jones, Adam y, por último, Thomas Jefferson. Beau repitió más de seis veces lo agradable que era volver a casa, aunque sin demasiada convicción. La señorita Fan se rió mucho, hasta que la señora Burnside la pinchó cruelmente con un tenedor y le ordenó que se callara. Eso, aparte de algunos eructos, fue su única contribución a la alegría general. Justo después de cenar se fue a la cama y la señorita Fan corrió tras ella para ayudarla a desvestirse y leerle un capítulo de la Biblia en voz alta. La visita de la tía Mame no había empezado con buen pie.
* * *
Fue Beau quien planeó la gran reunión familiar. De haber sido por ella, la señora Burnside no habría prestado la menor atención a su nueva nuera, pero, al fin y al cabo, si ella y sus aristocráticos parientes no vivían en el hospicio del condado, era sólo gracias a Beau, y aceptó con reticencias que quisiera gastar su propio dinero en su propia casa y en su propia mujer, y se concertó la reunión del clan.
Presentaron oficialmente a la flamante esposa a sus nuevos parientes, que acudieron en masa para disfrutar de una gigantesca barbacoa el domingo siguiente. A mediodía, nos reunimos todos en la veranda. La tía Mame tenía un aspecto frágil y encantador con su vestido de topos amarillos y un gran sombrero de paja, y el tío Beau se plantó a su lado con un traje color crema, orgulloso como un pavo real. La señora Burnside iba vestida para la próxima glaciación. Se sentó en una mecedora, ataviada con un voluminoso vestido de seda negra, un par de botas negras, un chal negro, gafas oscuras, una sombrilla negra, un par de guantes negros y un sombrero negro. Me saludó con un triste eructo y envió a la señorita Fan a buscar su medicina.
Luego empezaron a llegar los parientes. Uno tras otro, los coches fueron recorriendo el camino de entrada y aparcaron en el amplio jardín.
—Estropearán el césped —gruñó la señora Burnside, y su estómago rugió de una manera alarmante.
Nunca, antes o después, vi tantos sureños juntos. Parecía imposible que todos fuesen familia, o incluso que viviesen en el mismo condado, pero así era. Primero llegaron las hermanas de Beau, Willie Mae, Sally Randolph y Georgia Lee, acompañadas de sus maridos. Todas las hermanas se las habían arreglado para tener seis hijos de menos de cinco años y hubo muchas presentaciones, besos y alusiones «a todos». Aunque no eran gente muy interesante, la tía Mame empezó a exudar encanto personal, al contrario que la señora Burnside, cuyo tracto digestivo emitía una elocuente protesta cada vez que veía una cara nueva.
Los parientes siguieron llegando. Todos tenían dos nombres de pila y algunos incluso dos apellidos. Había unos seis hombres llamados Moultrie, cuatro que respondían al nombre de Calhoun, ocho Randolph, y casi todos tenían algún Lee incrustado entre sus nombres. Para que todo fuese aún más confuso, la mitad de las mujeres tenían nombres de hombre. Había señoras llamadas Sarah John, Liza William, Susie Carter, Lizzie Beaufort —pronunciado «bofort»—, Mary Arnold, Annie Bryan y Lois Dwight.
A eso de la una había más de ciento veinte parientes deambulando por Peckerwood y hablando en voz alta. La señora Burnside indicó su desaprobación con una fanfarria de flatulencias.
Siguieron llegando parientes. Beau era de esos hombres que serían populares en cualquier sitio, y, como casi todos los invitados dependían directa o indirectamente de él, no era de extrañar que hubiese tanta concurrencia. La tía Mame estaba en su salsa y se la oía charlar muy animada por encima de las continuas andanadas de gas de la señora Burnside.
A la una y cuarto, empezaron a llegar los Clay-Pickett, la rama hípica de la familia. Todos vestían ropa de montar e iban acompañados de un sabueso moteado que inmediatamente saltó sobre el regazo de la señora Burnside y causó una explosión de ventosidades que ella debía de estar reservando para el momento culminante de la fiesta. No pude contener la risa.
—¡Abajo! ¡Vamos, abajo! —rugió Van Buren Clay-Pickett, y golpeó al sabueso en las ancas, causándole un leve y húmedo ataque de hipo a la señora Burnside.
—Siento que lleguemos todos tan tarde, tía Euphemia, pero a Sally Cato McDougall la derribó el caballo al saltar un obstáculo y creemos que se ha roto la clavícula. ¡Demonio de perro! —le aulló al animal, que se las había arreglado para tirar a tres niños al suelo y ahora estaba levantando la pata en la base de una de las seis columnas jónicas de Peckerwood—. Tuvimos que sacrificar su yegua. La prima Clytie y Alice-Richard pensaron que era mejor llevar a Sally Cato al médico, pero vendrán enseguida. Cuando Sally Cato recobró el conocimiento me pidió que te dijera que sentía mucho no poder venir a la fiesta. ¡Al suelo, maldita sea!, perdona, tía Euphemia, dichoso perro, te he dicho que al suelo. —El animal había vuelto a saltar sobre el regazo de la señora Burnside e introducido diligentemente el hocico entre los pliegues de su vestido de seda negra. Una vez más, la manaza del jinete golpeó al animal y la señora Burnside soltó un piadoso eructo de virtud ultrajada, que se oyó claramente. Tuve que entrar en la casa un minuto para serenarme—. ¡Al suelo, demonios!
Cuando volví a salir, el resto de los Clay-Pickett había llegado ya…, nueve de ellos, todos con ropa de montar y atléticos hasta el último detalle. El
bourbon
con agua corría cada vez más y la tía Mame había reunido en torno a ella un arrobado círculo de nuevos parientes admirados. La señora Burnside movió la cabeza dispépticamente y se echó al coleto otro vaso de bicarbonato.
De pronto, el aullido de una bocina rasgó el aire y un Packard verde oscuro llegó por el camino. La capota estaba quitada y al volante iba un chico de color con una librea de color verde. Sentada en la capota plegada estaba la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Vestía ropa de montar y llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, sujeto improvisadamente con una bufanda de seda.
—Hola, hola
a todos
—gritó con voz gutural—. Siento llegar tarde, pero mi caballo rehusó saltar un obstáculo.
Se hizo el silencio y luego se oyeron muchos susurros entre los parientes.
—¡Madre de Dios! —cacareó un anciano tío con una trompetilla—, ¿no es ésa Sally Cato McDougall, la chica que estaba prometida con el joven Beau?
—Calla, tío Moultrie —gritó Willie Mae—. Sí que lo es, pero lo que me gustaría saber es quién demonios la ha invitado.
No tardó en averiguarlo. A pesar de tener el ala rota, la hermosa joven saltó ágilmente del coche y corrió a saludar a la señora Burnside.
—Señora Burnside —dijo con su deliciosa voz—, siento mucho llegar tarde, después de todas las molestias que se tomó por invitarme. El médico quería que me fuese directamente a la cama, pero le respondí que no me perdería su fiesta ni por un millón de dólares.
La anciana señora esbozó una enorme sonrisa.
—Bienvenida a Peckerwood, Sally Cato, la fiesta no sería lo mismo sin ti.
El tío Beau pareció quedarse perplejo.
—¡Enhorabuena, Beau Burnside! —dijo la hermosa joven—. ¿Es que no vas a presentarme a tu mujercita neoyorquina? —Dedicó una sonrisa encantadora a la tía Mame y extendió su elegante mano derecha—. ¿Cómo está usted, señora Beau? Soy Sally Cato McDougall. Se ha casado con un semental salvaje, pero estoy segura de que una mujer tan guapa como usted sabrá cómo domarlo.
El rostro de la tía Mame brilló de placer.
—Caramba, Beau, ¿por qué no me habías hablado de la señorita McDougall? ¡Es arrebatadora!
Ambas sonrieron beatíficamente, y luego el resto del grupo empezó a charlar con el ruidoso alivio que experimentan las multitudes cuando se evita por muy poco un accidente peligroso.
Tras el anuncio de que la comida estaba servida, que subrayó un amenazador eructo de la señora Burnside, empezó de verdad la barbacoa.
La tía Mame había logrado una victoria social entre los parientes. Todos estaban de acuerdo en que era la yanqui más encantadora que habían conocido y la alabaron de tal modo que la señora Burnside pasó en cama los tres días siguientes. A la tía Mame le encantó haber tenido tanto éxito y estuvo muy ocupada aceptando todas las invitaciones que había recibido de sus primos. Pero, de los habitantes del condado de Richmond, la que le pareció más atractiva fue con diferencia Sally Cato McDougall. Y, por supuesto, lo era. El hecho de que Sally Cato hubiese sido la prometida de Beau, y de que se hubiera quedado con el ramo en la mano y un diamante de cinco quilates cuando Mame y Beau se casaron, no le importaba demasiado. La tía Mame también había estado prometida muchas veces y opinaba que son cosas que pasan. No había sabido de la existencia de Sally Cato hasta el día de la gran barbacoa, por lo que no se sentía culpable de haberle robado el novio.
Sally Cato también había sido muy amable con la tía Mame, y, al cabo de una semana, las dos se habían hecho inseparables. Sally Cato había estudiado en el Norte y sabía hablar inglés como Dios manda, había viajado a Europa varias veces, y era la joven de veinticinco años más cultivada que la tía Mame había conocido jamás. También tenía una honradez sincera que cautivaba a todo el mundo. Era una experta en todo lo que hacía: natación, danza, automovilismo, golf, tenis y
bridge
…, pero sus verdaderas pasiones eran la caza y la hípica.
La mañana siguiente a la barbacoa, el Packard verde se detuvo con un chirrido a la puerta de la Casa de la Novia y Sally Cato, fresca y encantadora, subió a la terraza, donde la tía Mame y yo estábamos teniendo nuestra pequeña charla matutina.
—Buenos días a todos —gritó—. Perdonad que irrumpa de este modo, pero con el brazo dislocado no puedo montar, ni nadar, sólo lamentarme de mi suerte. ¡Me aburro tanto que me entran ganas de gritar!
La tía Mame, que también se aburría un poco en Peckerwood cuando no estaba el tío Beau, la saludó calurosamente. Las dos damas charlaron amistosamente y pronto fue evidente que tenían muchas más cosas en común que el afecto que ambas sentían por el tío Beau.