El típico alumno de la San Bonifacio, cuando iba a la facultad, sentía pasión por el remo, tenía preferencia por las chicas de Bryn Mawr y una devoción perruna por los demás acontecimientos deportivos universitarios. Era el sello de San B., pero como yo había ido a la Academia de San Bonifacio totalmente en contra de mi voluntad, me propuse ser tan atípico como fuese posible. Por otro lado, eché un vistazo a los estudiantes de primero —los chicos que enviaban poemillas inconexos en verso libre a la pretenciosa revista literaria, que difundían un nuevo tipo de cristianismo, y que discutían acaloradamente sobre cómo debía interpretar a Sófocles la compañía teatral universitaria— y me parecieron tan inmaduros, pomposos y afectados como me lo parecen hoy. Ya que no encajaba en ningún molde, decidí ir por libre.
No obstante, pronto encontré a otros cuatro que eran como yo. Carecíamos de espíritu académico y no teníamos banderines ni trofeos, ni reproducciones de Cézanne y de Rouault en nuestras habitaciones. Sólo muebles, botellas de ginebra, latas de cerveza, discos de fonógrafo y ejemplares del
New Yorker
. Por nosotros, el equipo de
rugby
podía ganar, perder o morir en el intento —de hecho, no hizo más que perder a lo largo de tres de aquellos cuatro años—. La sociedad de debates podía llegar a la conclusión que quisiera sobre Rusia: amiga o enemiga, nos traía sin cuidado. El taller teatral podía representar
Electra
con vestuario moderno o
Las mujeres
sin ningún tipo de vestuario, pero no para nosotros. Los que tenían conciencia social podían convocar reuniones en torno a una hoguera y agitar todas las huelgas estudiantiles que les viniera en gana sin que nos diéramos por enterados. Y los teólogos podían salvar cualquier alma menos la nuestra. Seguíamos el curso, porque nos parecía lo más inteligente. Pero, aparte de eso, nuestros intereses estaban fuera del campus.
Nuestro único dios era Fred Astaire. Era todo lo que nosotros queríamos ser: amable, refinado, cortés, apuesto, inteligente, adulto, ingenioso y sagaz. Veíamos sus películas una y otra vez, oíamos sus discos hasta que estaban grises y rayados e imitábamos en lo posible su forma de vestir. Cuando se producía alguna crisis en nuestras jóvenes vidas, nos preguntábamos qué haría Fred Astaire en nuestro caso y actuábamos en consecuencia. Éramos muy jóvenes y nos creíamos muy sofisticados.
Cada fin de semana conducía hasta Nueva York con el coche abarrotado de aprendices de Fred Astaire, que se instalaban cómodamente en los dormitorios de la enorme casa de la tía Mame en Washington Square y exhibían su cortesía y su refinamiento con la anfitriona. A la tía Mame le encantaba. Le gustaba tener compañía, y, cuanto más joven y alegre, tanto mejor. Nos enseñaba a preparar combinados tal como pensaba que lo haría Fred Astaire, invitaba a un montón de chicas y nos colaba en las fiestas más divertidas, nos obsequiaba con su cháchara sofisticada y con un incesante torrente de amigos famosos. Los chicos la adoraban, y, gracias a los fastuosos fines de semana en casa de la tía Mame, en la facultad no tardamos en adquirir reputación de misteriosos, maduros, mundanos y un poco disolutos.
Tiempo después, todos ingresamos en el mismo club. No porque nos gustase, ni porque nosotros le gustáramos al club, sino porque nuestras familias, nuestra ropa, nuestros contactos, nuestro dinero y nuestro prestigio académico nos hacía deseables como miembros. Además, el club tenía el mejor restaurante del campus y línea directa con las chicas más guapas. La atracción era mutua. He ahí la pureza de las amistades juveniles.
No obstante, cuando el primer año estaba a punto de acabar, la tía Mame sufrió un cambio muy sutil. Un fin de semana fui a Boston a visitar a una chica a la que había conocido y cuando volví a la facultad encontré a la tía Mame yendo y viniendo muy enfadada por mi habitación.
—¡Cómo te atreves! —gritó.
—Cómo me atrevo ¿a qué?
—A escaparte a Boston sin decirme ni una palabra. ¡Ya podía esperaros sentada en casa a ti y a tus amigos! ¡Ni siquiera se te ocurre tener el detalle de enviarme una nota advirtiéndome de que no ibais!
—Pero si nunca te aviso cuando no voy a ir. Sólo cuando voy a ir.
—Bueno, al fin y al cabo, la casa está abierta para ti y tus amigotes todos los fines de semana. ¿Qué querías que pensara? Imagíname sola y medio muerta de aburrimiento, con un montón de invitados interesantes y vosotros ni siquiera os dignáis aparecer.
—Pero, tía Mame…
—No me interrumpas. No regento un hotel para un joven ingrato como tú. Y tampoco acostumbro a renunciar a mi vida personal para que un sobrino a quien no le importa si estoy viva o muerta me ignore por completo. Mira, el próximo fin de semana pienso dar una fiesta encantadora y te quiero allí con todos tus amigos. No acepto ningún pero. Y no creas que voy a olvidar esto tan fácilmente, porque no voy a hacerlo.
Salió dando grandes zancadas de mi habitación y cerró de un portazo.
Era un comportamiento muy extraño para alguien que vivía de forma tan despreocupada como mi tía Mame, pero poco a poco empecé a comprender lo que sucedía en realidad. Había tomado a mis amigos por sus amigos. Disfrutaba de su compañía, la halagaban, la divertían y le infundían confianza en su eterna juventud. Poco a poco, había llegado a depender de ellos como de un público ante el que podía exhibir su ingenio, su encanto, su riqueza y su buena figura. Ellos necesitaban a la tía Mame para que les proporcionase alojamiento, comida, fiestas y bebidas. Pero ella los necesitaba para algo más: para que le confirmasen que seguía siendo joven, hermosa y deseable.
Después de eso, pasamos cada fin de semana con la tía Mame. Si nosotros no íbamos a Nueva York, era ella quien venía a vernos. Conocía a todos los intelectuales jóvenes y brillantes entre el profesorado y estaba muy solicitada. Si no me apetecía ir a casa, ella invitaba a los demás sin mí, y Biff, Jack o Alex pasaban hilarantes fines de semana en Washington Square, conocían a los amigos famosos de la tía Mame, actuaban con elegancia en sus fiestas o la llevaban al Stork Club
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. Y la tía Mame, su abrigo de piel de marta, el Rolls-Royce y la ropa exótica se convirtieron en una imagen tan familiar y esplendorosa en el campus como el nuevo estadio.
No obstante, durante mi segundo año en la universidad, la tía Mame se moderó de forma admirable. Siempre que iba a pasar allí el fin de semana, dejaba claro a todo el mundo que iba a visitar a este profesor y a su mujer, o al doctor tal y a la señora cual, y aunque mis amigos y yo seguimos viéndola mucho, era sólo para comer o tomar alguna copa los domingos.
Continuamos viéndola en nuestro tercer curso y, aunque cada vez pasaba menos fines de semana en la facultad con los profesores y sus mujeres, empezó a invitar a mis amigos con más frecuencia a su casa de Nueva York.
En esa época, yo estaba viviendo un intenso amorío con una camarera llamada Bubbles, que me había parecido de lo más seductora detrás de los trozos de pastel de piña de la barra de un bar de Newark, por lo que pasaba casi todo mi tiempo libre en el Robert Treat Hotel esperando a que llegase Bubbles. El caso es que ese año vi poco a la tía Mame, y, como mis amigos la veían constantemente, me pareció más prudente no hablarles de Bubbles.
—Cariño —dijo la tía Mame a finales de febrero—, últimamente apenas te veo. ¿Dónde demonios te metes los fines de semana? He preguntado a tus amigos y ninguno lo sabe.
—¡Oh, aquí y allá! —respondí entre evasivas—. Ya sabes cómo son estas cosas.
—No, no lo sé, de lo contrario no te lo habría preguntado. Pero apuesto a que podría adivinarlo. Estás saliendo con una chica, ¿verdad? —Me sonrojé—. Pero, cariño, ¿por qué no la traes a casa? Me encantaría conocerla. ¿Cómo se llama? ¿A qué universidad va? ¿Tienes una foto?
Sí la tenía, pero no era la típica foto que uno enseña a sus familiares. De hecho, Bubbles tampoco era la típica chica que uno lleva a su casa.
Pero en ese momento la tía Mame decidió enseñar a Alex a bailar la samba y, por suerte, cambió de conversación.
Mis encuentros amorosos con Bubbles me tuvieron muy ocupado el tercer año de facultad, pero no tanto como para no reparar en que estaban produciéndose más cambios en la tía Mame y mis compañeros de clase. Invité a tres de ellos a pasar en casa las vacaciones de primavera con la esperanza de que entretendrían lo suficiente a la tía Mame para que yo pudiera escapar a Newark y a los voluptuosos encantos de Bubbles. Y así fue. Aunque me sorprendió oír que la llamaban Mame, sin más, en lugar de señora Burnside. De hecho, Alex, que era un par de años mayor que yo, la llamaba «Mame, encanto». Y además habría estado dispuesto a jurar que ella había cambiado de color de pelo.
Y la cosa no acababa ahí. Mientras Biff y Bill perseguían a todas las jovencitas de Nueva York, Alex rondaba la casa de Washington Square. De hecho, él y la tía Mame se volvieron uña y carne. Iban juntos a bailar, jugaban al backgammon, salían a comer. Un par de veces, los sorprendí susurrándose en la biblioteca y me miraron casi con resentimiento. Por las noches desaparecían: salían los dos solos a cenar, o al teatro, o a algún cabaré de decoración un poco más barroca de la cuenta, y nos dejaban en la enorme casa vacía.
Alex era el más Astaire de todos. Era el más alto, el mayor, el más rico y el más sofisticado. Pero tampoco era tan fascinante, y yo no acertaba a comprender por qué la tía Mame le dedicaba tanto tiempo. Era de las que sólo se sienten a gusto entre la gente.
Sin embargo, Bubbles me proporcionaba sobradas preocupaciones, como para ocuparme también de los problemas de la tía Mame. Llevábamos saliendo desde la fría noche de enero en que caí en su red «abierta toda la noche» en busca de una taza de café. En ese momento Bubbles había sido toda encanto y ternura. Me había amado única y exclusivamente por ser como era. Los ojos se le habían llenado de lágrimas por pequeños regalos como un frasco de perfume, un camisón negro, un par de medias, un bolso de cocodrilo con zapatos a juego. Pero, a medida que fuimos conociéndonos mejor, Bubbles comprendió el poder que ejercía sobre mí y se volvió más importuna con sus exigencias. Tuve que empeñar mis alfileres de corbata y mis gemelos para pagar la gruesa chaqueta de piel de zorro que insistió en comprarse.
—¡Pero, cariño, quiero una bien calentita! —afirmó con su marcado acento de Nueva Jersey.
En otra ocasión, aseguró que le habían robado el monedero y tuve que pagarle el alquiler. Y, al llegar la Semana Santa, ya casi no hablaba de las ofertas de Lerner y sí, en cambio, de las creaciones de Hattie Carnegie
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.
—De verdad, cariño, que a veces creo que te avergüenzas de llevarme con tus amigos ricos de la universidad. Vamos, admítelo. Te avergüenzas de mí. Vamos, dilo.
—Bubbles, por el amor de Dios, para de una vez. Sabes que no me avergüenzo de ti, pero esa pandilla de idiotas te aburrirían. No son más que unos críos.
—¿Y tú te crees muy mayor?
Sólo tenía veinte años, pero con una chica como Bubbles se envejece deprisa.
—Anda, guapa, olvídalo. Venga, te invito a tomar una copa en el Treat.
—Claro, claro. Qué diversión, primero vamos al Robert Treat a echar un par de tragos y luego subimos a una habitación a echar otro par de lo otro. Newark, Newark, ¡siempre Newark! Dios, nací en Newark, trabajo en Newark y me veo con mi novio en Newark. Lo más probable es que muera también en Newark. Y seguro que a ti te traería sin cuidado, ¡don Gran Corazón! Todavía estoy esperando que me invites a ir a Nueva York. El billete del
ferry
son sólo cincuenta centavos, ya te pagaré el mío si eres tan agarrado. ¡Oh, no! En Newark sí soy digna de ti, pero cuando se trata de llevarme al Stork Club o de presentarme a tu tía, la señora Burnside, en su preciosa mansión…, no creas que no he visto las fotos en el
Harper's Baazar
, está en Washington Square. ¡Pero, no, Bubbles no es más que una pobre palurda de Jersey! ¡Vamos, admítelo! ¡Te avergüenzas de mí!
Lo terrible del caso era que tenía razón. Me avergonzaba de ella. Me avergonzaba de mí mismo por haberme enredado con ella. Era una buscona ambiciosa que se hacía pasar por camarera porque era demasiado hipócrita para reconocer que no era más que una vulgar prostituta; igual que yo era un parásito esnob y vulgar que me hacía pasar por estudiante porque era demasiado hipócrita para admitir que no era más que un parásito, y tenía demasiados remilgos para aceptar que mi amante era una prostituta. Pero eso es lo que era, y además estaba empezando a ser aburrida, despótica y muy cara.
—Vale con que no me invites a las fiestas de tu tía, pero ¿por qué no me llevas al baile de la facultad? —Me quedé boquiabierto de horror—. Ya me has oído. El baile de fin de curso. Lo he leído en los periódicos. Tú estás en tercero. Si estás tan orgulloso de mí, ¿por qué no me llevas a una de tus fiestas pijas? Vamos, cariño, por favor.
—Pero, nena, si jamás voy a esas fiestas universitarias. Son para críos.
—Pues tendrás que llevarme, nunca he ido a ningún baile de ésos. No he tenido ocasión. Cuando murió papá y perdimos la empresa de importación y exportación, tuve que dejar los estudios y renunciar a tener una carrera. —Bubbles me había descrito a su difunto padre como un banquero prominente, un abogado, un cirujano, un corredor de bolsa y un empresario, pero me sentía demasiado desanimado para reprochárselo.
Bubbles siguió con sus ruegos, sus enfados, sus halagos y sus intimidaciones. Al cabo de una hora de lágrimas y amenazas, cedí:
—Está bien, pero, por el amor de Dios, ¡deja ya de llorar! No lo aguanto más. De acuerdo, te llevaré a ese dichoso baile.
—¡Cariño! —dijo radiante, emergiendo de un mar de lágrimas.
El baile de los de tercero era el gran acontecimiento del año, incluso para gente como nosotros que no teníamos el menor espíritu académico. Se celebraba la última semana de mayo y toda la facultad asistía vestida de punta en blanco. Si tenías novia la invitabas al fin de semana del baile, y, si no la tenías, invitabas a la mejor chica que pudieras encontrar. Era una auténtica tradición y la universidad abría sus puertas a todo el mundo. El viernes, los clubes universitarios ofrecían una espectacular cena con baile para sus miembros y sus acompañantes, en todas las habitaciones de las residencias universitarias se celebraban cócteles y reuniones. El sábado, se organizaban extravagantes picnics y se bebía tanta cerveza como fuese posible. Por la tarde había una disputada carrera de remo para todos aquellos que siguieran lo bastante sobrios para asistir y el sábado por la noche tenía lugar el baile de gala.