—Able Charlie a base —llamó Mandelbaum por radio—. Estamos listos para empezar la limpieza de la cuadrícula G Tres.
—Entendido, Able Charlie —dijo una voz metálica—. ¿Cuál es el nivel de la burbuja?
—Ochenta y nueve por ciento.
Wildman echó un vistazo al indicador digital que llevaba sujeto al antebrazo.
—Aquí Whisky Bravo —dijo por radio—. Mi nivel es de noventa y uno.
—Entendido, Whisky Bravo —dijo la voz desde la base—. Procedan.
Se oyó un grave zumbido cuando Mandelbaum puso en marcha a Big Bertha. Wildman notó en el acto la presión del barro que pasaba junto a él empujado por los chorros de aire comprimido de la máquina. Era como estar sumergido en un barril de melaza.
En realidad era peor que eso, porque el lodo y el cieno que los rodeaban eran traicioneros. Tenía que vigilar constantemente dónde pisaba: había palos y ramas por todas partes, a menudo punzantes, a la espera de la ocasión para rasgarle el traje. Además, el Sudd era tan espeso que cada movimiento suponía un esfuerzo, como intentar trabajar en una atmósfera de 10g.
—Able Charlie a base —dijo Mandelbaum—. Limpieza en marcha.
Wildman conectó el poderoso foco que llevaba sujeto sobre el hombro derecho y se acercó al suelo de piedra, el lecho temporalmente limpio por la acción de Big Bertha. Mandelbaum se encargaba de manejar la máquina; él, de examinar las zonas limpias en busca de cavernas, túneles de lava o construcciones antiguas. Se sentía como un astronauta en un horrible planeta de gas mientras el pesado traje y su potente foco, la cámara de vídeo del casco y el respirador de burbujas conspiraban para entorpecer sus movimientos.
En realidad se sentía muy agradecido por las burbujas. Mucho. Gracias a ellas podía orientarse en aquel puré de guisantes. Si no fuera por las burbujas, habría sido muy fácil desorientarse y no saber dónde estaba la superficie. No podía evitar pensar en lo que le había ocurrido a Forsythe: dejarse llevar por el pánico por culpa de un regulador bloqueado, subir a la superficie demasiado deprisa… La idea lo hizo estremecerse. Si te desorientabas en aquel limo negro y perdías el cable guía…, se acabó. La única esperanza era que algún compañero te localizara. De lo contrario ya podías darte por muerto.
Su pie resbaló en el viscoso fondo y él se deslizó hacia atrás y notó que algo lo golpeaba en la pantorrilla. Bajó la mano y lo palpó. Un palo. Dado que resultaba imposible ver nada si no lo tenía a escasos centímetros de las gafas de buceo, lo cogió y lo situó en su campo visual. En efecto, era un palo. Maldito Sudd. Dio gracias a Dios por que no le hubiera perforado el traje. Una vez le ocurrió eso y el olor era tan espantoso que necesitó darse tres duchas para quitárselo de encima.
Siguió examinando la zona que Big Bertha había peinado.
—Aquí Able Charlie —dijo Mandelbaum por radio—. Creo que Big Bertha necesita otra limpieza. Tengo problemas para mantener el acelerador firme.
—Entendido —repuso la voz de la superficie.
Wildman apartó el cieno y el lodo de su cara y se desplazó hacia la derecha para examinar otra zona. La sensación del barro pasando entre sus miembros, empujado por los chorros de aire de la máquina, era horrible. Unos días antes, a un buzo se le habían saltado las gafas por un codazo involuntario de su compañero. El infeliz tragó un poco de aquella inmundicia, empezó a vomitar y tuvo que hacer un ascenso de emergencia antes de aspirar más.
—Aquí Able Charlie —dijo nuevamente Mandelbaum—. Me temo que debemos interrumpir la inmersión. Big Bertha está dando cada vez más problemas.
Mientras su compañero hablaba, Wildman oyó que el motor rugía de repente con el acelerador a tope. Mandelbaum quitó gas rápidamente, pero no antes de que una ola de limo negro empujara a Wildman hacia atrás. Este notó que algo lo golpeaba de nuevo, pero esta vez en la espalda. «Mierda». Rebuscó con la mano hasta que sus dedos se cerraron alrededor del escurridizo palo. Se lo acercó a la máscara para verlo mejor. Debería atizar a Mandelbaum en la cabeza con él. La idea lo hizo sonreír, pero solo hasta que vio que no se trataba de ningún palo.
Era un hueso.
A
QUELLA tarde, un pequeño grupo se reunió en la sala forense del pulcro centro médico de Rush. Además del doctor asistían una enfermera ayudante, Tina Romero y Jeremy Logan. Cuando Logan llegó, Rush abrió la boca para protestar —debido a las órdenes de Porter Stone en cuanto a compartimentación—, pero enseguida se encogió de hombros, esbozó una media sonrisa y le indicó con un gesto que entrara.
El equipo arqueológico había finalizado el examen inicial del esqueleto descubierto por los buzos. Había llegado el momento de que Rush realizara lo que iba a ser, en esencia, una autopsia.
La osamenta se hallaba en un contenedor de plástico azul sobre una mesa de acero inoxidable con ruedas. Mientras los demás observaban, Rush se puso un par de guantes de látex, encaró el micrófono que colgaba del techo hacia él, pulsó el botón de record y empezó a hablar:
—Examen de los restos encontrados el decimosexto día de la excavación en una caverna poco profunda de la cuadrícula G Tres. Realiza el análisis Ethan Rush con la ayuda de Gail Trapsin. —Hizo una breve pausa—. Al parecer, la mezcla de sedimentos y barro que recubría los restos ha actuado como capa protectora y el esqueleto se halla en buen estado. No obstante, la descomposición es considerable.
Levantó la tapa del contenedor y comenzó a sacar los huesos de uno en uno y a depositarlos en la mesa de autopsias.
—Los huesos faciales y craneales están intactos, al igual que los de la caja torácica, los brazos y la columna vertebral. Los equipos de buceo han buscado lo que falta del esqueleto sin éxito, solo han encontrado unos restos correosos de lo que bien podrían ser unas sandalias. El equipo arqueológico ha conjeturado que solo la parte superior del cuerpo se conservó bajo la cobertura sedimentaria y que la inferior se descompuso hace tiempo.
Colocó los huesos en la mesa en un orden anatómico aproximado. Logan los miró con curiosidad. Eran de color marrón oscuro, casi caoba, como barnizados por ese baño de sedimentos que había durado cinco mil años. A medida que Rush iba sacando huesos, la sala empezó a oler al Sudd: a turba, a descomposición vegetal y a algo extraño y dulzón que hizo que Logan sintiera una ligera náusea.
Rush siguió hablando ante el micrófono.
—La datación del carbono mediante espectrometría de masa indica que los huesos tienen cinco mil doscientos años de antigüedad, con un margen de error aproximado de un dos por ciento debido a los contaminantes naturales del entorno.
—Contemporáneos de Narmer —dijo Romero en voz baja mientras jugueteaba con su omnipresente estilográfica.
—Junto al cuerpo —prosiguió Rush— se ha encontrado un escudo muy deteriorado y los restos de lo que aparenta ser una maza.
—Armas de los guardaespaldas del faraón —añadió Romero.
—Si bien el escudo está en muy mal estado, como he dicho, el equipo de arqueología ha utilizado una técnica de moldeado inverso combinado con un proceso de aumento digital para ver lo que parecen ser ornamentaciones del escudo. Los de arqueología opinan que la ornamentación consiste en un serej que contiene dos símbolos: un pez y una herramienta.
—Un siluro y un cincel —dijo Romero—. Las representaciones fonéticas del nombre de Narmer. O al menos eso creo. Joder, si al menos March me dejara echar un vistazo a la pieza…
Rush apretó el botón del micrófono.
—Christina, ¿te importaría reservar tus comentarios hasta que haya terminado mi informe?
Romero inclinó la cabeza en gesto de burlón arrepentimiento.
—Perdón.
Rush volvió a conectar el micro.
—En cuanto a los huesos, el cráneo está relativamente intacto. El neurocráneo y el viscerocráneo son los que han sufrido menos daños. Faltan los huesos temporales. La mandíbula, el hueso hioides y la clavícula muestran un deterioro mayor. La mayoría de los dientes han desaparecido, y los que quedan presentan las caries avanzadas comunes en ese período.
Hizo una pausa para examinar los demás huesos.
—Las vértebras están más descompuestas y estropeadas cuanto más nos desplazamos de la zona cervical a la dorsal y lumbar. La última vértebra es la segunda lumbar. Faltan las sacras y las del coxis. Tenemos las costillas de la uno a la ocho, y aunque las inferiores están más dañadas, en la parte anterior de la sexta hay unas marcas que… —se interrumpió para estudiarla de cerca— sugieren una laceración producida por un cuchillo o una espada. Esto nos llevaría a considerar que la causa de la muerte pudo ser homicidio.
—¡Lo sabía! —exclamó Romero en tono triunfal.
Logan dio un respingo ante aquel súbito estallido tan en contraste con el habla mesurada del médico. Rush apagó de nuevo el micro y se volvió hacia la egiptóloga con expresión disgustada.
—Christina, debo insistir en que…
—Se equivoca en cuanto a las causas de la muerte —le interrumpió de nuevo Romero—. No fue homicidio. Fue suicidio.
El enfado de Rush se trocó en escepticismo.
—¿Cómo puedes saber…?
—Y eso no es todo. Cerca de donde se ha encontrado este esqueleto, puede que a unos cincuenta o cien metros al norte, hallaremos más. Un montón de esqueletos más. Voy a decirle a Valentino dónde tiene que concentrar a sus buzos.
Dicho eso, Romero salió rápidamente de la sala de autopsias mientras Logan y Rush se miraban perplejos.
E
L hallazgo del esqueleto tuvo otros efectos aparte de elevar la moral de los investigadores y el nivel de emoción imperante en la estación: fue la causa de que Porter Stone se personase allí. Tras llegar poco después del anochecer, al abrigo de la oscuridad, convocó una reunión general a la mañana siguiente. Todas las labores, incluso las de inmersión, se detendrían durante treinta minutos para que Stone pudiera dirigirse a los miembros de la expedición.
La convocatoria iba a celebrarse en la sala más espaciosa de la estación: el taller mecánico del sector Verde. Logan entró puntualmente a las diez y miró en derredor con curiosidad. Tres de las paredes estaban ocupadas por enormes estanterías del suelo al techo con todo tipo de recambios, piezas y herramientas imaginables. También había varias motos de agua en distintos estadios de montaje y reparación y unos cuantos bancos de trabajo con numerosos motores y equipos de buceo. En un rincón descansaban lo que parecían los restos de un generador quemado. Su carcasa ennegrecida ofrecía un feo aspecto bajo las brillantes luces de trabajo.
Logan desvió la mirada y contempló a los allí reunidos a la espera de Stone. Era un público de lo más diverso: científicos con bata blanca, técnicos, buzos, operarios, cocineros, electricistas, mecánicos, ingenieros, historiadores, arqueólogos y pilotos; unas ciento cincuenta personas reunidas por el deseo de un solo hombre, un hombre con una visión diáfana de lo que quería y con una voluntad de hierro para conseguirlo.
Justo en ese momento Stone entró en el taller, y la gente prorrumpió en un aplauso espontáneo. El magnate avanzó entre la multitud estrechando manos e intercambiando saludos con los que le salían al paso. Había cambiado su indumentaria árabe por un traje de hilo, pero si hubiera llevado una cazadora de cuero y un sombrero de ala ancha no habría tenido más aspecto de aventurero. Algo en su piel curtida por el sol y la intemperie y en cómo su cuerpo alto y esbelto se movía con una gracia casi animal encarnaba la esencia del verdadero explorador.
Cuando llegó al fondo de la sala, se volvió hacia el grupo y, con una gran sonrisa, alzó las manos. Poco a poco se hizo un silencio inquieto. Stone, todavía sonriendo para dar dramatismo al momento, recorrió a los reunidos con la mirada. Y entonces por fin se aclaró la garganta y empezó a hablar.
—Viví mi primera experiencia como cazador de tesoros cuando tenía once años. En la ciudad de Colorado en la que crecí, una leyenda local hablaba de una tribu de indios que había vivido en unos campos de las afueras de la ciudad. Chicos de mi edad, universitarios y hasta arqueólogos profesionales habían visitado esos campos una y otra vez: habían excavado agujeros, abierto zanjas y barrido la zona con detectores de metal y no habían hallado nada de nada. Yo estaba entre ellos. Debí de recorrer aquellos campos docenas de veces, con la mirada clavada en el suelo, buscando.
»Y entonces, un día, levanté la vista del suelo y miré: realmente miré el lugar por primera vez. Más allá de los campos, el terreno caía suavemente hacia el Río Grande, que se hallaba a menos de dos kilómetros de distancia. A lo largo del río había bosquecillos de álamos y la hierba era densa y abundante.
»Con mi joven imaginación viajé doscientos años atrás. Vi una tribu de indios acampada en la ribera. Tenían agua para beber y cocinar, pescado abundante, pasto para los caballos, y sombra y cobijo bajo los árboles. Luego miré los campos secos y desolados donde me encontraba y me pregunté por qué los indios habrían instalado en ellos su campamento cuando tenían un lugar mucho mejor solo un poco más lejos.
»Así pues, caminé hasta el río, empecé a curiosear a lo largo de la orilla y a los diez minutos encontré esto.
Porter metió la mano en el bolsillo, sacó algo y lo levantó para que todos pudieran verlo. Logan observó que era una punta de flecha de obsidiana perfectamente tallada: una preciosidad.
—Volví a ese lugar muchas veces —continuó Stone—. Hallé más puntas de flecha, además de pipas de barro, morteros de piedra e infinidad de otros objetos, pero nada nunca me ha emocionado tanto como el hallazgo de esta primera punta de flecha. Desde entonces me acompaña allá adonde voy.
Se la guardó en el bolsillo y recorrió con la mirada a los reunidos antes seguir hablando.
—No fue solo la emoción del descubrimiento. No fue solo el hecho de hallar algo bello y valioso. Fue el uso de mi intelecto, mi capacidad para pensar fuera de las normas establecidas, para desentrañar los misterios del pasado. Todos los que habían estado allí antes que yo habían aceptado como buenas las historias acerca del lugar de acampada de los indios. Yo mismo empecé en ese lugar, pero entonces aprendí una lección importante. Una lección que no he olvidado.
Empezó a caminar con las manos en los bolsillos.
—Una excavación arqueológica es como una historia de misterio, amigos míos. Al pasado le gusta guardar secretos, no quiere entregárnoslos. Así pues, mi papel es el de detective. Y cualquier detective sabe que la mejor manera de resolver un misterio es reunir tanto material, tantas pruebas y tanto trabajo de investigación como sea posible.