—Me dicen unos internos que han colado ustedes una fulana, y que ahora ellos también quieren otra.
—Hermana ilustrísima, ¿por quién nos toma? Nuestra presencia aquí es estrictamente ecuménica. Aquí el infante, que mañana se hace hombre a ojos de la Santa Madre Iglesia, y yo acudíamos para interesarnos por la interna Jacinta Coronado.
La hermana Emilia enarcó una ceja.
—¿Son ustedes familia?
—Espiritualmente.
—Jacinta falleció hace quince días. Un caballero vino a visitarla la noche antes. ¿Es pariente suyo?
—¿Se refiere al padre Fernando?
—No era un sacerdote. Me dijo que su nombre era Julián. No recuerdo el apellido.
Fermín me miró, mudo.
—Julián es un amigo mío —dije yo.
La hermana Emilia asintió.
—Estuvo con ella varias horas. Hacía años que no la oía reír. Cuando él se marchó, ella me dijo que habían estado hablando de otros tiempos, de cuando eran jóvenes. Me dijo que ese señor le traía noticias de su hija Penélope. No sabía que Jacinta hubiera tenido una hija. Me acuerdo, porque aquella mañana Jacinta me sonrió y cuando le pregunté por qué estaba tan contenta me dijo que se iba a casa, con Penélope. Murió al alba, mientras dormía.
La Rociíto concluyó su ritual de amor un rato después, dejando al abuelillo rendido y en brazos de Morfeo. Cuando salíamos, Fermín le pagó doble, pero ella, que lloraba de pena ante el espectáculo de todos aquellos desahuciados olvidados de Dios y del demonio, se empeñó en donar sus emolumentos a la hermana Emilia para que les diesen una merienda de chocolate con churros a todos, porque a ella eso siempre le quitaba las penas de la vida, esa reina de las putas.
—
E
que una
e
una
sentimentá
. Mire
uté
, señor Fermín, ese
pobresillo
… si no
má
quería que lo
abrasase
y le
acarisiase
. Se la parte a una
tó
…
Colocamos a la Rociíto en un taxi con una buena propina y enfilamos la calle Princesa, que estaba desierta y sembrada de velos de vapor.
—Habría que irse a dormir, por lo de mañana —dijo Fermín.
—No creo que pueda.
Nos echamos a andar rumbo a la Barceloneta y, casi sin darnos cuenta, nos adentramos por el rompeolas hasta que toda la ciudad, reluciente de silencio, quedó a nuestros pies como el mayor espejismo del universo emergiendo del estanque de las aguas del puerto. Nos sentamos al borde del muelle a contemplar la visión. A una veintena de metros se iniciaba una procesión inmóvil de automóviles con las ventanas veladas de vaho y hojas de diario.
—Esta ciudad es bruja, ¿sabe usted, Daniel? Se le mete a uno en la piel y le roba el alma sin que uno se dé ni cuenta.
—Habla usted como la Rociíto, Fermín.
—No se ría usted, que son las personas como ella las que hacen de este perro mundo un sitio que vale la pena visitar.
—¿Las putas?
—No. Putas lo somos todos, tarde o temprano. Yo digo la gente de buen corazón. Y no me mire usted así. A mí las bodas me ponen hecho un flan.
Nos quedamos allí sentados en brazos de aquella rara quietud, catalogando reflejos sobre el agua. Al rato, el alba esparció de ámbar el cielo y Barcelona se encendió de luz. Se escucharon las campanas lejanas en la basílica de Santa María del Mar, que emergía de las brumas al otro lado del puerto.
—¿Cree usted que Carax sigue ahí, en algún lugar de la ciudad?
—Pregúnteme otra cosa.
—¿Tiene los anillos?
Fermín sonrió.
—Ande, vamos. Que a usted y a mí nos esperan, Daniel. Nos espera la vida.
Vestía de marfil y traía el mundo en la mirada. Apenas recuerdo las palabras del cura, ni los rostros prendidos de esperanza de los invitados que llenaban la iglesia aquella mañana de marzo. Sólo me queda el roce de sus labios y, al entreabrir los ojos, el juramento secreto que me llevé en la piel y que recordaría todos los días de mi vida.
DRAMATIS PERSONAE
Julián Carax concluye
La Sombra del Viento
con una breve memoria para hilvanar los destinos de sus personajes años más tarde. He leído muchos libros desde aquella lejana noche de 1945, pero la última novela de Carax sigue siendo mi favorita. Hoy, con tres décadas a mis espaldas, ya no tengo esperanzas de cambiar de opinión.
Mientras escribo estas líneas sobre el mostrador de la librería, mi hijo Julián, que mañana cumple diez años, me observa sonriente e intrigado por esa pila de cuartillas que crece y crece, quizá convencido de que su padre también ha contraído esa enfermedad de los libros y las palabras. Julián tiene los ojos y la inteligencia de su madre, y me gusta creer que quizá posee mi ingenuidad. Mi padre, que tiene dificultad para leer los lomos de los libros aunque no lo admita, está arriba en casa. Muchas veces me pregunto si es un hombre feliz, en paz, si nuestra compañía le ayuda o si vive dentro de sus recuerdos y de esa tristeza que siempre le ha perseguido. Bea y yo llevamos la librería ahora. Yo llevo las cuentas y los números. Bea hace las compras y atiende a los clientes, que la prefieren a ella más que a mí. No les culpo.
El tiempo la ha hecho fuerte y sabia. Casi nunca habla del pasado, aunque a menudo la sorprendo varada en uno de sus silencios, a solas consigo misma. Julián adora a su madre. Les observo juntos y sé que les une un lazo invisible que yo apenas puedo empezar a comprender. Me basta sentirme parte de su isla y saberme afortunado. La librería da para vivir sin lujos, pero soy incapaz de imaginarme haciendo otra cosa. Las ventas se reducen año a año. Yo soy optimista y me digo que lo que sube baja, y lo que baja, algún día ha de subir. Bea dice que el arte de leer se está muriendo muy lentamente, que es un ritual íntimo, que un libro es un espejo y que sólo podemos encontrar en él lo que ya llevamos dentro, que al leer ponemos la mente y el alma, y que esos son bienes cada día más escasos. Cada mes recibimos ofertas para comprarnos la librería y transformarla en una tienda de televisores, de fajas o de alpargatas. No nos sacarán de aquí como no sea con los pies por delante.
Fermín y la Bernarda pasaron por la vicaría en 1958 y ya van por los cuatro críos, todos ellos varones y con la nariz y las orejas de su padre. Fermín y yo nos vemos menos que antes, aunque a veces aún repitamos aquel paseo por el rompeolas al alba y arreglemos el mundo a martillazos. Fermín dejó el empleo en la librería hace años y tomó el relevo a la muerte de Isaac Monfort al frente del Cementerio de los Libros Olvidados. Isaac está enterrado junto a Nuria en Montjuïc. Les visito a menudo. Hablamos. Siempre hay flores frescas sobre la tumba de Nuria.
Mi viejo amigo Tomás Aguilar se marchó a Alemania, donde trabaja como ingeniero para una empresa de maquinaria industrial inventando prodigios que nunca he llegado a comprender. A veces escribe cartas, siempre a nombre de su hermana Bea. Se casó hace un par de años y tiene una hija a la que no hemos visto nunca. Siempre envía recuerdos para mí, pero sé que le perdí hace años sin remedio. Me gusta pensar que la vida nos arrebata a los amigos de la infancia porque sí, pero no siempre me lo creo.
El barrio sigue como siempre, pero hay días en que me parece que la luz se atreve cada vez más, que vuelve a Barcelona, como si entre todos la hubiésemos expulsado pero nos hubiese perdonado al fin. Don Anacleto dejó la cátedra del instituto y ahora se dedica en exclusividad a la poesía erótica y a sus glosas de contraportadas, más monumentales que nunca. Don Federico Flaviá y la Merceditas se fueron a vivir juntos cuando falleció la madre del relojero. Hacen una pareja flamante, aunque no faltan los envidiosos que aseguran que la cabra tira al monte y que, de tarde en tarde, don Federico hace alguna escapadilla de picos pardos ataviado de faraona.
Don Gustavo Barceló cerró la librería y nos traspasó sus fondos. Dijo estar hasta el gorro del gremio y deseoso de emprender nuevos desafíos. El primero y último de ellos fue la creación de una editorial dedicada a la reedición de las obras de Julián Carax. El primer tomo, conteniendo sus tres primeras novelas (recuperadas de un juego de galeradas perdido en un guardamuebles de la familia Cabestany), vendió trescientos cuarenta y dos ejemplares, muchas decenas de miles detrás del éxito del año, una hagiografía ilustrada de El Cordobés. Don Gustavo se dedica ahora a viajar por Europa en compañía de damas distinguidas y a enviar postales de catedrales.
Su sobrina Clara se casó con el banquero millonario, pero su unión apenas duró un año. La lista de sus amantes sigue siendo prolija, aunque encoge año a año, como su belleza. Ahora vive sola en el piso de la plaza Real del que cada día sale menos. Hubo un tiempo en que la visitaba, más porque Bea me recordaba su soledad y su mala suerte que por mi propio deseo. Con los años he visto brotar en ella una amargura que quiere vestir de ironía y despego. A veces creo que sigue esperando que aquel Daniel hechizado de quince años acuda a adorarla en la sombra. La presencia de Bea, o de cualquier otra mujer, la envenena. La última vez que la vi se buscaba las arrugas del rostro con las manos. Me cuentan que a veces aún ve a su antiguo profesor de música, Adrián Neri, cuya sinfonía sigue inacabada y que al parecer ha hecho carrera como
gigoló
entre las damas del círculo del Liceo, donde sus acrobacias de alcoba le han merecido el apodo de
La Flauta Mágica
.
Los años no fueron generosos con la memoria del inspector Fumero. Ni siquiera quienes le odiaban y le temían parecen recordarle ya. Hace años me tropecé en el paseo de Gracia con el teniente Palacios, que dejó el cuerpo y se dedica ahora a dar clases de educación física en un colegio de la Bonanova. Me contó que todavía hay una placa conmemorativa en honor a Fumero en los sótanos de la comisaría central de Vía Layetana, pero la nueva máquina expendedora de refrescos a monedas la tapa completamente.
En cuanto al caserón de los Aldaya, sigue allí, contra todo pronóstico. Finalmente, la inmobiliaria del señor Aguilar consiguió venderlo. Fue restaurado completamente y las estatuas de los ángeles reducidas a gravilla para cubrir la pista del aparcamiento que ocupa lo que fuera el jardín de los Aldaya. Hoy en día es una agencia de publicidad, dedicada a la creación y promoción de esa rara poesía de los calcetines de punto, los flanes en polvo y los deportivos para ejecutivos de altos vuelos. Tengo que confesar que un día, alegando razones inverosímiles, me presenté allí y solicité visitar la casa. La vieja biblioteca en la que estuve a punto de perder la vida es ahora una sala de juntas decorada con carteles de anuncios de desodorantes y detergentes con poderes milagrosos. La habitación donde Bea y yo concebimos a Julián es ahora el baño del director general.
Aquel día, al regresar a la librería después de visitar el antiguo palacete de los Aldaya, me encontré con un paquete en el correo que traía matasellos de París. Contenía un libro titulado
El ángel de brumas
, novela de un tal Boris Laurent. Dejé pasar las hojas al vuelo, sintiendo ese perfume mágico a promesa de los libros nuevos, y detuve la vista en el arranque de una frase al azar. Supe al instante quién la había escrito, y no me sorprendió regresar a la primera página y encontrar, en el trazo azul de aquella pluma que tanto había adorado de niño, la siguiente dedicatoria:
Para mi amigo Daniel, que me devolvió la voz y la pluma.
Y para Beatriz, que nos devolvió a ambos la vida.
Un hombre joven, tocado ya de algunas canas, camina por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derrama sobre la Rambla de Santa Mónica como una guirnalda de cobre líquido.
Lleva de la mano a un muchacho de unos diez años, la mirada embriagada de misterio ante la promesa que su padre le ha hecho al alba, la promesa del Cementerio de los Libros Olvidados.
—Julián, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. A nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquiere el muchacho a media voz.
Su padre suspira, amparado en esa sonrisa triste que le persigue por la vida.
—Claro que sí —responde—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Al poco, figuras de vapor, padre e hijo se confunden entre el gentío de las Ramblas, sus pasos para siempre perdidos en la sombra del viento.
CARLOS RUIZ ZAFÓN, nació en Barcelona en 1964. Se educó en el colegio de los jesuitas de San Ignacio de Sarrià, después se matriculó en Ciencias de la Información y ya en el primer año le surgió una oferta para trabajar en el mundo de la publicidad. Llegó a ser director creativo de una importante agencia de Barcelona hasta que en 1992 decidió abandonar la publicidad para consagrarse a la literatura.
Comenzó con literatura juvenil: su primera novela,
El príncipe de la niebla
, la publicó en 1993 y fue un éxito: obtuvo el premio Edebé. Carlos Ruiz Zafón, que desde pequeño había sentido fascinación por el cine y Los Ángeles, usó el dinero del galardón para cumplir su sueño y partió a Estados Unidos, donde se radicó; pasó allí los primeros años escribiendo guiones al tiempo que continuaba sacando nuevas novelas. Las tres siguientes también estuvieron dedicadas a lectores jóvenes:
El palacio de la medianoche
(1994),
Las luces de septiembre
(1995) (estas, con su primera novela, forman
La trilogía de la niebla
que posteriormente serían publicadas en un solo volumen) y
Marina
(1999).