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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

La sombra del viento (4 page)

Había opiniones para todos los gustos: unos le hacían muerto en aquel duelo y su cadáver abandonado en una tumba anónima; otros, más optimistas, preferían creer que Carax, complicado en algún asunto turbio, había tenido que abandonar a su prometida en el altar y huir de París para regresar a Barcelona. La tumba sin nombre nunca fue encontrada y poco después había circulado otra versión: Julián Carax, perseguido por la desgracia, había muerto en su ciudad natal en la más absoluta de las miserias. Las chicas del burdel donde tocaba el piano habían hecho una colecta para pagarle un entierro decente. Cuando llegó el giro, el cadáver ya había sido enterrado en una fosa común, junto con los cuerpos de mendigos y gente sin nombre que aparecían flotando en el puerto o que morían de frío en la escalera del metro.

Aunque sólo fuese por llevar la contraria, Monsieur Roquefort no olvidó a Carax. Once años después de haber descubierto
La casa roja
, decidió prestar la novela a sus dos alumnas con la esperanza de que tal vez aquel extraño libro las animase a adquirir el hábito de la lectura. Clara y Claudette eran por entonces dos quinceañeras con las venas ardiendo de hormonas y con el mundo guiñándoles el ojo desde las ventanas de la sala de estudio. Pese a los esfuerzos de su tutor, hasta el momento habían demostrado ser inmunes al encanto de los clásicos, las fábulas de Esopo o el verso inmortal de Dante Alighieri. Monsieur Roquefort, temiendo que su contrato fuese rescindido al descubrir la madre de Clara que sus labores docentes estaban formando dos analfabetas con la cabeza llena de pájaros, optó por pasarles la novela de Carax con el pretexto de que era una historia de amor de las que hacían llorar a moco tendido, lo cual era una verdad a medias.

4

—Jamás me había sentido atrapada, seducida y envuelta por una historia como la que narraba aquel libro —explicó Clara—. Hasta entonces para mí las lecturas eran una obligación, una especie de multa a pagar a maestros y tutores sin saber muy bien para qué. No conocía el placer de leer, de explorar puertas que se te abren en el alma, de abandonarse a la imaginación, a la belleza y al misterio de la ficción y del lenguaje. Todo eso para mí nació con aquella novela. ¿Has besado alguna vez a una chica, Daniel?

Se me atragantó el cerebelo y la saliva se me transformó en serrín.

—Bueno, eres muy joven todavía. Pero es esa misma sensación, esa chispa de la primera vez que no se olvida. Éste es un mundo de sombras, Daniel, y la magia es un bien escaso. Aquel libro me enseñó que leer podía hacerme vivir más y más intensamente, que podía devolverme la vista que había perdido. Sólo por eso, aquel libro que a nadie importaba cambió mi vida.

Llegado a este punto, yo había quedado reducido a pasmarote, a merced de aquella criatura cuyas palabras y cuyos encantos no tenía yo modo, ni ganas, de resistir. Deseé que nunca dejase de hablar, que su voz me envolviese para siempre y que su tío no regresara jamás a quebrar aquel instante que me pertenecía sólo a mí.

—Durante años busqué otros libros de Julián Carax —continuó Clara—. Preguntaba en bibliotecas, en librerías, en escuelas… siempre en vano. Nadie había oído hablar de él o de sus libros. No podía entenderlo. Más adelante llegó a oídos de Monsieur Roquefort una extraña historia acerca de un individuo que se dedicaba a recorrer librerías y bibliotecas en busca de obras de Julián Carax y que, si las encontraba, las compraba, robaba o conseguía por cualquier medio; acto seguido les prendía fuego. Nadie sabía quién era, ni por qué lo hacía. Un misterio más que sumar al propio enigma de Carax. Con el tiempo, mi madre decidió que quería regresar a España. Estaba enferma y su hogar y su mundo siempre habían sido Barcelona. Secretamente, yo albergaba la esperanza de poder averiguar algo sobre Carax aquí, puesto que al fin y al cabo Barcelona había sido la ciudad donde había nacido y donde había desaparecido para siempre al principio de la guerra. Lo único que encontré fueron vías muertas, y eso contando con la ayuda de mi tío. A mi madre, en su propia búsqueda, le ocurrió otro tanto. La Barcelona que encontró a su regreso ya no era la que había dejado atrás. Se encontró con una ciudad de tinieblas, en la que mi padre ya no vivía, pero que seguía embrujada por su recuerdo y su memoria en cada rincón. Como si no le bastase con aquella desolación, se empeñó en contratar a un individuo para que averiguase qué había sido exactamente de mi padre. Tras meses de investigaciones, todo lo que el investigador consiguió recuperar fue un reloj de pulsera roto y el nombre del hombre que había matado a mi padre en los fosos del castillo de Montjuïc. Se llamaba Fumero, Javier Fumero. Nos dijeron que este individuo, y no era el único, había empezado como pistolero a sueldo de la FAI y había flirteado con anarquistas, comunistas y fascistas, engañándolos a todos, vendiendo sus servicios al mejor postor y que, tras la caída de Barcelona, se había pasado al bando vencedor e ingresado en el cuerpo de policía. Hoy es un inspector famoso y condecorado. A mi padre no le recuerda nadie. Como puedes imaginarte, mi madre se apagó en apenas unos meses. Los médicos dijeron que era el corazón, y yo creo que por una vez acertaron. A la muerte de mi madre me fui a vivir con mi tío Gustavo, que era el único pariente que le quedaba a mi madre en Barcelona. Yo le adoraba, porque siempre me traía libros de regalo cuando venía a visitarnos. Él ha sido mi única familia, y mi mejor amigo, todos estos años. Aunque le veas así, un poco arrogante, en realidad tiene el alma de pan bendito. Todas las noches sin falta, aunque se caiga de sueño, me lee un rato.

—Si quiere usted, yo podría leer para usted —apunté solícito, arrepintiéndome al instante de mi osadía, convencido de que para Clara mi compañía sólo podía suponer un engorro, cuando no un chiste.

—Gracias, Daniel —repuso ella—. Me encantaría.

—Cuando usted quiera.

Asintió lentamente, buscándome con su sonrisa.

—Lamentablemente, no conservo aquel ejemplar de
La casa roja
—dijo—. Monsieur Roquefort se negó a desprenderse de él. Podría intentar contarte el argumento, pero sería como describir una catedral diciendo que es un montón de piedras que acaban en punta.

—Estoy seguro de que usted lo contaría mucho mejor que eso —murmuré.

Las mujeres tienen un instinto infalible para saber cuándo un hombre se ha enamorado de ellas perdidamente, especialmente si el varón en cuestión es tonto de capirote y menor de edad. Yo cumplía todos los requisitos para que Clara Barceló me enviase a paseo, pero preferí creer que su condición de invidente me garantizaba cierto margen de seguridad y que mi crimen, mi total y patética devoción por una mujer que me doblaba en edad, inteligencia y estatura, permanecería en la sombra. Me preguntaba qué podía ella ver en mí como para ofrecerme su amistad, sino acaso un pálido reflejo de ella misma, un eco de soledad y pérdida. En mis sueños de colegial siempre seríamos dos fugitivos cabalgando a lomos de un libro, dispuestos a escaparse a través de mundos de ficción y sueños de segunda mano.

Cuando Barceló regresó arrastrando una sonrisa felina habían pasado dos horas que a mí me habían sabido a dos minutos. El librero me tendió el libro y me guiñó el ojo.

—Míralo bien, albondiguilla, que luego no quiero que me vengas con que te he pegado el cambiazo, ¿eh?

—Me fío de usted —apunté.

—Valiente bobada. Al último interfecto que me vino con eso (turista yanqui él, convencido de que la fabada la había inventado Hemingway en los San Fermines) le vendí un
Fuenteovejuna
firmado por Lope de Vega a bolígrafo, fíjate tú, así que ándate con ojo, que en este negocio de los libros no te puedes fiar ni del índice.

Anochecía cuando salimos de nuevo a la calle Canuda. Una brisa fresca peinaba la ciudad, y Barceló se quitó el gabán para ponérselo sobre los hombros a Clara. No viendo oportunidad más idónea en ciernes, dejé caer como quien no quiere la cosa que si les parecía bien, podía pasarme al día siguiente por su domicilio a leer en voz alta algunos capítulos de
La Sombra del Viento
para Clara. Barceló me miró de reojo y soltó una carcajada seca a mi costa.

—Chaval, que te embalas —masculló, aunque su tono delataba su beneplácito.

—Bueno, si no les va bien, quizá otro día o…

—Clara tiene la palabra —dijo el librero—. En el piso ya tenemos siete gatos y dos cacatúas. No vendrá de una alimaña más o menos.

—Te espero entonces mañana a eso de las siete —concluyó Clara—. ¿Sabes la dirección?

5

Hubo un tiempo, de niño, en que quizá por haber crecido rodeado de libros y libreros, decidí que quería ser novelista y llevar una vida de melodrama. La raíz de mi ensoñación literaria, además de esa maravillosa simplicidad con que todo se ve a los cinco años, era una prodigiosa pieza de artesanía y precisión que estaba expuesta en una tienda de plumas estilográficas en la calle de Anselmo Clavé, justo detrás del Gobierno Militar. El objeto de mi devoción, una suntuosa pluma negra ribeteada con sabía Dios cuántas exquisiteces y rúbricas, presidía el escaparate como si se tratase de una de las joyas de la corona. El plumín, un prodigio en sí mismo, era un delirio barroco de plata, oro y mil pliegues que relucía como el faro de Alejandría. Cuando mi padre me sacaba de paseo, yo no callaba hasta que me llevaba a ver la pluma. Mi padre decía que aquélla debía de ser, por lo menos, la pluma de un emperador. Yo, secretamente, estaba convencido de que con semejante maravilla se podía escribir cualquier cosa, desde novelas hasta enciclopedias, e incluso cartas cuyo poder tenía que estar por encima de cualquier limitación postal. En mi ingenuidad, creía que lo que yo pudiese escribir con aquella pluma llegaría a todas partes, incluido aquel sitio incomprensible al que mi padre decía que mi madre había ido y del que no volvía nunca.

Un día se nos ocurrió entrar en la tienda a preguntar por el dichoso artilugio. Resultó ser que aquélla era la reina de las estilográficas, una Montblanc Meinsterstück de serie numerada, que había pertenecido, o eso aseguraba el encargado con solemnidad, nada menos que a Víctor Hugo. De aquel plumín de oro, fuimos informados, había brotado el manuscrito de
Los miserables
.

—Tal y como el Vichy Catalán brota del manantial de Caldas —atestiguó el encargado.

Según nos dijo, la había adquirido personalmente a un coleccionista venido de París y se había asegurado de la autenticidad de la pieza.

—¿Y qué precio tiene este caudal de prodigios, si no es mucho preguntar? —inquirió mi padre.

La sola mención de la cifra le quitó el color de la cara, pero yo estaba ya encandilado de remate. El encargado, tomándonos quizá por catedráticos de física, procedió a endosarnos un galimatías incomprensible sobre las aleaciones de metales preciosos, esmaltes del Lejano Oriente y una revolucionaria teoría sobre émbolos y vasos comunicantes, todo ello parte de la ignota ciencia teutona que sostenía el trazo glorioso de aquel adalid de la tecnología gráfica. En su favor tengo que decir que, pese a que debíamos tener pinta de pelagatos, el encargado nos dejó manosear la pluma cuanto quisimos, la llenó de tinta para nosotros y me ofreció un pergamino para que pudiese anotar mi nombre y así iniciar mi carrera literaria a la zaga de Víctor Hugo. Luego, tras darle con un paño para sacarle de nuevo el lustre, la devolvió a su trono de honor.

—Quizá otro día —musitó mi padre.

Una vez en la calle, me dijo con voz mansa que no nos podíamos permitir su precio. La librería daba lo justo para mantenernos y enviarme a un buen colegio. La pluma Montblanc del augusto Víctor Hugo tendría que esperar. Yo no dije nada, pero mi padre debió de leer la decepción en mi rostro.

—Haremos una cosa —propuso—. Cuando ya tengas edad de empezar a escribir, volvemos y la compramos.

—¿Y si se la llevan antes?

—Ésta no se la lleva nadie, créeme. Y si no, le pedimos a don Federico que nos haga una, que ese hombre tiene las manos de oro.

Don Federico era el relojero del barrio, cliente ocasional de la librería y probablemente el hombre más educado y cortés de todo el hemisferio occidental. Su reputación de manitas llegaba desde el barrio de la Ribera hasta el mercader del Ninot. Otra reputación le acechaba, ésta de índole menos decorosa y relativa a su predilección erótica por efebos musculados del lumpen más viril y a cierta afición por vestirse de Estrellita Castro.

—¿Y si a don Federico no se le da lo de la pluma? —inquirí con divina inocencia.

Mi padre enarcó una ceja, quizá temiendo que aquellos rumores maledicentes me hubiesen maleado la inocencia.

—Don Federico de todo lo que sea alemán entiende un rato y es capaz de hacer un Volkswagen, si hace falta. Además, habría que ver si ya existían las estilográficas en tiempos de Víctor Hugo. Hay mucho vivo suelto.

A mí, el escepticismo historicista de mi padre me resbalaba. Yo creía la leyenda a pies juntillas, aunque no veía con malos ojos que don Federico me fabricase un sucedáneo. Tiempo habría para ponerse a la altura de Víctor Hugo. Para mi consuelo, y tal como había predicho mi padre, la pluma Montblanc permaneció durante años en aquel escaparate, que visitábamos religiosamente cada sábado por la mañana.

—Aún está ahí —decía yo, maravillado.

—Te espera —decía mi padre—. Sabe que algún día será tuya y que escribirás una obra maestra con ella.

—Yo quiero escribir una carta. A mamá. Para que no se sienta sola.

Mi padre me observó sin pestañear.

—Tu madre no está sola, Daniel. Está con Dios. Y con nosotros, aunque no podamos verla.

Esa misma teoría me había expuesto en el colegio el padre Vicente, un jesuita veterano que tenía la mano rota para explicar todos los misterios del universo —desde el gramófono hasta el dolor de muelas— citando el Evangelio según san Mateo, pero en boca de mi padre sonaba a que aquello no se lo creían ni las piedras.

—¿Y Dios para qué la quiere?

—No lo sé. Si algún día le vemos, se lo preguntaremos.

Con el tiempo deseché la idea de la carta y supuse que, ya puestos, sería más práctico empezar con la obra maestra. A falta de la pluma, mi padre me prestó un lápiz Staedtler del número dos con el que garabateaba en un cuaderno. Mi historia, casualmente, giraba en torno a una prodigiosa pluma estilográfica de pasmoso parecido con la de la tienda y que, además, estaba embrujada. Más concretamente, la pluma estaba poseída por el alma torturada de un novelista que había muerto de hambre y frío, y que había sido su dueño. Al caer en manos de un aprendiz, la pluma se empeñaba en plasmar en el papel la última obra que el autor no había podido terminar en vida. No recuerdo de dónde la copié o de dónde vino, pero lo cierto es que nunca volví a tener una idea semejante. Mis intentos de plasmarla en la página, sin embargo, resultaron desastrosos. Una anemia de invención plagaba mi sintaxis y mis vuelos metafóricos me recordaban a los de los anuncios de baños efervescentes para pies que acostumbraba a leer en las paradas de los tranvías. Yo culpaba al lápiz y ansiaba la pluma que habría de convertirme en un maestro. Mi padre seguía mis accidentados progresos con una mezcla de orgullo y preocupación.

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