Me limité a negar, incapaz de quitar la mirada de aquella criatura con tez de muñeca de porcelana y ojos blancos, los ojos más tristes que he visto jamás.
—En realidad, la experta en Julián Carax es Clara, por eso la he traído —dijo Barceló—. Es más, pensándolo bien, creo que con vuestro permiso yo me voy a retirar a otra sala a inspeccionar este volumen mientras vosotros habláis de vuestras cosas. ¿Os parece?
Le miré, atónito. El librero, pirata hasta la sepultura y ajeno a mis reservas, se limitó a darme una palmadita en la espalda y partió con mi libro bajo el brazo.
—Le has impresionado, ¿sabes? —dijo la voz a mi espalda.
Me volví para descubrir la sonrisa leve de la sobrina del librero, tanteando en el vacío. Tenía la voz de cristal, transparente y tan frágil que me pareció que sus palabras se quebrarían si la interrumpía a media frase.
—Mi tío me ha dicho que te ofreció una buena suma por el libro de Carax, pero que tú la rechazaste —añadió Clara—. Te has ganado su respeto.
—Cualquiera lo diría —suspiré.
Observé que Clara ladeaba la cabeza al sonreír y que sus dedos jugueteaban con un anillo que parecía una guirnalda de zafiros.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Casi once años —respondí—. ¿Y usted?
Clara rió ante mi insolente inocencia.
—Casi el doble, pero tampoco es como para que me trates de usted.
—Parece usted más joven —apunté, intuyendo que aquello podía ser una buena salida a mi indiscreción.
—Me fiaré de ti entonces, porque yo no sé qué aspecto tengo —repuso, sin abandonar su sonrisa a media vela—. Pero si te parezco más joven, razón de más para que me trates de tú.
—Lo que usted diga, señorita Clara.
Observé detenidamente sus manos abiertas como alas sobre su regazo, su talle frágil insinuándose bajo los pliegues de alpaca, el dibujo de sus hombros, la extrema palidez de su garganta y el cierre de sus labios, que hubiera querido acariciar con la yema de los dedos. Nunca antes había tenido la oportunidad de examinar a una mujer tan de cerca y con tanta precisión sin temor a encontrarme con su mirada.
—¿Qué miras? —preguntó Clara, no sin cierta malicia.
—Su tío dice que es usted una experta en Julián Carax —improvisé, con la boca seca.
—Mi tío sería capaz de decir cualquier cosa con tal de pasar un rato a solas con un libro que le fascine —adujo Clara—. Pero tú debes preguntarte cómo alguien que está ciego puede ser experto en libros si no los puede leer.
—No se me había ocurrido, la verdad.
—Para tener casi once años no mientes mal. Vigila, o acabarás como mi tío.
Temiendo meter la pata por enésima vez, me limité a permanecer sentado en silencio, contemplándola embobado.
—Anda, acércate —dijo ella.
—¿Perdón?
—Acércate sin miedo. No te voy a comer.
Me incorporé de la silla y me aproximé hasta donde Clara estaba sentada. La sobrina del librero alzó la mano derecha, buscándome a tientas. Sin saber bien cómo debía proceder, hice otro tanto y le ofrecí mi mano. La tomó en su mano izquierda, y Clara me ofreció en silencio su derecha. Comprendí instintivamente lo que me pedía, y la guié hasta mi rostro. Su tacto era firme y delicado a un tiempo. Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pómulos. Permanecí inmóvil, casi sin atreverme a respirar, mientras Clara leía mis facciones con sus manos. Mientras lo hacía, sonreía para sí y pude advertir que sus labios se entrecerraban, como murmurando en silencio. Sentí el roce de sus manos en la frente, en el pelo y en los párpados. Se detuvo sobre mis labios, dibujándolos en silencio con el índice y el anular. Los dedos le olían a canela. Tragué saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la brava y agradeciendo a la divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi sonrojo, que hubiera bastado para prender un habano a un palmo de distancia.
Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me robó el corazón, la respiración y el sueño. Al amparo de la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi piel una maldición que habría de perseguirme durante años. Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explicó su historia y cómo ella había tropezado, también por casualidad, con las páginas de Julián Carax. El accidente había tenido lugar en un pueblo de la Provenza. Su padre, abogado de prestigio vinculado al gabinete del presidente Companys, había tenido la clarividencia de enviar a su hija y a su esposa a vivir con su hermana al otro lado de la frontera al inicio de la guerra civil. No faltó quien opinase que aquello era una exageración, que en Barcelona no iba a pasar nada y que en España, cuna y pináculo de la civilización cristiana, la barbarie era cosa de los anarquistas, y estos, en bicicleta y con parches en los calcetines, no podían llegar muy lejos. Los pueblos no se miran nunca en el espejo, decía siempre el padre de Clara, y menos con una guerra entre las cejas. El abogado era un buen lector de la historia y sabía que el futuro se leía en las calles, las factorías y los cuarteles con más claridad que en la prensa de la mañana. Durante meses les escribió todas las semanas. Al principio lo hacía desde el bufete de la calle Diputación, luego sin remite y, finalmente, a escondidas, desde una celda en el castillo de Montjuïc donde, como a tantos, nadie le vio entrar y de donde nunca volvió a salir.
La madre de Clara leía las cartas en voz alta, disimulando mal el llanto y saltándose los párrafos que su hija intuía sin necesidad de leerlos. Más tarde, a medianoche, Clara convencía a su prima Claudette para que le leyese de nuevo las cartas de su padre en su integridad. Así era cómo Clara leía, con ojos de prestado. Nadie la vio nunca derramar una lágrima, ni cuando dejaron de recibir correspondencia del abogado ni cuando las noticias de la guerra hicieron suponer lo peor.
—Mi padre sabía desde el principio lo que iba a pasar —explicó Clara—. Permaneció al lado de sus amigos porque pensaba que ésa era su obligación. Le mató la lealtad a gentes que, cuando les llegó la hora, le traicionaron. Nunca te fíes de nadie, Daniel, especialmente de la gente a la que admiras. Esos son los que te pegarán las peores puñaladas.
Clara pronunciaba estas palabras con una dureza que parecía forjada en años de secreto y sombra. Me perdí en su mirada de porcelana, ojos sin lágrimas ni engaños, escuchándola hablar de cosas que por entonces yo no entendía. Clara describía personas, escenarios y objetos que nunca había visto con sus propios ojos con un detalle y una precisión de maestro de la escuela flamenca. Su idioma eran las texturas y los ecos, el color de las voces, el ritmo de los pasos. Me explicó cómo, durante los años del exilio en Francia, ella y su prima Claudette habían compartido un tutor y maestro particular, un cincuentón borrachín con ínfulas de literato que alardeaba de poder recitar la
Eneida
de Virgilio en latín sin acento y al que habían apodado como Monsieur Roquefort en virtud del peculiar aroma que su persona destilaba pese a los baños romanos de colonia y perfume con que adobaba su pantagruélica persona. Monsieur Roquefort, pese a sus notables peculiaridades (entre las que destacaba una firme y militante convicción de que el embutido y en particular las morcillas que Clara y su madre recibían de los parientes de España eran mano de santo para la circulación y el mal de gota), era hombre de gustos refinados. Desde joven viajaba a París una vez al mes para enriquecer su acervo cultural con las últimas novedades literarias, visitar museos y, se rumoreaba, pasar una noche de asueto en brazos de una
nínfula
a la que había bautizado como madame Bovary pese a que se llamaba Hortense y tenía cierta propensión al vello facial. En sus excursiones culturales, Monsieur Roquefort solía frecuentar un puesto de libros usados apostado frente a Notre-Dame y fue allí donde, por casualidad, se tropezó una tarde de 1929 con una novela de un autor desconocido, un tal Julián Carax. Siempre abierto a las novedades, Monsieur Roquefort adquirió el libro más que nada porque el título le resultaba sugerente y él siempre acostumbraba a leer algo ligero en el tren de vuelta. La novela llevaba por título
La casa roja
, y en la contraportada aparecía una imagen borrosa del autor, quizá una fotografía o un apunte al carbón. Según el texto biográfico, Julián Carax era un joven de veintisiete años que había nacido con el siglo en la ciudad de Barcelona y ahora vivía en París, escribía en francés y ejercía profesionalmente como pianista nocturno en un local de alterne. El texto de la sobrecubierta, pomposo y apolillado al gusto de la época, proclamaba en prosa prusiana que aquélla era la primera obra de un valor deslumbrante, un talento proteico e insigne, promesa de futuro para las letras europeas sin parangón en el mundo de los vivos. Con todo, la sinopsis referida a continuación daba a entender que la historia contenía elementos vagamente siniestros y de tono folletinesco, lo cual a ojos de Monsieur Roquefort siempre era un punto a favor, porque a él, después de los clásicos, lo que más le gustaba eran las intrigas de crimen y alcoba.
La casa roja
relataba la atormentada vida de un misterioso individuo que asaltaba jugueterías y museos para robar muñecos y títeres, a los que posteriormente arrancaba los ojos y llevaba a su vivienda, un fantasmal invernadero abandonado a orillas del Sena. Al irrumpir una noche en una mansión suntuosa de la avenue Foix para diezmar la colección privada de muñecos de un magnate enriquecido a través de turbias artimañas durante la revolución industrial, su hija, una señorita de la buena sociedad parisina, muy leída y fina ella, se enamoraba del ladrón. A medida que avanzaba el tortuoso romance, plagado de incidencias escabrosas y episodios a media luz, la heroína desentrañaba el misterio que llevaba al enigmático protagonista, que nunca revelaba su nombre, a cegar a los muñecos, descubría un horrible secreto sobre su propio padre y su colección de figuras de porcelana y se hundía inevitablemente en un final de tragedia gótica sin cuento.
Monsieur Roquefort, que era un corredor de fondo en las lides literarias y que se enorgullecía de poseer una amplia colección de cartas firmadas por todos los editores de París rechazando los tomos de verso y prosa que él les enviaba sin tregua, identificó la editorial que había publicado la novela como una casa del tres al cuarto, conocida, si acaso, por sus tomos de cocina, costura y otras artes del hogar. El dueño del puesto de libros usados le contó que la novela había salido apenas y que había conseguido arrancar un par de reseñas en dos diarios de provincias, junto a las notas necrológicas. En pocas líneas, los críticos se habían despachado a gusto y habían recomendado al novel Carax que no dejase su empleo de pianista, porque en la literatura estaba claro que no iba a dar la nota. Monsieur Roquefort, a quien se le ablandaba el corazón y el bolsillo ante las causas perdidas, decidió invertir medio franco y se llevó la novela del tal Carax junto con una edición exquisita del gran maestro, de quien se sentía heredero por reconocer, Gustave Flaubert.
El tren a Lyon iba repleto hasta los topes y Monsieur Roquefort no tuvo más remedio que compartir su cabina de segunda clase con un par de religiosas que, tan pronto dejaron atrás la estación de Austerlitz, no cesaron de lanzarle miradas de reprobación, murmurando por lo bajo. Ante semejante escrutinio, el maestro optó por rescatar aquella novela de su cartera y parapetarse tras sus páginas. Cuál fue su sorpresa cuando, cientos de kilómetros más tarde, descubrió que había olvidado a las hermanas, el vaivén del tren y el paisaje que se deslizaba como un mal sueño de los hermanos Lumière tras las ventanas del tren. Leyó toda la noche, ajeno a los ronquidos de las religiosas y a las estaciones fugaces en la niebla. Girando la última página al despuntar el alba, Monsieur Roquefort descubrió que tenía lágrimas en los ojos y el corazón envenenado de envidia y asombro.
Aquel mismo lunes, Monsieur Roquefort llamó a la editorial de París para solicitar información sobre el tal Julián Carax. Tras mucha insistencia, una telefonista de tono asmático y disposición virulenta le respondió que el señor Carax no tenía dirección conocida, que de todos modos ya no estaba en tratos con la editorial en cuestión y que la novela
La casa roja
había vendido exactamente setenta y siete ejemplares desde el día de su publicación, presumiblemente adquiridos en su mayoría por las señoritas de virtud fácil y otros habituales del local donde el autor desgranaba nocturnos y polonesas por unas monedas. El resto de ejemplares habían sido devueltos y transformados en pasta de papel para imprimir misales, multas y billetes de lotería. La mísera fortuna del misterioso autor acabó por conquistar las simpatías de Monsieur Roquefort. Durante los siguientes diez años, en cada una de sus visitas a París, recorrería librerías de viejo en busca de más obras de Julián Carax. Nunca encontró ninguna. Casi nadie había oído hablar del autor, y a los que les sonaba, poco sabían. Había quien afirmaba que había publicado algunos libros más, siempre en editoriales de poca monta y con tirajes irrisorios. Esos libros, si realmente existían, eran imposibles de encontrar. Un librero afirmó una vez haber tenido en sus manos un ejemplar de una novela de Julián Carax llamada
El ladrón de catedrales
pero de eso hacía ya tiempo y no estaba del todo seguro. A finales de 1935 le llegaron noticias de que una nueva novela de Julián Carax,
La Sombra del Viento
, había sido publicada por una pequeña editorial de París. Escribió a la editorial para adquirir varios ejemplares. Nunca recibió contestación. Al año siguiente, en la primavera del 36, su antiguo amigo en el puesto de libros en la orilla sur del Sena le preguntó si seguía interesado en Carax. Monsieur Roquefort afirmó que él nunca se rendía. Era ya cuestión de tozudez: si el mundo se empeñaba en enterrar a Carax en el olvido, a él no le daba la gana de pasar por el aro. Su amigo le explicó que semanas atrás había circulado un rumor acerca de Carax. Parecía que por fin su suerte había cambiado. Iba a contraer matrimonio con una dama de buena posición y había publicado una nueva novela después de varios años de silencio que, por primera vez, había recibido una reseña favorable en
Le Monde
. Pero justo cuando parecía que los vientos iban a cambiar de rumbo, explicó el librero, Carax se había visto complicado en un duelo en el cementerio de Père Lachaise. Las circunstancias que rodearon este suceso no estaban claras. Cuanto se sabía era que el duelo había tenido lugar al alba del día en que Carax tenía que contraer matrimonio, y que el novio nunca se presentó en la iglesia.