En una ocasión oí comentar a un cliente habitual en la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra memoria al que, tarde o temprano —no importa cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos, cuánto aprendamos u olvidemos—, vamos a regresar. Para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre los pasillos del Cementerio de los Libros Olvidados.
1945-1949
Un secreto vale lo que aquellos de quienes tenemos que guardarlo. Al despertar, mi primer impulso fue hacer partícipe de la existencia del Cementerio de los Libros Olvidados a mi mejor amigo. Tomás Aguilar era un compañero de estudios que dedicaba su tiempo libre y su talento a la invención de artilugios ingeniosísimos pero de escasa aplicación práctica, como el dardo aerostático o la peonza dinamo. Nadie mejor que Tomás para compartir aquel secreto. Soñando despierto me imaginaba a mi amigo Tomás y a mí pertrechados ambos de linternas y brújula prestos a desvelar los secretos de aquella catacumba bibliográfica. Luego, recordando mi promesa, decidí que las circunstancias aconsejaban lo que en las novelas de intriga policial se denominaba otro modus operandi. Al mediodía abordé a mi padre para cuestionarle acerca de aquel libro y de Julián Carax, que en mi entusiasmo había imaginado célebres en todo el mundo. Mi plan era hacerme con todas sus obras y leérmelas de cabo a rabo en menos de una semana. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que mi padre, librero de casta y buen conocedor de los catálogos editoriales, jamás había oído hablar de
La Sombra del Viento
de Julián Carax. Intrigado, mi padre inspeccionó la página con los datos de la edición.
—Según esto, este ejemplar forma parte de una edición de dos mil quinientos ejemplares impresa en Barcelona, por Cabestany Editores, en diciembre de 1935.
—¿Conoces esa editorial?
—Cerró hace años. Pero la edición original no es ésta, sino otra de noviembre del mismo año, pero impresa en París… La editorial es Galliano & Neuval. No me suena.
—Entonces, ¿el libro es una traducción? —pregunté, desconcertado.
—No menciona que lo sea. Por lo que aquí se ve, el texto es original.
—¿Un libro en castellano, editado primero en Francia?
—No será la primera vez, con los tiempos que corren —adujo mi padre—. A lo mejor Barceló nos puede ayudar…
Gustavo Barceló era un viejo colega de mi padre, dueño de una librería cavernosa en la calle Fernando que capitaneaba la flor y nata del gremio de libreros de viejo. Vivía perpetuamente adherido a una pipa apagada que desprendía efluvios de mercado persa y se describía a sí mismo como el último romántico. Barceló sostenía que en su linaje había un lejano parentesco con lord Byron, pese a que él era natural de la localidad de Caldas de Montbuy. Quizá con ánimo de evidenciar esta conexión, Barceló vestía invariablemente al uso de un dandi decimonónico, luciendo fular, zapatos de charol blanco y un monóculo sin graduación que según las malas lenguas no se quitaba ni en la intimidad del retrete. En realidad, el parentesco más significativo en su haber era el de su progenitor, un industrial que se había enriquecido por medios más o menos turbios a finales del siglo XIX. Según me explicó mi padre, Gustavo Barceló estaba, técnicamente, forrado, y lo de la librería era más pasión que negocio. Amaba los libros sin reserva y, aunque él lo negaba rotundamente, si alguien entraba en su librería y se enamoraba de un ejemplar cuyo precio no podía costearse, lo rebajaba hasta donde fuese necesario, o incluso lo regalaba si estimaba que el comprador era un lector de casta y no un diletante mariposón. Al margen de estas peculiaridades, Barceló poseía una memoria de elefante y una pedantería que no desmerecía en porte o sonoridad, pero si alguien sabía de libros extraños, era él. Aquella tarde, después de cerrar la tienda, mi padre sugirió que nos acercásemos hasta el café de Els Quatre Gats en la calle Montsió, donde Barceló y sus compinches mantenían una tertulia bibliófila sobre poetas malditos, lenguas muertas y obras maestras abandonadas a merced de la polilla.
Els Quatre Gats quedaba a tiro de piedra de casa y era uno de mis rincones predilectos de toda Barcelona. Allí se habían conocido mis padres en el año 32, y yo atribuía en parte mi billete de ida por la vida al encanto de aquel viejo café. Dragones de piedra custodiaban la fachada enclavada en un cruce de sombras y sus farolas de gas congelaban el tiempo y los recuerdos. En el interior, las gentes se fundían con los ecos de otras épocas. Contables, soñadores y aprendices de genio compartían mesa con el espejismo de Pablo Picasso, Isaac Albéniz, Federico García Lorca o Salvador Dalí. Allí, cualquier pelagatos podía sentirse por unos instantes figura histórica por el precio de un cortado.
—Hombre, Sempere —proclamó Barceló al ver entrar a mi padre—, el hijo pródigo. ¿A qué se debe el honor?
—El honor se lo debe usted a mi hijo Daniel, don Gustavo, que acaba de hacer un descubrimiento.
—Pues vengan a sentarse con nosotros, que esta efeméride hay que celebrarla —proclamó Barceló.
—¿Efemérides? —le susurré a mi padre.
—Barceló se expresa sólo en esdrújulas —respondió mi padre a media voz—. Tú no digas nada, que se envalentona.
Los contertulios nos hicieron sitio en su círculo y Barceló, que gustaba de mostrarse espléndido en público, insistió en invitarnos.
—¿Qué edad tiene el mozalbete? —inquirió Barceló, mirándome de reojo.
—Casi once años —declaré. Barceló me sonrió, socarrón.
—O sea, diez. No te pongas años de más, sabandijilla, que ya te los pondrá la vida.
Varios de los contertulios murmuraron su asentimiento. Barceló hizo señas a un camarero con aspecto inminente de ser declarado monumento histórico para que se acercase a tomar nota.
—Un coñac para mi amigo Sempere, del bueno, y para el retoño una leche merengada, que tiene que crecer. Ah, y traiga unos taquitos de jamón, pero que no sean como los de antes, ¿eh?, que para caucho ya está la casa Pirelli —rugió el librero.
El camarero asintió y partió, arrastrando los pies y el alma.
—Lo que yo digo —comentó el librero—. ¿Cómo va a haber trabajo? Si en este país no se jubila la gente ni después de muerta. Mire usted al Cid. Si es que no hay remedio.
Barceló saboreó su pipa apagada, su mirada aguileña escrutando con interés el libro que yo sostenía en las manos. Pese a su fachada farandulera y a tanta palabrería, Barceló podía oler una buena presa como un lobo huele la sangre.
—A ver —dijo Barceló, fingiendo desinterés—. ¿Qué me traen ustedes?
Le dirigí una mirada a mi padre. Él asintió. Sin más preámbulo, le tendí el libro a Barceló. El librero lo tomó con mano experta. Sus dedos de pianista rápidamente exploraron textura, consistencia y estado. Exhibiendo su sonrisa florentina, Barceló localizó la página de edición y la inspeccionó con intensidad policial por espacio de un minuto. Los demás le observaban en silencio, como si esperasen un milagro o permiso para respirar de nuevo.
—Carax. Interesante —murmuró con tono impenetrable.
Tendí de nuevo mi mano para recuperar el libro. Barceló arqueó las cejas, pero me lo devolvió con una sonrisa glacial.
—¿Dónde lo has encontrado, chavalín?
—Es un secreto —repliqué, sabiendo que mi padre debía de estar sonriendo por dentro.
Barceló frunció el ceño y desvió la mirada hacia mi padre.
—Amigo Sempere, porque es usted y por todo el aprecio que le tengo y en honor a la larga y profunda amistad que nos une como a hermanos, dejémoslo en cuarenta duros y no se hable más.
—Eso lo va a tener que discutir con mi hijo —adujo mi padre—. El libro es suyo.
Barceló me ofreció una sonrisa lobuna.
—¿Qué me dices, muchachete? Cuarenta duros no está mal para una primera venta… Sempere, este chico suyo hará carrera en este negocio.
Los contertulios le rieron la gracia. Barceló me miró complacido, sacando su billetero de piel. Contó los cuarenta duros, que para aquel entonces eran toda una fortuna, y me los tendió. Yo me limité a negar en silencio. Barceló frunció el ceño.
—Mira que la codicia es pecado mortal de necesidad, ¿eh? —adujo—. Venga, sesenta duros y te abres una cartilla de ahorro, que a tu edad ya hay que pensar en el futuro.
Negué de nuevo. Barceló le lanzó una mirada airada a mi padre a través de su monóculo.
—A mí no me mire —dijo mi padre—. Yo aquí sólo vengo de acompañante.
Barceló suspiró y me observó detenidamente.
—A ver, niño, pero ¿tú qué es lo que quieres?
—Lo que quiero es saber quién es Julián Carax, y dónde puedo encontrar otros libros que haya escrito.
Barceló rió por lo bajo y enfundó de nuevo su billetera, reconsiderando a su adversario.
—Vaya, un académico. Sempere, pero ¿qué le da usted de comer a este crío? —bromeó.
El librero se inclinó hacia mí con tono confidencial y, por un instante, me pareció entrever en su mirada un cierto respeto que no había estado allí momentos atrás.
—Haremos un trato —me dijo—. Mañana domingo, por la tarde, te pasas por la biblioteca del Ateneo y preguntas por mí. Tú te traes tu libro para que lo pueda examinar bien, y yo te cuento lo que sé de Julián Carax.
Quid pro quo
.
—
¿Quid pro
qué?
—Latín, chaval. No hay lenguas muertas, sino cerebros aletargados. Parafraseando, significa que no hay duros a cuatro pesetas, pero que me has caído bien y te voy a hacer un favor.
Aquel hombre destilaba una oratoria capaz de aniquilar las moscas al vuelo, pero sospeché que si quería averiguar algo sobre Julián Carax, más me valdría quedar en buenos términos con él. Le sonreí beatíficamente, mostrando mi deleite con los latinajos y su verbo fácil.
—Recuerda, mañana, en el Ateneo —sentenció el librero—. Pero trae el libro, o no hay trato.
—De acuerdo.
La conversación se desvaneció lentamente en el murmullo de los demás contertulios, derivando hacia la discusión de unos documentos encontrados en los sótanos de El Escorial que sugerían la posibilidad de que don Miguel de Cervantes no había sido sino el seudónimo literario de una velluda mujerona toledana. Barceló, ausente, no participó en el debate bizantino y se limitó a observarme desde su monóculo con una sonrisa velada. O quizá tan sólo miraba el libro que yo sostenía en las manos.
Aquel domingo, las nubes habían resbalado del cielo y las calles yacían sumergidas bajo una laguna de neblina ardiente que hacía sudar los termómetros en las paredes. A media tarde, rondando ya los treinta grados, partí rumbo a la calle Canuda para mi cita con Barceló en el Ateneo con mi libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era —y aún es— uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavía no ha recibido noticias de su jubilación. La escalinata de piedra ascendía desde un patio palaciego hasta una retícula fantasmal de galerías y salones de lectura donde invenciones como el teléfono, la prisa o el reloj de muñeca resultaban anacronismos futuristas. El portero, o quizá tan sólo fuera una estatua de uniforme, apenas pestañeó a mi llegada. Me deslicé hasta el primer piso, bendiciendo las aspas de un ventilador que susurraba entre lectores adormecidos derritiéndose como cubitos de hielo sobre sus libros y diarios.
La silueta de don Gustavo Barceló se recortaba junto a las cristaleras de una galería que daba al jardín interior del edificio. Pese a la atmósfera casi tropical, el librero vestía sus habituales galas de figurín y su monóculo brillaba en la penumbra como una moneda en el fondo de un pozo, junto a él distinguí una figura enfundada en un vestido de alpaca blanca que se me antojó un ángel esculpido en brumas. Al eco de mis pasos, Barceló entornó la mirada y me hizo un ademán para que me aproximase.
—Daniel, ¿verdad? —preguntó el librero—. ¿Has traído el libro?
Asentí por duplicado y acepté la silla que Barceló me brindaba junto a él y a su misteriosa acompañante. Durante varios minutos, el librero se limitó a sonreír plácidamente, ajeno a mi presencia. Al poco abandoné toda esperanza de que me presentase a quien fuera que fuese la dama de blanco. Barceló se comportaba como si ella no estuviese allí y ninguno de los dos pudiese verla. La observé de reojo, temeroso de encontrar su mirada, que seguía perdida en ninguna parte. Su rostro y sus brazos vestían una piel pálida, casi traslúcida. Tenía los rasgos afilados, dibujados a trazo firme bajo una cabellera negra que brillaba como piedra humedecida. Le calculé unos veinte años a lo sumo, pero algo en su porte y en el modo en que el alma parecía caerle a los pies, como las ramas de un sauce, me hizo pensar que no tenía edad. Parecía atrapada en ese estado de perpetua juventud reservado a los maniquís en los escaparates de postín. Estaba intentando leerle el pulso bajo aquella garganta de cisne cuando advertí que Barceló me observaba fijamente.
—Entonces, ¿vas a decirme dónde encontraste ese libro? —preguntó.
—Lo haría, pero prometí a mi padre guardar el secreto —aduje.
—Ya veo. Sempere y sus misterios —dijo Barceló—. Ya me figuro yo dónde. Menuda potra has tenido, chaval. A eso le llamo yo encontrar una aguja en un campo de azucenas. A ver, ¿me lo dejas ver?
Le tendí el libro, y Barceló lo tomó en sus manos con infinita delicadeza.
—Lo has leído, supongo.
—Sí, señor.
—Te envidio. Siempre me ha parecido que el momento para leer a Carax es cuando todavía se tiene el corazón joven y la mente limpia. ¿Sabías que ésta fue la última novela que escribió?
Negué en silencio.
—¿Sabes cuántos ejemplares como éste hay en el mercado, Daniel?
—Miles, supongo.
—Ninguno —precisó Barceló—. Excepto el tuyo. El resto fueron quemados.
—¿Quemados?
Barceló se limitó a ofrecer su sonrisa hermética, pasando hojas del libro y acariciando el papel como si fuese una seda única en el universo. La dama de blanco se volvió lentamente. Sus labios esbozaron una sonrisa tímida y temblorosa. Sus ojos palpaban el vacío, pupilas blancas como el mármol. Tragué saliva. Estaba ciega.
—Tú no conoces a mi sobrina Clara, ¿verdad? —preguntó Barceló.