Authors: Javier Sierra
En 1413, poco antes de su muerte oficial, ya había fundado siete iglesias y tres capillas, y provisto a catorce hospitales de la ciudad. También fue dueño de una treintena de casas y fincas, y su fortuna era tan grande como la de un noble de aquel tiempo. Con ese bagaje se ganó fama de ciudadano respetable hasta su óbito acaecido el 22 de marzo de 1418. Y en la iglesia más cercana a su casa, la de los Peregrinos de Santiago, se enterró bajo una piedra que él mismo había tallado con esmero.
Al parecer, Flamel se fue al otro mundo ajeno a la leyenda que estaba a punto de generarse a su alrededor.
Menos de un siglo después de su sepelio, los rumores sobre el origen de su enorme fortuna corrían por todo París. Sus posesiones se exageraron de tal modo, que pronto se extendió la conclusión de que Flamel fue un secreto practicante de la alquimia y que logró sintetizar con éxito la «piedra filosofal». Aquello lo explicaba todo: la fabulosa «piedra» le facilitó convertir cualquier metal innoble en oro, y amasar una riqueza sin límites. Pero también aclaraba el porqué de su vida taciturna, del celo que ponía en mantener la intimidad de su estudio, y las excelentes relaciones que mantuvo con los joyeros del barrio cercano a su casa.
Pero las sospechas no acabaron ahí. Las mismas leyendas aseguraban que las claves de todo su saber fueron escondidas en los relieves con los que gustaba decorar las fachadas de sus casas. Y no sólo en ellos. También en los pórticos que Flamel diseñó para dos importantes enclaves de la ciudad: la entrada del hoy desaparecido cementerio de los Inocentes y uno de los dinteles de la iglesia en la que fue enterrado: Saint-Jacques de la Bouchrie. El templo de los peregrinos de Santiago.
Hacia 1700, esos rumores eran tan fuertes que saltaron incluso al terreno literario. Ese año, Flamel apareció por primera vez como personaje de novela. Fue en la obra del abate Montfaucon de Villars,
Le Comte de Gabalis,
donde el ilustre escribano apareció retratado como el alquimista furtivo que logró, gracias a un misterioso tratado que cayó en sus manos, sintetizar su «piedra». Tras él, autores como Larguier (1936), Marguerite Yourcenar (1968) o J. K. Rowling en su primer libro de
Harry Potter
(1997), utilizaron su historia para adornar un mito que todavía pervive: Flamel no sólo se hizo rico gracias a sus hallazgos alquímicos; también logró el elixir de la eterna juventud, con el que burló a la muerte.
Turismo alquímico, al nicho de Flamel
Durante décadas, la lápida del «inmortal», expuesta en el extremo de la nave central de la iglesia de Santiago, en París, se convirtió en lugar de peregrinación. A finales del siglo XVII, el historiador Henri Sauval ya describe la ruta turística —al estilo de los modernos
tours
parisinos de
El Código Da Vinci
— que seguían los entonces obsesos de la inmortalidad. Según Sauval, aquellos locos no perdían de vista «las piedras de su casa de la esquina de la calle Masivaux y las de los dos albergues que mandó construir en la calle Montmorency. De ahí van a Ste. Geneviève, al Hôpital St. Gervais, a Ste. Côme, a St. Martin y a St. Jaeques-de-la-Boucherie, donde ven las puertas que mandó construir». Y, por supuesto, terminaban frente a su lápida, la misma que yo había ido a ver, en la que se descubrían no pocas claves esotéricas.
Pero la lápida pronto dejó de estar en su sitio.
Desapareció en 1797, cuando buena parte de la iglesia de Saint-Jacques —a excepción de su torre gótica flamígera, se demolió. Aquel año el mito se consolidó para siempre: su tumba se abrió. Y ante los ojos de muchos curiosos, ¡se halló vacía!. ¿Los había engañado el astuto Flamel?. ¿Eran ciertos los rumores que decían que estaba vivo, escondido tal vez en Asia, tal vez en España?.
El epitafio de aquella lápida desaparecida —«De la tierra vengo y a la tierra vuelvo»— inspiró toda clase de especulaciones. Muchas se apoyaban en la revelación que en 1711 hizo un respetable escritor francés, viajero y anticuario de Luis XIV, Paul Lucas, a la vuelta de un largo viaje por Oriente. En su obra Voyage dans la Grèce, l’Asie mineure, la Macédonie et l’Afrique, contó algo que le ocurrió en la ciudad turca de Bursa. Según él, al entrevistarse con un misterioso derviche y hablarle de la leyenda de Flamel y de cómo la creencia en los inmortales era una superchería muy extendida en Europa, éste lo mandó callar. «Flamel no está muerto», sentenció. Fue, dijo, «un verdadero filósofo» y «ni él ni su mujer saben todavía lo que es la muerte. No hace ni tres años que los dejé a ambos en las Indias»
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.
¿Era eso cierto?.
Probablemente no. Sin embargo, el romántico Lucas se lanzó a la persecución de ese inmortal. Descubrió que su secreto procedía de un gran libro de bordes guarnecidos en cobre y cantos dorados, que Flamel adquirió hacia 1357 y que guardó con celo extremo. El libro incluía siete láminas que describían el proceso para transmutar plomo en oro y lo firmaba cierto «Abraham el judío, príncipe, sacerdote, astrólogo y filósofo». Flamel sólo lo mostró a su esposa, Pernelle. Y tras discutir con ella la importancia de aquel críptico texto, decidió peregrinar a España en busca de algún judío que pudiera descifrárselo.
Parece que nuestro hombre halló lo que buscaba en León. Y no en una ciudad cualquiera, sino en el lugar en el que sólo un siglo atrás un rabino llamado Moisés de León redactó el
Zohar
o
Libro del Esplendor
, el primer texto de cábala del que se tiene constancia histórica. ¿Tropezó, pues, Flamel con un texto cabalístico?.
El rabino que conoció Flamel, un tal Canches (¿Sánchez?) lo acompañó de regreso a Francia para interpretar el misterioso libro. Pero el judío era muy anciano, y su cuerpo no resistió más allá de Orleáns. Murió sin llegar a traducir jamás el libro de Abraham que Flamel había adquirido.
Lo demás es ya historia: Flamel se hizo rico; Paul Lucas se quedó sin conocerle tres siglos después de la muerte oficial del alquimista, aunque él mismo fallecería en España en 1737, quién sabe si siguiendo sus huellas. Y su lápida, que se desvaneció en 1797 reapareció hace sólo cien años durante las obras de remodelación de Les Halles, en París. Había sido utilizada durante décadas como encimera en una carnicería, sin que nadie se agachara a ver lo que ocultaba su reverso.
No creo que Flamel esté aún vivo, riéndose de mi ingenuo viaje a Paris. Pero, por extraño que pueda parecer, me gustaría. ¿Qué puede haber más excitante que perseguir a un inmortal y preguntarle por su secreto?.
Por si acaso, de vez en cuando echo un vistazo a las fotos de su lápida. No vaya a ser que así. Sin querer, encuentren alguna pista que me permita dar con él.
La Biblioteca de Alejandría
«¿Y dónde están los restos de la biblioteca?».
Aquella inesperada pregunta del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, en visita oficial a Egipto en 1974, quedó sin responder. Nadie en Alejandría fue capaz de señalarle el lugar donde mil seiscientos años antes se había levantado la institución cultural más importante del mundo antiguo. No quedaba ni rastro del lugar que una vez albergó setecientos mil libros y rollos y acogió, en sus mejores momentos, a más de catorce mil estudiantes interesados en física, ingeniería, astronomía, medicina, matemáticas o biología.
Tres destrucciones sucesivas acabaron con aquel tesoro intelectual y devolvieron a nuestra especie al infierno de la ignorancia. De hecho, en 1450, poco antes de la invención del tipo móvil y del desarrollo de las primeras imprentas, en toda Europa no existía más que una décima parte de los volúmenes que el fuego había consumido en Alejandria
[140]
. La primera quema tuvo lugar en pleno reinado de Cleopatra, en el 48 a. J.C., cuando las tropas de Julio César prendieron fuego «accidental mente» al edificio principal de la Biblioteca y acabaron con unos cincuenta mil volúmenes. Casi cuatrocientos años más tarde, el llamado «barrio real» de Alejandría desapareció por completo y con él la sede original de aquellos libros, entre los que se cree que se encontraba la primera traducción al griego del Antiguo Testamento. Pero aun así, una «biblioteca hermana» sobrevivió en el anexo al templo del dios Serapis, a las afueras de la ciudad. Ésta sería destruida por Teófilo, obispo cristiano de la urbe, en nombre de su fe en Cristo, hacia el año 400 de nuestra era.
Tan efectiva fue la demolición de edificios y la eliminación de manuscritos, que en tiempos de Nixon los arqueólogos sólo podían suponer vagamente dónde debió de estar la gran biblioteca. Sin embargo, por azares de la Historia, si hoy volviera a formular su pregunta, todos en la moderna Alejandría señalarían en dirección a la costa mediterránea. Allí, en la
corniche
de la ciudad, en su ajetreado paseo marítimo, se levanta un edificio singular: una mole de acero y cristal, de 170 metros de diámetro, con el perfil de un cono seccionado por la mitad, y de 85.000 metros cuadrados de superficie útil a la que llaman la nueva
Bibliotbeca Alexandrina
.
Su diseño futurista tiene capacidad para ocho millones de volúmenes, se han empleado casi siete años en levantarla y una inversión próxima a los mil quinientos millones de euros, y en sus muros exteriores puede admirarse la mayor pizarra del mundo, con incisiones en forma de letras de todos los alfabetos conocidos. Su construcción estuvo acompañada de polémica desde el principio, tanto por su diseño futurista, tan disonante con el entorno actual de la metrópoli, como por el hecho de que no se efectuaron inspecciones arqueológicas del solar antes de que las excavadoras profanasen un terreno sembrado de restos milenarios.
Hoy todo eso es ya historia. Cemento, acero y granito son los nuevos dueños del lugar. Inaugurada oficialmente en octubre de 2002, tuve ocasión de visitarla aprovechando uno de mis frecuentes viajes al país del Nilo. Hasta el propio ministro egipcio de Turismo, Mamdouh El-Beltagi, había intentado advertirme en El Cairo de lo que iba a encontrarme en aquella especie de moderna Torre de Babel:
—Piense usted que la antigua Bibliotheca Alexandrina no fue simplemente un lugar en el que se almacenaban libros. Fue también un centro de diálogo cultural, Cada cientifico, cada filósofo de la época iba allái exponer sus ideas y a dialogar sobre ellas. Todo eso les hizo desarrollarse. Fue un lugar de mezcla de diversas ciencias e ideas que la nueva Bibliotheca Alexandrina pretende ahora recuperar.
Tras sonreír, cómplice, prosiguió:
—Usted verá, cuando la visite, que queremos revivir el mismo espíritu. No deseamos un centro sólo para almacenar libros y documentos, sino para lograr el mismo objetivo de la antigüedad: un centro para el diálogo, donde las diferentes culturas puedan encontrarse y dejar que la gente exprese libremente sus ideas.
El eje del saber
Aunque fue la
joya de la corona
del faraón Ptolomeo I, su fundador en el 294 a. J.C., probablemente la antigua Biblioteca de Alejandría jamás dispuso de una zona de lectura tan amplia como dos campos de fútbol. El ministro se había quedado corto al describirme su nueva sede: cuando llegué, decenas de ordenadores se alineaban bajo un techo sustentado por columnas metálicas que recordaban las salas hipóstilas de los templos del Alto Nilo. Kilómetros de estanterías, salas para la restauración de incunables con personal formado en España y otros países europeos, comenzaron a desfilar ante las cámaras. Aquello era una obra titánica. Asombrosa. Incluía tres zonas de exposición y áreas reservadas para textos antiguos que poco a poco van recuperando y clasificando. Pero, ¿hasta qué punto podía afirmarse que aquel edificio futurista era el continuador de la desaparecida biblioteca ptolemaica?. Khaled Azab, relaciones públicas del nuevo complejo, me sacó de dudas:
—Las dos —me dijo— coinciden en lo fundamental, en su vocación por atesorar todo el saber de la Humanidad.
Algunas casas reales, entre ellas la española, instituciones como la UNESCO e incluso asociaciones particulares están contribuyendo a materializar tan ambiciosa pretensión. De hecho, España ha donado ya una colección de cinco mil libros y documentos microfilmados en árabe, recopilados por la Universidad Complutense y el Ministerio de Cultura de los fondos de la biblioteca de El Escorial. justo el lugar en el que Benito Arias Montano, en tiempos de Felipe II, escondió de la voracidad de la Inquisición la infinidad de textos mágicos y alquímicas sustraídos a árabes y judíos durante aquel reinado. Libros árabes sobre física, astronomía, matemáticas, talismanes y religión que ahora regresan así, paradójicamente, al lugar que los inspiró hace siglos.
Imitando la magia antigua
Por supuesto, traté de bucear algo más en aquella relación. A fin de cuentas, cuando Ptolomeo planificó la construcción del
Museion
(literalmente, el templo de las Musas) y su célebre biblioteca, debió de fijarse en los impresionantes templos del país del Nilo. Desde tiempos remotos, cada uno de aquellos recintos sagrados guardaba también su propia biblioteca mágica en la que, según explica el egiptólogo y novelista Christian Jacq «se conservaban las obras necesarias para las prácticas rituales y la enseñanza esotérica de los facultativos»
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. Aquellos recintos eran de vital importancia para la preservación de las tradiciones, y Ptolomeo intuyó que centralizando sus libros en un solo lugar podría dominarlas, y con ellas a un país que recién había conquistado Alejandro Magno, un extranjero.