Authors: Javier Sierra
Cuando en 1206 la cabeza de san Juan llegó a Amiens, todavía no existía la catedral. Pasarían catorce años hasta que las obras se pusieran en marcha pero, tal y como el misterioso anciano me insinuó, tras todo aquello estaba el deseo de honrar al Bautista. Él era, en efecto, el alma del templo. Un alma que desde el siglo XIII en adelante atrajo la veneración de reyes y reinas, como san Luis, que se postró frente al cráneo en 1264, o sus hijos Felipe, Carlos VI y Carlos VII. Siglos más tarde, en 1604, el papa Clemente VIII se obsesionó tanto con esta reliquia que incluso reclamó una parte del rostro para la iglesia romana de San Juan de Letrán, donde aún se encuentra. Esa preocupación llegó a tal extremo que condicionó incluso la orientación astronómica de la catedral. En efecto: sólo en fechas recientes ha podido comprobarse que el eje del templo está dirigido al primer rayo de luz de la mañana que marca el acimut 292º 30' y la longitud 49º 53', y que se corresponde con el amanecer del 6 de noviembre del entonces vigente calendario juliano.
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Y en esa fecha se celebraba la llamada fiesta de las «santas reliquias», entre las cuales la del cráneo de Juan el bautista fue la precursora. Anterior, por tanto, a las que generarían Jesús, sus discípulos o los mártires.
Michel Lamy, autor de
La otra historia de los templarios
, sonrió nada más oírme contar esta historia. Habíamos coincidido en Jerez de los Caballeros, en Extremadura, para atender un congreso sobre la polémica orden de los monjes-guerreros dos años después de mi visita a Amiens.
—En realidad es imposible saber si ésa es la verdadera cabeza de san Juan Bautista —me dijo—. La Biblia cuenta que fue decapitado por culpa de Salomé, que pidió al rey Herodes que lo degollaran. Éste aceptó pero, supersticioso como era, mandó enterrar su testa antes de que le trajera mal fario. Hasta mediados del siglo V d. J.C. no recuperaríamos su pista. Un monje soñó que el mismísimo san Juan le indicaba dónde estaba su cabeza; la desenterró y fue llevada a Constantinopla. Si crees en esa clase de revelaciones, la cabeza de Amiens es la del Bautista. Pero si no tienes fe, entonces estás perdido.
Lamy tenía razón. Aquello no era cuestión de ciencia, sino de fe. Los médicos ya habían tenido su ocasión de sacarnos de dudas en abril de 1959, cuando el supuesto cráneo de san Juan fue examinado por el director del Museo del Hombre de París, el profesor H. V. Vallois. En aquella ocasión, a Vallois se le pidió que determinara la antigüedad y procedencia de la cabeza, situándola cercana al periodo mesolítico, «lo que permite estimar su edad en más de mil años y menos de dos mil quinientos». Dijo también que era un cráneo de varón, de entre veinticinco y cuarenta años, y de «tipo racial mediterráneo, como los beduinos actuales». Pero no se atrevió a ir más lejos.
Aquellos días en Jerez de los Caballeros, Lamy y yo tuvimos ocasión de seguir hablando del tema. No dejaba de ser una extraña casualidad que san Juan Bautista apareciera una y otra vez en nuestras sobremesas. Los templarios profesaban auténtica veneración al Bautista, decía. Le dedicaron infinidad de iglesias y capillas en toda Europa y se beneficiaron del símbolo que lo relacionaba con Cristo: el cordero. El
Agnus Dei
que porta Juan en la iconografía cristiana aparece a menudo en las claves de bóveda de sus construcciones o en su imaginaría.
—Y los templarios, te recuerdo, terminaron acusados de herejía por venerar, entre otras cosas, a una misteriosa cabeza momificada de largas barbas —dijo Lamy enigmático—. La llamaban Baphomet. Y según el Acta de Acusación a los miembros del Temple de 1307, la adoraban en sus Capítulos como si fuera el Salvador.
¿Baphomet?. ¿Qué clase de nombre era ése?.
—Baphomet es una palabra extraña —admitió—. Algunos creen que deriva de las palabras griegas
baphé
(bautismo) y
meteos
(iniciación), dado que la mostraban sólo a caballeros de cierto grado, en ceremonias de ascenso o de iniciación; otros, en cambio creen que se refiere al profeta Mahoma, ya que los templarios fueron acusados de mantener buenas relaciones con los infieles. Pero, en realidad, nadie lo sabe.
¿Podía ser ese Baphomet la cabeza de san Juan Bautista?. Ninguno de los documentos que se conservan del polémico juicio contra los templarios, que se consumó en 1314 con la quema de su último Gran Maestre en París, aclara esa cuestión. Al parecer, existían varias de esas cabezas en su posesión, pero no se les incautó ninguna. Tan sólo un busto de mujer, con la inscripción Caput LVIII m sugería la existencia de una larga serie de testas venerables en sus manos. ¿Por qué?.
Cráneos con extraños poderes
La idea de que las cabezas de hombres santos emanan fuerzas sobrenaturales es tan ancestral como la civilización misma. En el antiguo Egipto se veneraba la de Osiris y sobre ella dicen que se levantó el templo de Seti I en Abydos. La propia Biblia menciona otras cabezas célebres, como la de Goliat, que David separa del cuerpo nada más vencerlo. Incluso ciertas sectas judías contemporáneas al bautista veneraban los llamados
teraphim
, cabezas embalsamadas de hombres ilustres o místicos que usaban con propósitos de adivinación (Génesis 31, 19 y 30) y cuyo uso parece que estuvo extendido en comunidades como la de los nazaritas.
A ese respecto, el doctor en antropología británico Keith Laidler, formulaba hace unos años la más osada de las teorías que conozco. Según explica en
The Head of God
,
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Jesús fue un miembro destacado de la secta nazarita. De ahí, en realidad, derivaría el apelativo «de Nazaret» y no de la ciudad del mismo nombre, ya que Jesús, como es sabido, nació en Belén. Pero Laidler añade algo más: sus correligionarios, fieles a los
teraphim
y deseosos de hacerse con un nuevo ídolo al que consultar su futuro, cortaron y embalsamaron la cabeza de Jesús e hicieron desaparecer su cuerpo. La resurrección seria, según este escritor protestante, un mito. Y según él, esa cabeza seria la que caería en manos de los templarios en 1118, durante su estancia en Jerusalén, y la que convertirían en el centro de su culto secreto al Baphomet.
Todas esas teorías y algunas más, me han acompañado en cada regreso a Amiens para contemplar la cabeza del Bautista. Sé que en Nemours, Saint Jean d'Angely, san Silvestre in Capite (Roma), e incluso en algunos relicarios de la península Ibérica se conservan otros cráneos del mismo hombre. Mis censos contabilizan ya una decena de ellos. No importa. El verdadero misterio no es su número, ni su dudosa filiación. El enigma es cómo hemos llegado a adorar algo así.
Ojalá aquel anciano de Amiens reaparezca algún día y responda a mis preguntas.
La caza del Grial nazi
La imagen no se me quitaba de la cabeza. Volvía una y otra vez, nítida, como si la hubiera visto con mis propios ojos. Si dejaba volar mi imaginación, hasta podía escuchar el ruido de su hélice.
Pero eso era imposible.
Las primeras luces de aquel día de marzo de 2006 bañaban ya el impresionante perfil de los Pirineos franceses y yo, exhausto, tomaba aire en un recodo del camino. Debla alcanzar la cima de Montségur antes de que el calor apretara más, y obtener las primeras tomas de la fortaleza cátara que domina ese
Pog
de 1.200 metros de altura para un documental británico de
Discovery
Channel
. Lisa Harney, una mujer menuda, nerviosa e inteligente, productora de aquel reportaje sobre las herejías que inspiraron novelas como
El código Da Vinci
o
La cena secreta
, se detuvo a mi lado.
—¿En qué piensas, Javier? —preguntó. Dudé.
—Imagino lo que ocurrió en este lugar hace sesenta y dos años; un día de marzo como hoy.
—¿Sesenta y dos años? —Lisa se encogió de hombros—. Pero ¿lo de los cátaros no ocurrió en el siglo XIII?.
Y apoyados en la roca, le conté mi visión.
Había leído tantas veces acerca de aquella historia, que podía recrearla casi como si hubiera estado allí. Tuvo lugar el 16 de marzo de 1944, justo cuando Francia estaba ocupada por los nazis y la temible división SS Das Reich reponía fuerzas en la vecina Toulouse tras su desgaste en el frente ruso. Aquella mañana, más o menos a aquella misma hora, un grupo de excursionistas «ilegales» se habían adentrado montaña arriba para celebrar un sangriento aniversario histórico. Otro 16 de marzo, setecientos años atrás, en 1244, los últimos herejes que habitaban aquella impresionante fortaleza prefirieron inmolarse antes que caer en manos de sus enemigos. Las tropas del papa Inocencio IV llevaban nueve meses de asedio a Morirségur, y los bonhommes calaros resistían gracias a la escarpada orografía del lugar. Los sitiadores querrán obligarles a abjurar de una fe que defendía el contacto directo con Dios, que no reconocía al papa y que practicaba un ascetismo lleno de costumbres paganas.
Una conocida leyenda occitana asegura que la noche anterior a su caída, cuatro de aquellos héroes se descolgaron en medio de las tinieblas por la pared más abrupta del
Pog
. Llevaban consigo el tesoro que había mantenido viva la moral de la comunidad. Y una vez cruzadas las Filas enemigas, habían encendido un fuego en una montaña cercana, indicando a los asediados que aquel objeto estaba ya a salvo.
Al amanecer, los herejes, con el espíritu tranquilo, se arrojaron a una gran pira dejando su inexpugnable fortaleza desierta para siempre.
Lisa Harney me miró. Conocía bien aquella historia. Incluso había perseguido por su cuenta el paradero de aquel tesoro que ella creía era el Santo Grial.
—Entonces, ¿qué pasó en 1944? —preguntó.
Los excursionistas, jóvenes occitanos interesados en recuperar la tradición cátara, habían pedido permiso a los nazis para pernoctar en Montségur y celebrar el aniversario de aquella tragedia, pero se lo negaron. Consideraron que la montaña era «tierra alemana» y que el III Reich tenía derechos históricos sobre ella. Así pues, jugándose la vida, aquellos jóvenes ascendieron hasta las ruinas aprovechando los primeros destellos del alba. Lo que vieron al encumbrarlas los dejó sin habla: un avión de hélice Fieseler Storch Cigüeña, con matrícula alemana, se acercó a la cumbre. Dio un par de pasadas cerca de sus cabezas y ascendió en vertical para iniciar una extraña exhibición aérea. Aquel aparato zigzagueó dejando en el aire el dibujo de una enorme cruz cátara antes de desaparecer hacia Toulouse.
¿Qué había sido aquello?. ¿Honraban también los nazis a los herejes mártires?. ¿Y por qué?.
El caballero negro
El extraño vuelo del Fieseler Storch dio mucho que hablar. Se dijo que a bordo viajaba Alfred Rosenberg, ideólogo del partido nazi y experto en cuestiones esotéricas que años atrás había fundado cierta Sociedad de Buscadores del Grial. Por si fuera poco, sólo veinticuatro horas antes, otro alto oficial alemán, Otto Skorzeny, estuvo en la zona buscando algo en sus alrededores. Es probable que nunca sepamos qué órdenes llevaba Skorzeny, el héroe del Führer que rescató a Mussolini un año antes en una misión que lo haría famoso, pero no pocos creyeron que anduvo tras el Grial.
Skorzeny, sin embargo, no fue el primer nazi en hacerlo. Le había precedido un joven con su mismo nombre de Pila, conocido como Otto Rahn. Llegó a Montségur en el verano de 1931, pasó tres meses explorando toda el área circundante, incluyendo su intrincado dédalo de cuevas cársticas, y regresó a Alemania para redactar un libro que encontraría el afecto de los pensadores nazis del momento:
La cruzada contra el Grial
(1933).
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En ella concluyó que Montségur era el Montsalvat que el escritor Wolfram von Eschembach marcó como el refugio del Grial en el siglo XIII. Además, aseguró que esa reliquia era más un
gradal
(o
libro
, en lengua occitana) que un
grasale
(vaso). Según él, los cátaros lo custodiaron hasta la caída de Montségur y dijo que estaba formado por tablillas de piedra o de madera inscritas con antiguas letras túnicas, importadas por los visigodos a la zona tras el saqueo de Roma, adonde el «gradal» había llegado tras el expolio que el general Tito hizo del Templo de Salomón en el año 70 de nuestra era.
—¿Y por qué se interesarían los nazis por un tesoro de origen judío, —preguntó Lisa.
Su cuestión sigue sin tener una respuesta sencilla. Algunos expertos creen que Hitler envidiaba la solidez de una religión que había conservado sus tradiciones intactas durante más de tres mil años. Para los historiadores Michel Bertrand y Jean Angelini, que en 1971 publicaron bajo el pseudónimo de Jean-Michel Angebert el libro
Hitler y la tradición cátara
, el Führer preparaba «una nueva religión nazi»
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y necesitaba objetos de poder sobre los que levantarla. Por eso contrató los servicios de Otto Rahn: para que buscara el Grial por toda la Occitania.
En 1937, siete años antes del misterioso vuelo del Cigüeña, Rahn regresó a la zona para proseguir sus investigaciones. Su libro sobre el Grial, y un segundo ensayo titulado
La corte de Lucifer en Europa
(1936)
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fueron obras que pasarían de mano en mano en los círculos cercanos al Tercer Reich. En ellos se plantó la semilla de un viejo anhelo profético. De algún modo, la Sociedad de Buscadores del Grial de Rosenberg creyó que ellos serían los llamados a hacer cumplir un viejo vaticinio occitano formulado tras la caída de Montségur: «
Al cap de set cents anys verdegea el laurel
» (Al cabo de setecientos años reverdecerá el laurel). Una alusión simbólica al retorno de los
bonhommes
a la región y a la recuperación del Grial escondido.
¿Fue por eso que un avión nazi dibujó una cruz sobre Montségur el día del setecientos aniversario de la masacre?.
La sospechosa muerte de Otto Rahn
En 1937 Otto Rahn permaneció en la zona varios meses más sin obtener resultados apreciables de su búsqueda. A Lisa Harney la acompañé hasta el santuario cátaro de Bethelem, escondido en unas peñas cercanas al pueblecito de Ornolac, y le mostré la hornacina excavada en la roca en la que Rahn creyó que se veneró el «gradal».
—¿Y qué pasó cuando Rahn tuvo que admitir su fracaso ante el Führer? —me pregunta frente al hueco en la piedra.
—En realidad, nadie lo sabe —le explico.
Una esquela publicada en el diario del partido nazi en mayo de 1939 informó que Rahn murió en una tempestad de nieve en los Alpes suizos. Pero su muerte, fechada otro 16 de marzo, y el hecho de que no se recuperara su cadáver abrió toda suerte de especulaciones. Incluso, la de que cambió su nombre de pila por el de Rudolf y terminó como embajador alemán en Roma al final de la guerra, protegido por su amigo el general Karl Wolf. Un hombre, por cierto, que fue visto en el santuario de Montserrat, en Barcelona, en compañía de Heinrich Himmler, preguntando por el Grial. Ocurrió el 23 de octubre de 1940. Los nazis quisieron saber si esa montaña era —como creyeron de Montségur— el Montsalvat de los cuentos griálicos, pero los monjes monterratinos no supieron qué responder.