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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (9 page)

Poco a poco, inexorable, avanzaba por el pasillo central de la seo, encabezando a todas las demás. Se trataba de una magnífica imagen de la Virgen enmarcada en una mandorla (u óvalo o marco almendrado) azul, que sostenla dos cetros amarillos en las manos, con el niño en el regazo y coronada. De hecho, como si el artista que sopló aquel vidrio hubiera querido subrayar su valor astronómico, la imagen de la Señora aparecía flanqueada por un Sol y una Luna. Y todo ello aparecía meticulosamente reflejado sobre los lisos adoquines de piedra de la catedral.

¿Qué era aquello?.

¿Diseñaron los constructores de Chartres ese vitral para que, cada jornada, a las tres, la Virgen recorriera el pasillo y se aproximara al Paraíso representado por su laberinto?.

Fuera de la iglesia, bajo esas mismas ventanas, se tostaba una escena en piedra que, significativamente, tenía mucho que ver con lo que yo empezaba a interpretar. Era como si el programa simbólico que iba desgranando gracias a la interacción del Sol, el vidrio y la piedra, obtuviera su refrendo en las estatuas del exterior. Y en efecto: en los portales izquierdo y derecho del Pórtico Real de Chartres pueden admirarse la dormición y la asunción de la Virgen a los cielos. Si el laberinto (¡oh, Hermes!) era, como sospechaba, una metáfora del firmamento, ¿no aludiría ese efecto óptico de las tres de la tarde a la asunción de la Virgen y su viaje al reino celestial?.

¿Acaso no fue Chartres el primer gran templo cristiano dedicado a Nuestra Señora?. ¿Y por ventura no fue orientado el Pórtico Real hacia la misma dirección geográfica que las torres que Fulberto mandó construir mucho antes que la propia catedral de Chartres?. ¿No obedecía todo eso al colosal ingenio de algún astrónomo olvidado de la Edad Media?.

El corazón se me aceleró. Faltaban sólo unos días para el 15 de agosto. Fiesta de la Asunción. El día en el que los cristianos celebran la llegada de la Virgen a los cielos. Y se me planteó una duda que me electrizó. La Virgen de la mandorla no alcanzaba por poco el corazón del laberinto, pero ¿lo haría precisamente ese señaladísimo día del año?.

El secreto de Chartres

Tuvo que pasar un tiempo hasta que pude comprobar mis sospechas. Me llevé los datos de esas observaciones a casa, y tras calcular que el 15 de agosto el reflejo de la vidriera tampoco alcanzaría el centro del laberinto, me olvidé del asunto. Sólo la confirmación de que los dos cetros en las manos de la Señora significaban que había sido representada como reina del cielo y la Tierra, consolaron en parte mis desvelos. Esa imagen era, sin lugar a dudas, tina verdadera metáfora cósmica.

Pero es que, además, tuve suerte.

Aunque tardé en conocerlo, un estudio realizado doce años antes por dos expertos en arte había recogido parcialmente este asunto. Y no sólo eso: también había dado con una respuesta muy ingeniosa al «milagro lumínico» que acababa de presenciar. Su trabajo cayó en mis manos de un modo peculiar, en una vieja librería de Londres, casi dos años después de mi visita.

El estudio en cuestión era obra de John y Odette KetleyLaporte y había sido publicado en 1992 por un pequeño editor de Chartres.
[48]
Basándose en sus observaciones del «prodigio de mediodía», descubrieron que el reflejo de la magnífica Señora de la mandorla azul alcanza el centro del laberinto cada 22 de agosto hacia las tres GMT. En esa fecha y hora, la imagen de la Virgen suspendida en su vidriera a 31 metros de altura, recorre inexorable la distancia idéntica que le separa del laberinto. Es un milagro… geométrico.

22 de agosto.

Anoté la fecha con cuidado.

Si hubiera sido 15 de agosto, todo habría encajado a la perfección. Pero era 22. Y aunque el calendario litúrgico católico conmemora en ese día la festividad de santa María Reina de los Cielos —¡advocación más que oportuna para una señora con dos cetros!—, esa celebración no fue instaurada hasta después del siglo XV. Por tanto, hacia el año 1220, cuando Chartres fue terminada, el 22 de agosto tan sólo era el día de San Fabricio.

¿Tenía alguna explicación semejante desfase de una semana en la que yo suponía era la
alineación perfecta
de reflejo de la vidriera y laberinto?.

Los Ketley-Laporte la encontraron. Y otra vez, como diría Wilde, en «lo visible».

El error no estaba en la alineación en sí, sino en el calendario. El asunto merece una explicación: más de trescientos años después de terminarse las obras de la catedral de Chartres, el papa Gregorio XIII decidió modificar el sistema de cómputo de tiempo que regía a la cristiandad desde la época de julio César. Se dio cuenta de la existencia de un serio desajuste de no menos de diez días en los cálculos astronómicos del año, lo que causaba serios problemas a la hora de establecer el inicio de la Semana Santa, una fiesta móvil que sitúa siempre el domingo de Pascua justo después del primer plenilunio tras el equinoccio de primavera de cada año. Así pues, el papa Gregorio decidió «borrar» diez días de la Historia. De la medianoche del jueves 4 de octubre de 1582 —el calendario juliano— se saltó a la madrugada del 15 de octubre, en el nuevo sistema calendárico.

Diez días, pues, «perdidos».

Pero en Chartres nos sobraban siete, no diez.

Lo curioso es que incluso eso tiene su explicación.

En el siglo XIII el desfase del calendario juliano debió de rondar sólo una semana.
[49]
Así que, restando al 22 de agosto el equivalente a los siete días corregidos por Gregorio XIII que definen nuestro calendario actual, la fecha en la que en 1220 entraba el reflejo de la Virgen de la Vidriera en el laberinto era… ¡el día de su asunción a los cielos!.

Ahora si, todo encajaba.
Cielo arriba, cielo abajo
. El laberinto cumplió, pues, una función de primer orden en aquel lugar, marcando una vez más su estrecha relación con lo celestial, lo divino. Ese reflejo de la Virgen bendijo durante décadas las efigies en cobre de los artífices del templo, señalando de ese modo que Chartres era, al menos una vez cada trescientos sesenta y cinco días, una auténtica puerta al Reino del Padre. A la Jerusalén celestial.

Desde mi modesto entender, la
Tabula smaragdina
cobra en Chartres plena vigencia:
Todo lo que está encima, debajo se muestra.

Y tal vez sabiéndolo, haya llegado el momento de desvelar algo más. Que ese culto secreto a la Virgen que utilizó metáforas cósmicas para subrayar la importancia de lo
sagrado femenino
, no se interrumpió ni mucho menos con el fin de la era de las catedrales. De hecho, ha seguido vigente hasta nuestros días, escondido tras algunos de nuestros símbolos más familiares.

Una fenomenal sorpresa, lector, aguarda a vuelta de página.

Feliz aquel que el acertijo resuelva.

CAPÍTULO 10

Corona
Stellarum Duodecim

La siguiente metáfora cósmica se fraguó en fechas recientes, y demuestra que, de algún modo, la sabiduría de aquellos nuestros antepasados sigue entre nosotros. Todo empezó el 29 de mayo de 1986; de eso hace ya más de dos décadas. Frente a la sede de la Comisión Europea en Bruselas, en el palacio de Berlaymont, se izó por primera vez la bandera azul y con doce estrellas dispuestas en círculo, como insignia común del Viejo Continente.

El día anterior, el entonces secretario general del Consejo de Europa, Marcelino Oreja, declaraba a la prensa su agrado por la decisión de adoptar el diseño que en 1955 pergeñara el Consejo de Europa para convertirlo en la bandera de todos los europeos. Pero Oreja no explicó —tal vez no lo sabia, cuál era el misterioso origen de ese distintivo. De hecho, hasta años más tarde, en concreto hasta el verano de 2004, casi nadie se había preguntado por ello.

Aquel mes de julio, la revista para peregrinos del más famoso santuario mariano de Francia, Lourdes Magazine, recogía unos comentarios de un artista alsaciano llamado Arsène Heitz, que levantarían ampollas en círculos intelectuales. Heitz fue uno de los muchos ciudadanos que se presentaron al concurso del Consejo de Europa de 1955 para diseñar la divisa que los representara. «Inspirado por Dios —confesó—, tuve la idea de hacer una bandera azul sobre la que destacaran las doce estrellas de la Inmaculada Concepción de Rue du Bac. De modo que la bandera europea es la bandera de la madre de Jesús que apareció en el cielo coronada de doce estrellas».

Heitz destapaba así nada menos que dos orígenes místicos para su diseño de la bandera europea: uno, la visión que la santa francesa Catalina Labouré tuvo en 1876 en la Rue du Bac de París al ver en éxtasis «la corona de la Virgen con doce estrellas»; y dos, una misteriosa cita extraída del capitulo 12 del
Apocalipsis
en la que puede leerse: «Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del Sol, con la Luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (
Corona Stellarum Duodecim
, en latín).

¿Cómo había pasado esto desapercibido a una Europa empeñada en subrayar su laicidad?.

Cuando meses más tarde, el 28 de octubre de 2004, el semanario
The Economist
se hizo eco de aquellas declaraciones, la polémica sobre la existencia de un símbolo religioso en el corazón de Europa, ya estaba en boca de todos. Una polémica, por cierto, que había comenzado a gestarse meses antes, cuando desde el Vaticano Juan Pablo II criticó la Constitución Europea por no recoger la idea de sus «raíces cristianas» como fuente de inspiración. Sin embargo, en aquellos comentarios el pontífice se cuidó mucho de no referirse a la bandera y a su significado católico. Ni tampoco aludió a los profundos vínculos históricos que unen la historia de Europa con la Virgen. Si lo hubiera hecho, si hubiera mencionado que Europa era un continente consagrado a María desde los tiempos de Clemente V (siglo XIV), y que esa «consagración» continuaba «en secreto» a través de su bandera, sus reclamaciones hubieran perdido fuerza. O, aún peor, hubieran causado un profundo malestar en países de mayoría protestante como Alemania o el Reino Unido.

Pero Wojtyla tal vez soñaba entonces con las palabras de Juan XXIII, impresas en su encíclica
Pacem in Terris
, cuando dijo que una Europa unida «será el mayor superestado católico que el mundo ha conocido jamás». ¿Tenía eso en mente cuando criticó el texto de la Constitución Europea?.

¿Conspiración católica en la Unión Europea?

En varias ocasiones, la ex primera ministra británica Margaret Thatcher definió a Europa como una «conspiración católica». Y visto desde esta nueva perspectiva,
la Dama de Hierro
tuvo sus razones para recelar del proyecto común. Sabía que muchos de los padres de la moderna Unión Europea (Adenauer, Delors, Schuman…) fueron católicos confesos. Y si hubiera buceado en su historia, y hubiera descubierto que algunas de sus propuestas para crear los símbolos de la moderna Europa estaban sembradas de referencias cristianas, habría elevado aún más el tono de sus protestas.

El diseño de la bandera nunca ha sido ajeno a tales luchas, aunque lo cierto es que rara vez han trascendido a la opinión pública, Así, cuando en 1955 el Consejo de Europa aprobó la tela que hoy ondea en todas las instituciones oficiales de la Unión, dejó atrás otras propuestas ciertamente cristianizantes. La mayoría de aquellos proyectos de bandera mostraban una cruz porque consideraban que esa idea, además, no era ajena al espíritu europeo. Las banderas de Dinamarca, Grecia, Irlanda, Noruega, Suecia y el Reino Unido aún la contienen, De hecho, el espíritu de las cruzadas fue, sin duda, el único gran precedente histórico de
Unión
que pudieron manejar los artistas. Pero en aquel entonces, a sólo unas décadas del Final de la segunda guerra mundial, se optó por la cautela. El Consejo evitó herir susceptibilidades como las de Turquía —país no cristiano—, o las de los entonces países del bloque comunista, a los que un símbolo religioso les habría resultado ofensivo.

El giro del Consejo hacia una presunta bandera laica fue magistral. Tras rechazar los diseños con una «E» prominente sobre el paño, la idea que pronto ganó más votos fue la de jugar con las estrellas. El diplomático y escritor español Salvador de Madariaga propuso una idea que estuvo a punto de llevarse el gato al agua: sobre fondo azul, un grupo de astros marcarla la ubicación de cada capital adscrita al Consejo de Europa. Todas ellas escoltarían a una estrella de mayor tamaño que señalaría el emplazamiento de Bruselas. Por desgracia, su diseño, aunque ocurrente, enseguida sucumbió frente al de su inmediato competidor: Arsène Heitz.

Por alguna misteriosa razón, se decidió entonces que el número de estrellas fuera doce, independientemente del número de Estados miembros. El doce, según el entonces secretario general del Consejo, Ludovico Benvenuti, era un símbolo de perfección y plenitud. «El doce representa a todos los pueblos europeos, exactamente como los doce signos del zodiaco representan al Universo entero», escribió. Pero su idea tuvo que ser explicada hasta la saciedad. Los ciudadanos asimilaban cada estrella a un país, como sucede en la bandera de Estados Unidos. Y ése no era el caso del diseño de Heitz. ¿Acaso se apostó por la inmutabilidad de la corona de doce estrellas para preservar el significado oculto de ese circulo?.

La bandera de la Inmaculada Concepción

En 1985, con motivo del trigésimo aniversario de la bandera del Consejo de Europa, surgió otra pista para armar este rompecabezas. Robert Bichet, político democristiano y vicepresidente del Consejo de Europa en 1955, reconoció implícitamente el origen mariano de la bandera en un libro de su autoría. En Le drapeau de l’Europe, Bichet justificó el simbolismo de la corona estrellada citando a cierto Gaetano G. di Sales: «Doce es el símbolo de la perfección y de la plenitud —escribió—, como los doce apóstoles, los doce hijos de Jacob, las doce horas del día, los doce meses del año, los doce signos del zodiaco».
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Lo que Bichet no dijo entonces es que Di Sales fue un conocido autor de obras piadosas, marianas por más señas. Ni tampoco que tres días después de que fuera aprobada la bandera azul por el Consejo de Europa, este organismo inauguró el domingo 11 de diciembre de 1955, un vitral en la catedral de Estrasburgo con la Virgen coronada por la Corona Stellarum Duodecim del Apocalipsis. El vitral muestra, aún hoy, un inequívoco guiño al significado oculto de nuestra enseña común.

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