Authors: Javier Sierra
García-Albea hace esfuerzos por hacerse entender. Me brinda un ejemplar de las obras completas de Dostoievski que tenía señalado, y me hace leer un párrafo de El idiota:
De pronto, en medio de la tristeza, la oscuridad espiritual y la depresión, su cerebro parecía incendiarse por breves instantes… Aquellos instantes deslumbraban como descargas eléctricas. Su mente y su corazón se hallaban inundados de una luz cegadora…
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Y a continuación, me muestra un ejemplar de la Vida de santa Teresa, con varias frases subrayadas, leo:
Estando en esto, súbitamente me vino un recogimiento con una luz tan grande interior… En fin, no alcanza la imaginación, por sutil que sea, a pintar ni tratar cómo será esa luz…
—¿Lo ve? —sonríe—. Todo está en los textos. Pero le diré algo mas: si acude a la Biblia, al Corán o a ciertos textos medievales, comprobará cómo san Pablo, Mahoma y Juana de Arco también vieron esa clase de luz tuvieron accesos místicos. Probablemente sufrieron la misma enfermedad que Teresa o Dostoievski.
Guardé silencio. Si García-Albea tenía razón, aquello era pura «dinamita».
La levitación es inexplicable
El doctor me reconoció, no obstante, que su revolucionaria teoría tenia ciertos limites. La «epilepsia extática» no era aplicable a todos los fenómenos místicos ni a todos los visionarios de la Historia. Las experiencias de otro visionario contemporáneo y amigo de santa Teresa, san Juan de la Cruz, quedaban fuera de su diagnóstico. Sus experiencias fueron siempre más intelectuales, y se vertieron en un rico poemario en el que no se detectaron nunca indicios patológicos sino de una extraordinaria sensibilidad. Además, la epilepsia extática dejaba también sin explicar los llamados «fenómenos físicos del misticismo». Esto es, aquellos sucesos que implicaban la elevación espontánea, real, de personas sobre el suelo (levitación), la aparición de estigmas, la supervivencia sin ingestión de alimentos sólidos y todo un amplio abanico de fenómenos «externos», físicos, no sujetos a la interpretación subjetiva del místico.
Incluso santa Teresa vivió algunas de esas «exterioridades». Entre la abundante documentación recogida por la Iglesia para respaldar su proceso de beatificación, se encuentran los relatos de personas que la vieron levitar, Muy significativo es el testimonio de la hermana Ana de la Encarnación, de Segovia, que presenció cómo la mística de Ávila se elevó durante sus oraciones a algunos palmos del suelo, y cómo, al recuperarse, ordenó a la atónita testigo que guardara silencio absoluto sobre lo visto.
El doctor García-Albea no quiso valorar esos relatos y zanjó la cuestión de su levitación, afirmando que «la santa dice que sintió como si levitara». Pero añadió:
—Teresa lo explicó muy claro cuando hablaba de que era su espíritu, Y no su cuerpo, el que volaba.
Contra este argumento. Herbert Thurston, jesuita británico autor de un voluminoso estudio sobre esta clase de fenómenos,
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no sólo sostuvo que santa Teresa voló en alma y cuerpo, sino que otros religiosos posteriores repitieron esa hazaña ante decenas de testigos, asombrando tanto a creyentes como a escépticos. Hombres como san Francisco de Asís o san Ignacio de Loyola —que fue visto levitar en 1524, en varias ocasiones, en plena Barcelona, formaron parte de la extraña élite de los santos levitadores. Sin embargo, el mejor levitador fue san José de Copertino, un místico italiano que vivió en el siglo XVII y que se elevó en más de cien ocasiones ante testigos. Uno de sus
vuelos
más sonados tuvo lugar en 1645, cuando el embajador español ante la Santa Sede se detuvo en el pueblo de Copertino y lo vio despegarse del suelo y planear hasta los pies de una estatua de la Virgen.
El ser humano, pues, vuela —en cuerpo o con la mente— desde mucho antes de inventarse la aviación.
La Dama Azul
lo sabía. Su admirada santa Teresa también. ¿Por qué entonces siguen resistiéndose ciencia e historia a admitirlo?.
El último escondite de Maria Magdalena
En 1888 el pequeño pueblo marinero francés de Les Saintes Maries de la Mer entró en las crónicas por la puerta grande. Hacia sólo medio siglo que había cambiado su antiguo nombre de Notre Dame de la Mer por el de «las Santas Marías», cuando un joven pintor holandés de 35 años lo eligió para pasar una temporada en él. Se llamaba Vincent van Gogh, y lo que vio en sus playas lo marcó para siempre. El batir del Mediterráneo contra la desembocadura del Ródano, la luz y su bullicio terminaron por hechizarle. E inspirado por todo aquello, en tiempo récord, pintó más de doscientos cuadros, muchos de ellos con su arena y velámenes marineros como protagonistas.
Hoy sabemos que fue el periodo creativo más fértil de Van Gogh y que allí escribió uno de los capítulos más brillantes de la reciente historia del arte. Sin embargo, jamás tendremos la certeza de si aquella estancia le sirvió para adentrarse en el gran secreto que desde hacia siglos escondía aquel rincón de Francia. Ni tampoco si se cuestionó alguna vez por qué aquel lugar había cambiado tantas veces de nombre antes de su llegada.
Es curioso: la última vez que visité Les Saintes Maries, sus casi dos mil quinientos habitantes todavía presumían orgullosos del curioso nombre de su villa. Sabían que sus antepasados honraron así una vieja y controvertida leyenda del lugar, según la cual María Magdalena, María Salomé y María la madre del apóstol Santiago desembarcaron en aquellas mismas playas hacia el año 40 de nuestra era. Huían de las primeras persecuciones cristianas, y en su barca —una suerte de patera sin velas ni remoslas acompañaban Lázaro, el resucitado, su hermana Marta, Máximo, futuro obispo de Aix-en-Provence y cierta Sara, a la que algunos creyeron hija y otros sirvienta de la Magdalena.
Según la misma leyenda, cuando aquella expedición puso pie en tierra, sólo hallaron un campamento romano con nombre de dios egipcio: Ra. El geógrafo y poeta romano Rufo Festo Avieno, en su
Descriptio Orbis Terrae
escrita cuatrocientos años más tarde, contó que Ra mudó por primera vez de nombre tras esa ilustre visita. El fuerte dio paso a un pueblo que se llamó Ratis, que significa «barco». Y aunque no mencionó si aquello estaba directamente relacionado con la leyenda de la barca de las Marías, es más que probable que fuera así.
¿Hija de Jesús?
Hoy Les Saintes Maries de la Mer es un lugar bastante popular para los amantes del misterio. Nadie pregunta ya por Van Gogh. En cambio, las dudas sobre la filiación de Sara crecen por doquier. ¿Era, en efecto, hija de María Magdalena?. ¿Y quién fue su padre?. Todos especulan, pero nadie tiene pruebas para demostrar sus teorías. De momento, Sara «la Kali» es allí la patrona de los gitanos. Cada 25 de mayo, miles de ellos acuden a sacarla en procesión y honrarla.
Kali
significa «negra», y aunque de ese color es la efigie que sumergen una vez al año en el Mediterráneo, su simbolismo procede de otro lugar. «Negro» o
Kemet
era el nombre antiguo de Egipto. Como egipcios o
egipcianos
era el apelativo ancestral de la raza gitana. Pero esa negrura también es, a decir de la experta en María Magdalena, Margaret Starbird, «un símbolo de su estado oculto; era la reina desconocida, postergada, repudiada y vilipendiada por la Iglesia a lo largo de los siglos, en un intento por negar la descendencia legitima y por mantener las propias doctrinas sobre la divinidad y celibato de Jesús».
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Con Starbird me reuní en abril de 2006 en Seattle. Sus libros, hasta hace poco de difusión minoritaria, son ahora muy populares en Estados Unidos. Dan Brown la consultó varias veces mientras escribía
El código Da Vinci
, y el éxito de esa novela la arrastró a una fama que no esperaba. Durante nuestro encuentro repasamos todas sus tesis, pero especialmente una: que María Magdalena, como dice la leyenda, llegó a Francia acompañada de un vástago de unos 9 años de edad, fruto de su
hieros gamos
—o matrimonio sagrado— con Jesús. Y que de esa descendencia, surgirían después los reyes merovingios franceses.
—¿Se ha dado usted cuenta de lo que esconde la palabra
merovingio
? —me preguntó Starbird frente a un plato de comida oriental, aguardando mi reacción—. Sus dos sílabas fundamentales,
mer
y
vin
, son referencias en francés antiguo a
María
y
vino
. El vino de María es una metáfora al producto de su vientre.
Sé que tal vez nunca sepamos si esa leyenda tuvo un poso real o no. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de su tremenda influencia. Diez años antes de publicarse
El código Da Vinci
, el escritor Peter Berling ya noveló esa supuesta descendencia sagrada en
Los hijos del Grial
. Incluso Anne Rice, célebre gracias a su obra
Entrevista con el vampiro
y a sus sagas de terror gótico, decidió en 2005 saltar a las novelas de intriga religiosa para reconstruir los años olvidados de Jesús en
El niño judío
. El libro de su vida marital está, seguro, por llegar.
Lo curioso es que toda esta «ficción» empezó en la Edad Media.
Fue en 1448 cuando se descubrieron en Les Saintes Maries las reliquias de dos de las tres Marías del mito, la jacobita —o progenitora de Santiago— y María Salomé. Y con ellas se disparó la imaginación de toda la región. En aquella remota época de fabricación de objetos de culto, sus huesos pronto se convirtieron en un irresistible foco de atracción piadosa. Los peregrinos eran el motor turístico del tiempo, y muchos desviaron sus pasos para venerarlos. Los huesos de la Magdalena, sin embargo, no estaban allí. Hacía tiempo que se guardaban en otro lugar: en la iglesia de San Máximo en Sainte Baume, «santo bálsamo», como el frasco de alabastro con el que tradicionalmente se representa siempre a María Magdalena.
En Sainte Baume desenterraron el cráneo de la santa y algunos restos más. Fue el 9 de septiembre de 1279 cuando Carlos II de Anjou, futuro rey de Nápoles, se atribuyó su hallazgo. Más tarde, el papa Bonifacio VIII aprobó su culto, ignorando que otra remota pero importante ciudad, esta vez de la Borgoña, había reclamado hacia tiempo la posesión de esos mismos huesos: Vézclay.
También viajé hasta allí, Quería ver con mis ojos qué quedaba de esa tradición que arrancó hacia el año 1030. Y lo que hallé me dejó perplejo. Las supuestas reliquias de María Magdalena se exhiben aún, tal y como esperaba, en un arca de cristal en la cripta de la basílica que lleva el nombre de la santa. Lo hacen en una especie de hornacina decorada con flores de lis —la planta de la realeza gala—, y frente a un altar con una custodia dorada con forma de
ankh
, la cruz ansata egipcia. ¿Era eso un acertijo?. ¿Acaso un guiño a otra antigua leyenda francesa, que situaba el parto de la Magdalena en Egipto?.
En efecto: en el siglo VI, san Gregorio de Tours, obispo de esa ciudad gala, recogió otra leyenda sobre Maria Magdalena en su obra
De miraculis
. En ella se afirmaba que la santa huyó a Alejandría de las persecuciones a los cristianos, y que allí dio a luz a Sara. La misma Sara «la Kali», la
egipciana
, que encontré en Les Saintes Maries. Sin embargo, san Gregorio no menciona Francia en el periplo vital de ambas mujeres, sino que las relega a Éfeso, donde según él pasarán el resto de sus días, Y del padre de Sara no dice ni palabra. ¿Supo algo Gregorio que nosotros ignoramos?.
Dejé Vézclay y los ecos de santa María Magdalena con las mil y una leyendas que aún se cuecen a fuego lento en sus empinadas calles. Necesitaba husmear en otros templos franceses, buscando más huesos bíblicos.
En realidad, hacía tiempo que los había encontrado.
La misteriosa cabeza del Bautista
Cuando crucé el umbral de la catedral de Amiens y me introduje por primera vez en su fresco interior, dudé por un minuto. ¿Por qué me había dejado llevar hasta allí?. El norte de Francia estaba aún conmovido por el impresionante eclipse total de Sol del 11 de agosto de 1999. En aquellos días, la prensa seguía hablando de las profecías de Nostradamus, del augurio de la llegada de un «rey del terror» para esa fecha y del peregrino anuncio del diseñador Paco Rabanne de que la estación espacial MIR se desplomaría sobre Paris. ¿Por qué, entonces, me había refugiado en la catedral más grande de Francia si allá afuera, en el mundo real, Occidente se enfrentaba a algunas de sus supersticiones más interesantes?. ¿Acaso necesitaba descansar de tanto misterio?.
No tardaría en descubrir lo equivocado que estaba. Un anciano de buen porte, solitario, me vigilaba desde la última hilada de bancos. Al verme sacar el cuaderno de notas y echar un vistazo alrededor con cara despistada, se acercó.
—¿Es usted español?.
Asenti. «¿Cómo lo había averiguado?».
—¿Y es su primera visita a Amiens?.
Volví a darle la razón.
—En ese caso, señor, no puede irse sin admirar el alma del templo.
Aquel hombre de aspecto pulcro, tez clara y mirada franca, del que no anoté ni su nombre ni sus referencias, me condujo entonces hasta una pared cercana al crucero y me empujó a asomarme por una pequeña puerta. Estaba intrigado. Alguien había practicado un ventanuco en la madera por la que pude ver algo que no esperaba: un cráneo humano enfundado en una suerte de casco de oro y piedras preciosas, descansaba bocarriba con los ojos cubiertos por algo parecido a piel humana. ¡Era una cabeza momificada!.
—Una cabeza, no —susurró el anciano a mis espaldas, en español, con fuerte acento picardo—. La verdadera cabeza de san Juan Bautista.
Me quedé un rato más contemplándola. Nadie parecía interesado en asomarse a aquella habitación practicada en el transepto norte de la catedral.
—¿Y por qué dice usted que esto es el alma del templo? —pregunté sin quitarle ojo de encima. Nadie me respondió. Cuando me di la vuelta, el anciano ya no estaba. Jamás volvería a verlo.
La cabeza momificada de Amiens
Comenzó así una extraña obsesión. ¿Qué hacía un cráneo humano a disposición de cualquiera que entrara en el templo cristiano más grande de Francia?. ¿Acaso no era macabro, siniestro, mostrar algo así a niños o a fieles desprevenidos?. De no haber sido por aquel oportuno cicerone, probablemente nunca me habría fijado en él. Pero ahora, atónito, necesitaba que alguien me diera algunas respuestas.
Pronto supe que la historia de aquel despojo humano comenzó hace ya ocho siglos, en 1204, cuando un canónigo de la catedral de Amiens, Wallon de Sarton, se tropezó en Constantinopla con las cabezas momificadas de san Juan Bautista y san Jorge. Era época de reliquias. Valían todas, incluso las de santos inexistentes como el que la tradición dice que mató al dragón. La mayoría de las grandes iglesias europeas habían descubierto la influencia que esa clase de restos ejercían sobre sus fieles, y sabían las riquezas que podrían atraer a sus diócesis. A fin de cuentas, los peregrinos eran el
turismo de masas
de la Edad Media.