Authors: Javier Sierra
Ese televisor
avant-la-lettre
fue, probablemente, lo que despertó la codicia de los árabes, tan deseosos de hacerse con un arma secreta» de la antigüedad como los nazis durante la segunda guerra mundial cuando buscaron el Grial o la lanza del centurión que atravesó el costado de Cristo. En uno de sus relatos, Jorge Luis Borges situó su escondite citando tres posibles lugares: Toledo, Ceuta o Jaén.
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Mientras que Washington Irving apostó por Medinaceli, al norte de Guadalajara, por razones toponímicas. Según Irving fue allí donde Tariq se hizo con el precioso objeto escondido por Alarico, lo que valió al lugar el nombre de Medinaceli (o ciudad del cielo). Tras el hallazgo, escribe Irving, «en conmemoración de ello, los árabes llamaron a la ciudad Medina Almeyda, es decir, “la ciudad de la Mesa”.
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Las disputas entre Tariq y Muza por aquel tesoro obligaron al sultán de Damasco a mediar en el conflicto, y los obligó a que le rindieran cuentas en persona. Nunca regresarían a la Península, pero según algunos escritores, su botín jamás saldría de Al Andalus. Una buena pista está en Sierra Morena, en topónimos como Montizón (monte Sión), que indicarla el paso por tierras de Jaén de un objeto sagrado judío de gran importancia, cuyo destino final sería muy probablemente Arjona. ¿Nuestra Mesa?.
—Oiga, ¿no será usted uno de esos chalados que aún busca aquí el tesoro de Salomón, verdad?.
Al segundo día de verme por allí, el guardia del control que da acceso a la explanada de las mezquitas de Jerusalén se había tomado ya una extraña confianza conmigo.
—No sea loco —dijo palmeándome la espalda. Aqui no queda nada. Busque en Roma. O más allá. ¡Y vuelva para contármelo!.
Un día de éstos lo haré.
Palabra.
Cuando la tradición constituye el corazón de una civilización, ésta levanta templos. Pero cuando se refugia en sociedades secretas o discretas, debido a las circunstancias, las colectividades humanas construyen fábricas, estaciones, centros culturales que actúan sobre el cuerpo y la mente del hombre, pero no sobre el hombre entero.
Christian Jacq,
El misterio de las catedrales.
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¿Cuál es la edad de las pirámides?
Aquella nueva aventura en realidad no era mía. Comenzó poco después de la segunda guerra mundial, a finales de 1945 o principios de 1946, y tuvo como protagonista al director técnico de la London Fumigation Compally para Oriente Medio, Herbert Cole. Aquel caballero de aspecto enjuto y gruesas gafas de concha trabajaba por aquel entonces en la desinfección de los barcos de guerra británicos que atracaban en el puerto de Alejandría. Antes había desempeñado tareas similares en Damasco, aunque finalmente se estableció en Egipto, en busca de un puerto tranquilo alejado de los fragores de la guerra.
Uno de aquellos remotos días alguien requirió sus servicios desde El Cairo para un trabajo muy particular. Era un encargo oficial. Las autoridades del país querían que fumigara la pirámide de Kefrén, la segunda mayor de la meseta de Giza, que había sido cerrada durante la guerra y tomada al asalto por cucarachas, murciélagos y toda clase de incómodos insectos.
Cole, naturalmente, accedió.
El encargo no iba a ser fácil. Emplearía gas cianhídrico, idéntico al que los nazis usaron en sus campos de exterminio, para eliminar a los parásitos. Su plan era bombearlo a presión en el interior del monumento al tiempo que unos potentes extractores lo harían circular por sus corredores. Después, invirtiendo el sentido de los ventiladores, aventaría la pirámide dejándola limpia de cualquier rastro de vida.
Fue durante la instalación de sus equipos cuando Cole hizo un hallazgo inesperado. Al anclar uno de los extractores entre las juntas de dos bloques del monumento, una tirilla de madera y un hueso saltaron de una de aquellas ranuras. La madera se fragmentó en cuatro, había perdido su coloración original y presentaba un aspecto grisáceo y reseco. El hueso, la falange de un pulgar humano, mostraba un agujero en el centro y era de un color marrón claro. Parecía muy antiguo.
Cole pensó que había dado con un magnífico
souvenir
. Conservó tres de los cuatro fragmentos de madera y el hueso, y al final de su estancia en Egipto se los llevó a su casa de High Wycombe, cerca de Londres, donde los conservó como recuerdo hasta su muerte en 1993.
Orión tiene la culpa
Nunca sabremos si Herbert Cole fue consciente de la importancia que podrían llegar a tener aquellas reliquias. Desde hace décadas, los arqueólogos utilizan restos de material orgánico como aquéllos para datar los monumentos en los que fueron desenterrados. De hecho, como ya vimos con el caso del mapa de Vinlandia, no existe otro método más preciso que el carbono-14 para lograrlo. Hoy, a falta de mecanismos que permitan fechar la antigüedad del tallado de una piedra, hay que recurrir a ese procedimiento si se quiere determinar la edad de ciertos vestigios arqueológicos.
La teoría es simple: se parte de la certeza de que el carbono es un isótopo radiactivo que se encuentra en todos los seres vivos en una proporción Fija. Al morir, ese isótopo se va disipando de forma progresiva, de manera que basta con calcular el carbono 14 perdido por un cuerpo o sustancia orgánica para determinar con cierta precisión la fecha de su muerte. La técnica es aplicable a tejidos vegetales, semillas, maderas y, naturalmente, a huesos.
Por descontado, ninguno de los anteriores hallazgos de restos óseos en las pirámides había resuelto el enigma de su antigüedad.
Cuando en 1818 el saltimbanqui y explorador italiano Giovanni Battista Belzoni entró por primera vez en la pirámide de Kefrén, encontró partes de un toro dentro del sarcófago real.
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Nunca fueron datadas. En la campaña de investigación que en 1836-1837 condujo el coronel inglés Howard Vyse en Giza, encontró en la pirámide de Micerinos algunos restos humanos y una tapa de madera con el nombre de ese faraón. Sin embargo, tras aplicárseles el carbono-14, fueron fechados en los albores de la era cristiana; en el periodo salta.
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Los vestigios descubiertos por Cole tenían, a diferencia de éstos, una particularidad que los hacía fascinantes: estaban encajados entre dos bloques del monumento, tal vez desde la época de su construcción. «Su teoría —explicaba Michael Cole, recordando las ideas de su difunto padre— es que el hueso perteneció a la mano de uno de los obreros (que construyó la pirámide) y que se quedó atrapado cuando el bloque fue encajado en su sitio».
Michael escribió en esos términos al ingeniero Robert Bauval, autor del célebre ensayo
El misterio de Orión
,
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en octubre de 1998. De hecho, acababa de leer en ese libro cómo en 1872 un ingeniero británico llamado Wayman Dixon descubrió algo parecido a lo que halló su progenitor. Dixon fue el hombre que destapó los dos «canales de ventilación» que hoy pueden admirarse en la Cámara de la Reina de la Gran Pirámide, y quien recuperó del corazón de uno de ellos tres reliquias insólitas: una bola de dolerita, un pequeño garfio de bronce y una pieza de madera de cedro de casi 3 centímetros de largo. Al encontrarse con la narración de estos hechos en
El misterio de Orión
, Michael recordó el legado de su padre, lo empaquetó cuidadosamente, y se lo envió a Robert Bauval con una condición: «Me complace donarle estas piezas —escribiría—. Entiendo que usted tratará de radiodatarlas mediante el carbono-14, y si se prueban como auténticas, deberán ser enviadas entonces al Consejo Superior de Antigüedades de Egipto».
Bauval, naturalmente, aceptó la invitación.
¿Qué podía perder?. La madera hallada por Dixon en la Gran Pirámide no se dató jamás porque se perdió. Bauval sabía bien de lo que hablaba: había seguido su pista, primero a través de John Dixon, el hermano mayor de Wayman, y más tarde en los archivos de Piazzi Smith, Astrónomo Real de Escocia. Finalmente, las halló en el Museo Británico, donde habían sido depositadas por la bisnieta de John Dixon, aunque incompletas: faltaba, precisamente, la pieza de madera.
Las reliquias de Cole abrieron, pues, nuevas esperanzas al ingeniero.
El hueso de Kefrén viaja a España
Bauval comenzó a trabajar con aquellas nuevas reliquias de inmediato. Debla garantizarse una rápida y fidedigna datación de las mismas. Para ello, aquel mismo mes de octubre de 1998 el autor de
El misterio de Orión
visitó al doctor Vivian Davis, del Museo Británico, para ver si su institución se hacia cargo de las pruebas de carbono-14. Davis, tras examinar las piezas en sus fundas de plástico, declinó. Invitó a Bauval a mostrar aquellos restos a Zahi Hawass, entonces flamante director del Servicio Egipcio de Antigüedades en Giza, y éste, al verlas, expresó sus dudas sobre su autenticidad, rechazando implicarse en el asunto. Después de algunas gestiones más, las reliquias viajaron a la Universidad de Boston, donde el geólogo Robert Schoch rehusó financiar de su bolsillo los tests de carbono-14. El tema, en casi dos años, había llegado a un callejón sin salida.
Fue en marzo de 2000 cuando Bauval, en un hotel cerca de las pirámides, me habló de las reliquias de Cole por primera vez.
—¿Y si las analizara —algún organismo científico independiente en España? —me dijo.
Poco tiempo después, en Madrid, Robert vino a visitarme con aquellas reliquias cuidadosamente empaquetadas en una caja de madera. En las siguientes semanas, tendría la ocasión de verlas por mí mismo en detalle y de dar los primeros pasos para obtener un análisis de las mismas, Las pruebas las financiaría la revista
Más Allá de la Ciencia
, de la que yo era director en aquel entonces.
De las gestiones científicas se ocupó desde el primer momento el doctor Fernán Alonso, del Laboratorio de Geocronología del Instituto de Química Física Rocasolano. Esta institución dependiente del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) posee uno de los mejores laboratorios del país, y sería precisamente allí donde se procesarían las muestras necesarias para su posterior radiodatación: unos 500 miligramos de hueso y sólo 28 de madera, que Alonso decidió remitir al mejor laboratorio del mundo para estos menesteres: la National Science Foundation de Tucson, en Arizona. Sólo esa institución dispone de un acelerador de partículas que destinan a este tipo de trabajos arqueológicos.
Las muestras extraídas de las reliquias de Herbert Cole viajaron a Estados Unidos el 16 de mayo de 2000, tras la firma de los protocolos necesarios. Pocos días más tarde, en Arizona, extraían ya el colágeno necesario del hueso para su datación. Lo llamaron A-38550.
—Como el colágeno no intercambia carbono con el medio no es susceptible de no estar contaminado y producir un error en la datación —me explicó el doctor Alonso, cuando le pregunté por enésima vez por la marcha de las pruebas. Estaba impaciente—. Aun así, en Arizona se han descontaminado ya las muestras antes de proceder a su análisis.
Mis prisas sirvieron de poco. Los resultados de aquellos tests se hicieron esperar casi un año. Trabajos prioritarios de la National Science Foundation relegaron nuestras muestras a un segundo plano, obligándome a armarme de paciencia durante varios meses.
—Todo llegará, Javier —me tranquilizaba Robert Bailval en los correos electrónicos de aquellos días—. Lo importante es que se haga bien, ¿Te imaginas qué sucedería si el carbono-14 nos diera una fecha anterior a la construcción «oficial» de las pirámides, en el siglo XXV a. C.?.
Bauval tenía razón. La espera merecía la pena.
Madera de Cleopatra
El 30 de enero de 2001, la «tortura» terminó. La doctora Mitzi de Martino, responsable del laboratorio de Arizona, nos comunicaba a Robert Bauval y a mi que la muestra de la madera estaba ya casi lista para entrar en el acelerador de partículas. Así, mes y medio después, el 12 de marzo, llegaban a nuestras manos los primeros y desconcertantes resultados.
Un oportuno mensaje del doctor Alonso me puso en guardia: «Ya hemos recibido como adelanto la fecha de la madera A-38549 —escribió. Su edad es de 2.215 + 55 años B.P».
Al principio, la fecha nos desconcertó. Robert y yo pensamos que el 2215 a. J.C. coincidía bastante con la fecha «oficial» de la construcción de la pirámide de Kefrén: aproximadamente entre el 2520 y el 2494 a. J.C. No era un mal resultado, después de todo. Aunque no confirmaba las sospechas de Bauval de que las pirámides podrían tener una antigüedad muy superior a esa fecha —tal y como me explicó cuando escribí
En busca de la Edad de Oro
—, al menos subrayaba la extraordinaria longevidad de aquel monumento.
Pero ése fue un error de aprendices. La fecha dada por Arizona era, literalmente, 2.215 años BP,
Before Present
. Es decir, ¡tenía que leerse como que la madera era
de hace
2.215 años, y no como 2215 a. J.C.!.
El problema, pues, estaba servido. La época propuesta por aquella datación situaba a la madera en época ptolemaica. Esto es, al menos veintiún siglos después de Kefrén. Y las pirámides —de eso no hay duda alguna— no son tan recientes en el tiempo.
Tras calibrar los resultados de la pieza de madera, la radiodatación estableció que la muestra A-38549 tenía una edad que oscilaba entre el 395 y el 157 a. J.C. Aunque, evidentemente, el resultado no desvelaba la edad de la pirámide, sí iba a arrojar luz sobre otro misterio.
Me explicaré, Para los egiptólogos, la pirámide de Kefrén fue sellada en la antigüedad. Ocurrió poco después de su primer saqueo, que debió de producirse no mucho después de la muerte del faraón. El historiador griego Heródoto, que visitó Giza en el siglo V a. J.C., no describió entrada alguna al monumento asegurando erróneamente que «en su subsuelo no hay cámaras funerarias».
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Tampoco lo hizo Diodoro de Sicilia cuatrocientos años más tarde, ni Plinio el Viejo en el siglo I de nuestra era. A la vista de esas referencias, allí había un misterio: si la pieza de madera que habíamos conseguido fechar fue introducida en la pirámide entre los siglos III y II a. J.C., ¿por qué Diodoro no se refirió a las entradas que usaron los que la depositaron en su interior?. ¿Pudieron éstas haber sido selladas por los últimos «iniciados» que usaron el monumento?.