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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (21 page)

BOOK: La ruta prohibida
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Mi guía tenía razón. Pero ignoraba un hecho, si cabe más sorprendente: según los análisis efectuados por la Fundación Viking, descubridora de aquel recinto, la mica tenía un ADN inconfundible que decía de dónde había sido extraída. Al estar formada por oligoelementos específicos, se supo que había salido de una veta rocosa situada a más de 3.200 kilómetros de distancia. En Brasil. Y ése si era un enigma en toda regla: ¿cómo hicieron, hace veintidós siglos, para cortar casi 30 metros cuadrados de mica y trasladarlos intactos, sin carreteras ni transportes avanzados, hasta aquel lugar?.

La inspectora se encogió de hombros y sin mostrar demasiada sorpresa, rió.

—Los que levantaron esto eran genios, señor. ¿O acaso no sabe lo que significa Teotihuacán?… «El lugar en el que los hombres se convierten en dioses». Ellos lo podían todo.

CAPÍTULO 28

El horóscopo más antiguo del mundo

El
dolmus
, el típico taxi-furgoneta de la región, renqueó antes de enfilar la última pendiente. Habíamos recorrido 50 kilómetros desde nuestra base en Kahta, en la Mesopotamia septentrional turca, y nuestro destino estaba ya a la vista: una impresionante pirámide de guijarros de caliza, plantada en el siglo I antes de nuestra era, nos esperaba muda sobre la montaña más alta de la cordillera Antitaurus.

—Bienvenido a Nernrud. La octava maravilla del mundo antiguo.

Mahmud Arslan, el hombre que iba a abrirme las puertas de aquel remoto santuario, observó mi reacción. Lleva años inspeccionando la zona. Él es uno de los directivos de un proyecto internacional integrado por cuarenta científicos y arqueólogos de seis países, y desde 1998 trabaja para arrancarle sus secretos a esa colina artificial.

—¿Así que investiga misterios? —sonríe—. Está de suerte. Hoy verá unos cuantos.

Nemrud fue descubierta en 1881 por Karl Sester, el ingeniero de caminos que trazó la carretera que acababa de dejar atrás. Sólo un año más tarde, los estudios de su compatriota Otto Puchstein determinaron el origen de tan singular hallazgo: aquella pirámide de gravilla de 50 metros de alzada —«originalmente fueron sesenta», me aclararía Arslan después— era un túmulo funerario. Perteneció al rey más poderoso de Comagene, un pequeño Estado del Alto Éufrates contemporáneo a Cleopatra, que a duras penas resistió los envites de asirios, partos y romanos. Antíoco I, remoto descendiente de Alejandro Magno y de Darío I, había ubicado su tumba en un lugar tan inhóspito que llevaba veinte siglos intacta y olvidada.

30.000 metros cúbicos de gravilla dispuestos en una pirámide de 50 metros de altura y 150 de diámetro, protegen aún su cámara sepulcral. La colina está flanqueada por dos plataformas rituales dispuestas frente a las caras este y oeste del monumento. Y para llegar a ellas hay que dejar atrás dos corredores decorados con elaborados relieves de los antepasados del rey. El conjunto que se despliega ante mí parece un viejo «álbum de fotos» familiar.

—Es imposible imaginar el esfuerzo humano que tuvieron que hacer para levantar un monumento así a 2.150 metros de altitud —admite Arslan tan exhausto como yo tras nuestro ascenso a pie a la cumbre.

Esculturas gigantes del propio Antíoco, la diosa Fortuna de Comagene, Zeus-Aura Mazda, Apolo-Mitra y Heracles-Hércules, nos contemplan desafiantes.

—Aunque tan misterioso como eso —añade— son las motivaciones que llevaron a Antíoco a esculpir estas estatuas y no otras.

Un remoto 6 de julio

En efecto. Los colosos de Nemrud son otro enigma del lugar. Son la prueba del extraño sincretismo religioso que se dio entre la religión local de Mitra y la griega, pero a decir de los expertos, forman parte también de un culto estelar hoy olvidado.

En 1996, el escritor británico Adrian Gilbert hizo pública la última hipótesis al respecto: tras observar cómo las terrazas oriental y occidental del monumento fueron decoradas con los mismos dioses pero dispuestos en órdenes distintos, supuso que su colocación encerraba algún tipo de mensaje. Tras examinarlos al detalle, concluyó que la clave para descifrar el enigma era astrológica.

Según él, aquellos colosos representaban diferentes alineaciones planetarias, como si formaran parte de un colosal horóscopo.

Sabemos que los sacerdotes de Comagene eran grandes astrólogos. En la terraza occidental, por ejemplo, esculpieron un mapa del cielo de 1,75 metros de alto por 2,40 de largo —hoy conocido como «horóscopo del león»—, dedicado a Antíoco, Y dejaron abundantes referencias a sus observaciones estelares en otras estatuas y tablillas. Pues bien, Gilbert cree que el «del león» es un horóscopo en miniatura comparado con el que forman las estatuas de las terrazas. En la oriental, el rey encarna al Sol, la diosa de Comagene a la Luna, mientras que Zeus, Apolo y Hércules ocupan el lugar de Júpiter, Mercurio y Marte. «Éstos, vistos desde su espalda, es decir desde la perspectiva que ofrece el túmulo bajo el que está enterrado Antíoco, reflejan el orden del Sol, la Luna y los planetas el 6 de julio del año 62 a. J.C». Una fecha, según Gilbert, que debió de ser importante en la vida política de aquel rey.

Esta idea no escapó a los arqueoastrónomos Otto Neugenbauer y H. B. van Hoesen que, años antes, creyeron haber encontrado una fecha idéntica en el «horóscopo del león». Según ellos, la estela es la carta astral personalizada más antigua que se conserva. Muestra a un poderoso felino rodeado de diecinueve estrellas y una Luna creciente sobre el pecho. Sólo tres astros aparecen identificados con sus nombres en griego —precisamente Júpiter, Mercurio y Marte—, mientras que el resto perfilan la figura del león. Hasta la llegada de Neugenbauer, muchos vieron en esa estela el horóscopo del nacimiento de Antíoco. Pero él no. Júpiter es un planeta que sólo cruza por delante de Leo una vez cada doce años, Marte lo hace cada dos, mientras que la cita de Mercurio con ese grupo de estrellas es anual. Para acotar aún más las posibilidades, Neugenbauer tuvo en cuenta que la Luna tarda únicamente 29,5 días en completar un ciclo completo alrededor del Zodiaco, permaneciendo en Leo sólo dos días y medio. Tras aplicar todas estas variables al periodo de Comagene, obtuvo cinco fechas probables para aquel horóscopo, pero Neugenbauer y Hoesen las redujeron sólo a una: 6 o 7 de julio del año 62 a. J.C., el día que Antipoco fue coronado por el invasor romano Pompeyo.

—Durante muchos años se admitió esa fecha —comenta Arslan mientras deja que fotografíe desde todos los ángulos ese horóscopo de caliza, pero nos extrañó que Antíoco quisiera recordar la humillación de ser confirmado en su trono por un extranjero, así que revisamos sus estudios, y nos quedamos con otra datación más coherente: 14 de julio de 109 a. J.C., a las siete y media de la tarde.

Justo la fecha de nacimiento del rey.

¿Tres momias reales?

Tanta sutileza escondida en un recinto funerario despertó mi curiosidad. Estábamos en un lugar sagrado, caminando dentro de una especie de supercalendario abandonado hacia el año 72 de nuestra era, en los tiempos de Antíoco IV. Desde entonces y hasta finales del siglo X-XI nadie lo ha saqueado o destruido, preservándose todos sus misterios para la posteridad. ¿Cómo era posible que nadie —romanos y otomanos incluidos— estuviera interesado en lo que el rey Antíoco se llevó a su tumba?.

—Esto me recuerda mucho a Egipto —murmuré a Arslan, rendido de admiración, mientras medía una de las cabezas del lugar.

—¡Claro!. —respondió—. Es que te encuentras caminando sobre una copia exacta de las pirámides de ese país.

Mahmud no dejaba de sorprenderme. Allí, de pie, junto a la florida testa de la diosa Comagene del lado occidental, dijo algo más:

—Antíoco construyó su túmulo de forma muy peculiar. Primero excavó su tumba en la roca viva, luego colocó una serie de plataformas a modo de escalera sobre ella y cubrió todo con miles de metros cúbicos de gravilla. Y gracias a las últimas investigaciones geofísicas de nuestra fundación, hemos localizado ya su tumba.

Esa fórmula era, sin duda, inequívocamente egipcia: el faraón Zoser la había aplicado a su célebre pirámide escalonada casi veinticinco siglos antes que Antíoco. Mi guía, complacido por el modo con el que tomaba nota de sus comentarios, prosiguió:

—La cámara contiene tres cuerpos; el del rey, el de su padre Mitrídates y un tercero desconocido, y es casi seguro que están momificados. Nemrud es un regalo que, antes o después, hará historia. De lo que encontremos en esa cámara aprenderemos muchas cosas. Tal vez, incluso, un poco más de astrología antigua.

Así sea. Y pronto.

CAPÍTULO 29

Laberintos subterráneos en Turquía

Antes de abandonar Turquía, aún me aguardaba otro misterio arqueológico de tremendas implicaciones. No iba a encontrarlo precisamente cerca de Nemrud, sino mucho más al sur, a más de mil quinientos kilómetros de los colosos de Antíoco.

Siglos antes de que Osama bin Laden pusiera de moda los refugios subterráneos en Afganistán, otra civilización casi desconocida excavó recintos similares con un propósito que todavía se nos escapa. Esos túneles, que atraviesan decenas de kilómetros en la roca volcánica, forman parte de un auténtico hormiguero a escala humana sembrado de habitaciones, conductos de ventilación, rudimentarias megafonías, lagares, molinos y almacenes.

Hacia ellos encaminé mis pasos en octubre de 2002. Abbas Ataman, gerente de mi hotel en Göreme, en el corazón de Turquía, sonrió de oreja a oreja en cuanto le expuse nuestro plan de trabajo:

—¿Quiere visitar
todas
las ciudades subterráneas de la Capadocia? —sonrió socarrón—. Entonces, quédese a vivir con nosotros. Se han abierto treinta y seis al público, pero por aqui debe de haber unas doscientas.

Por suerte, Ataman se compadeció de mi y arregló lo necesario para mostrarme algunas de ellas. Le pedí que concertara una reunión con Ömer Demir, un veterano arqueólogo de la zona que lleva adentrándose en esa especie de queso gruyere de la Capadocia, desde que se descubriera la primera ciudad en 1963.

—Fue por casualidad —me explicó Demir bajo la sombra de un chamizo de cañas, en la plaza de Derinkuyu—. Ahí enfrente había una vieja casa, y al derruirla apareció la entrada a una galería subterránea. Cuando se exploró, se dieron cuenta de que tenía al menos ocho plantas de profundidad, y que se extendía bajo todo el pueblo.

Las negras pupilas de Demir se dilataban al recordarlo:

—¿Y sabe lo más increíble?. Allá abajo había sitio por lo menos para diez mil personas. En la superficie, entonces, no vivían más de tres mil. Pero algo sabían: ya llamaban a su pueblo Derinkuyu, que en turco significa «pozo profundo».

Un teléfono bajo tierra

Cuando Ömer Demir debe responder a las preguntas de quién y para qué se construyeron aquellas galerías, se encoge de hombros. Él ha sido gula de casi todos los escritores, arqueólogos e historiadores que han llegado hasta allí con abierta curiosidad científica, y se ha acostumbrado a escuchar toda clase de teorías.

—He bajado tres veces a estas ciudades con Erich von Däniken —me explica—. Él cree que estos túneles se perforaron hace miles de años para refugiarse de alguna clase de guerra extraterrestre. Yo no lo creo. Pero he de decirle algo: después de que Däniken publicara lo que vio en
La respuesta de los dioses,
miles de personas visitan este lugar cada año…

Como sucedió con las pistas de Nazca, en Perú, o con la isla de Pascua, en Chile, las obras de ese suizo que cree que seres de otros mundos nos visitaron en el pasado han hecho famoso a Derinkuyu. Hoy, una magra industria turística da de comer allí a algunas familias locales, aunque sin demasiadas alegrías. Pocos se interesan de verdad por quién o para qué lo construyó.

—Gracias a Dios hoy sabemos mucho más de este lugar que en 1977, cuando Däniken publicó su libro. Entonces sólo conocíamos catorce ciudades.
[98]
Hoy son treinta y seis —me aclara Demir—. Sus pisos más superficiales fueron tallados por los hititas, hacia el 1850 antes de Cristo. Y es seguro que fueron reutilizados por frigios, seguidores de Alejandro Magno, romanos, e incluso cristianos que huían de las persecuciones seleúcidas del siglo séptimo. ¿Quiere usted echar un vistazo?.

Aquella primera visita al reino subterráneo de Derinkuyu me impactó. Ömer Demir y Abbas Ataman me mostraron un dédalo de galerías interconectadas que parecía sacado de algún remoto planeta de
La guerra de las
galaxias. Disculpé a Däniken sus aventuradas teorías. Allá abajo podía creerse lo que fuera. De hecho, cuando Demir encendió un cigarrillo en la planta «menos ocho» y vi el humo caracolear hacia uno de los 52 conductos de ventilación del lugar, supe que aquello había sido desarrollado por unos ingenieros de gran talento.

—Y también tenían teléfono —sonríe otra vez pícaro Demir—. ¿Lo ve?. Es ese agujero que tiene sobre su cabeza.

A pocos centímetros de mi, un conducto del diámetro de una manzana, se adentraba pisos arriba.

—Por ahí cualquiera puede darle instrucciones desde la superficie. Y usted las oiría aquí abajo, a treinta metros bajo tierra, con total nitidez.

Un refugio para el cambio climático

—Está bien —lo interrumpo mientras me explica los prodigios tecnológicos del lugar—. Dejemos a un lado las ideas extraterrestres de Däniken. Entonces, dígame, ¿para qué cree usted que se construyeron estas galerías?.

Mi guía apaga su linterna, y bajo la luz macilenta de las bombillas instaladas para los turistas, me clava su poderosa mirada.

—Eso no tiene respuesta, señor —dice—. Aunque nosotros no podamos bajar más allá de este octavo nivel, debajo de nuestros pies hay otros diez pisos por lo menos. Los arqueólogos no dan abasto para explorarlos. También existe un río subterráneo, y un túnel que conectaba esta ciudad con la vecina Kaymakli, a ocho kilómetros de aquí. ¿Cómo quiere que le explique eso?.

Antes de entrevistarme con él, sabia que Ömer Demir había guiado a varios escritores más al fondo de aquellas galerías. Nos encontrábamos en la mayor sala del complejo: una habitación de planta cruciforme de 20 X 9 metros, con un techo de más de 3 metros de alzada, que muchos creen que fue una iglesia. A Andrew Collins, un experto en misterios de civilizaciones desaparecidas, Demir le había hecho ver algo: que algunas de las zonas más antiguas de ese entramado eran más altas que las «modernas». Como si hubiesen sido acondicionadas para personas de mayor estatura. Él creía que podía remontar su antigüedad al Paleolítico.

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