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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (34 page)

Qué más daba. El caso es que quería rebanarle el pescuezo, hundirla, rajarle la cara, afearla todo lo posible, hacer que se tragara la silicona que llevaba distribuida por todo el cuerpo y…

El sonido del teléfono interrumpió sus sangrientos e irreales pensamientos.

—¿Sí? —contestó.

—Señor Martínez —era Carla, una de sus dos secretarias—. Aquí hay dos hombres que le están buscando…

—¿Tienen cita? —preguntó, haciendo acopio de toda su sangre fría.

—No, señor, dicen que son de la policía.

—Hazles pasar, por favor —dijo, con suma tranquilidad, aunque por dentro iba a explotar.

«Puta vieja», volvió a pensar mientras se colocaba correctamente los gemelos en los puños de su camisa, y se alisaba el cabello con las manos y se sentía enrojecer de ira. «Maldita vieja de los cojones». «Asquerosa ricachona consentida de Camila».

EPÍLOGO

Aitor dormía en su cama de hospital. Soñaba. Se recordaba en el fondo del mar, otra vez en las montañas Gorringe, y tenía de nuevo el doblón de oro en la mano. Luego el golpe en la nuca, las manos fuertes de varios hombres que usaban un salvavidas para, enganchado en él, sacarlo del mar y dejarlo sobre un bote y las voces de alguien que ordenaba que lo dejaran allí, a la deriva. Ya el mar se ocuparía de él. Odiaba tener que mancharse las manos matando a nadie. Le pagaban por traficar, no por hacer ese trabajo. «Dejadlo como está, tiradlo sobre el bote con traje y todo. No va de pesca, así que no estará armado y, si lo está, mejor para él, todavía puede rajarse el cuello antes de terminar devorado por los peces».

Luego el agua, y las olas meciéndole, y el sol en su cara y su piel que se quemaba y los labios reventados y despertarse y descubrir que no había agua, ni comida, ni remos, ni nada y, confuso todavía, noqueado, desmayarse por la sed y sentirse morir y despedirse de todos en su mente y el sol sobre él, y ni una sola nube, y los pájaros que cantan y las nubes que se levantan y él murmurando una canción infantil que le había enseñado su madre y pidiendo que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva y decirse a sí mismo: cállate, Aitor, no seas idiota. Estás delirando.

Claro que lo estaba, pensó con un atisbo de lucidez aún dentro de su sueño. Por eso había bajado el ángel.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero sí que no quería despertarse. Seguía en el mar, de eso estaba seguro porque las olas seguían llevándole, de aquí allá, de aquí allá, en su eterno mecer en el que, estaba seguro, terminaría por ahogarse. Se imaginó cómo se vería si pudiera contemplarse desde lejos, desde un barco que pasara y le viera allí, en su balsita en medio del mar, como la mítica viñeta de un náufrago dibujada para cualquier tebeo de los que Nacho y él leían de niños. Solo le faltaba la bandera blanca.

—Señora —dijo una voz con extraño acento sobre su cabeza—. Parece vivo.

—¡Es imposible! Está inconsciente, quemado, deshidratado… —se asombró la voz de una mujer que, vaya tontería de sueño, le pareció conocida.

—Sí, señora, está vivo —insistió el del acento extraño—. Se está moviendo.

Hubo ruidos, chapoteos en el agua y de pronto unas manos, deliciosamente frías, que le tocaban el cuello para comprobar si tenía pulso todavía.

—¿Qué hacemos? —decía la mujer algo más lejos—. ¿Qué podemos hacer, Bruno?

—Yo no quiero problemas —intervino de pronto una nueva voz de hombre, altiva y en guardia, llena de decisión y fuerza, que hizo a Aitor suponer, con toda su lógica de náufrago a la deriva, que si la mujer era un ángel, posiblemente este, el tipo, no pudiera ser otro que el diablo.

—¡Pero no lo podemos dejar aquí! ¡No así!

—Posiblemente, si ha habido un naufragio, haya tenido tiempo de emitir desde su radio alguna señal do ayuda. Seguro que hay más barcos acercándose aquí, querida. En nuestro caso, lo mejor será que nos vayamos.

—¿Y qué es eso que brilla en su cuello? —preguntó de pronto la mujer.

Aitor notó cómo una mano hurgaba en la cremallera de su traje de neopreno hasta sacar, de uno de sus bolsillos interiores, la moneda que había encontrado en el fondo del mar.

—¡No puede ser! ¡Ha encontrado el tesoro! ¡Él! —gritó la mujer.

—Regístralo, quítale el traje, a ver si tiene algo más —ordenó el hombre con voz de diablo.

Las mismas manos frías que acababan de palpar su cuello le despojaron del traje con una sucesión de tirones a cada cual más brusco, Aitor oyó cómo se abrían las cremalleras y el velero que cerraba los bolsillos de su traje y, después, este caía con un ruido sordo al suelo del bote.

—No hay nada más —confirmó la voz junto a él.

—Pues vámonos. El no ha encontrado nada, querida, sólo la moneda. Pero una cosa puedo asegurarte: si había una moneda perdida en el fondo, es que ya no está en los cofres del barco, donde debería permanecer a buen recaudo. Debemos desistir del plan: está claro que alguien se nos ha adelantado.

—Pero… ¿y él? ¡No consentiré que lo dejemos ahí! ¡Le conozco!

—Olvídalo —insistió el diablo—, en muy poco tiempo habrá más barcos aquí alertados por su llamada de socorro antes de naufragar. Luego comenzará una serie interminable de preguntas de las autoridades queriendo saber qué hacíamos precisamente aquí y con todo el equipo de rastreo… ¿Qué quieres? ¿Que nos acusen de saquear el fondo del mar?

El ángel, Aitor lo supo, estaba a punto de claudicar.

—Está bien… Pero no lo dejaré así. Traed un cubo con agua dulce, y víveres, y cubridlo con una camisa para que no se le queme la piel, rápido —exigió.

Aitor, como un pelele sin vida, sintió que le refrescaban la cara con una toalla mojada en agua, y que le ponían una camisa raída y que, luego, un nuevo chapoteo se alejaba de él. Volvía a estar solo en el bote.

Entonces percibió el rugido del motor del barco que se acercaba y, en un esfuerzo sobrehumano, abrió los ojos para saber quién era aquel ángel que se había inquietado por él.

Desde la barandilla, sobre él, una mujer algo mayor, tal vez como su madre, le observaba con expresión preocupada. Iba vestida de blanco. Y era muy guapa, de facciones perfectas. Como un ángel.

Y entonces despertó.

—Mi vida —preguntó Lola, sentada en una esquinita de su cama blanca—. ¿Estás bien? Hablabas en sueños…

—Sí. Estaba soñando.

—¿Has recordado algo más? Ya sabes que Thomas nos ha dicho que posiblemente te queden algunas secuelas: alucinaciones pasajeras en torno al mar, miedo a la oscuridad o al agua…

—No pasa nada, quédate tranquila —la calmó—. No era una pesadilla. Había un ángel.

—No me digas —comentó Lola con expresión incrédula.

—Pero lo más raro es que se parecía a la madre de Adolfo y Rodri, ¿la recuerdas? A Camila…

CARMEN GURRUCHAGA BASURTO
, Licenciada en Ciencias de la Información y Técnico de Empresas y Actividades Turísticas, inició su carrera periodística en el diario Unidad, para después trabajar en Diario 16. Cofundadora del diario
El Mundo
, dirigió su edición en el País Vasco. Víctima de un atentado terrorista y de continuas amenazas de ETA, abandonó su residencia para vivir en Madrid, en donde ha participado en tertulias de
RNE
y dirigido el programa
El primer café
de Antena 3. Ha sido columnista de
La Razón
y participa en programas de
Onda Cero
y
Telemadrid
.

Como periodista política especializada en asuntos de ETA, ha escrito varios libros de análisis sobre el grupo terrorista.

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