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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (32 page)

—Tranquila, no tenga miedo a hablar. —Notó la intriga, la curiosidad en su voz—. El Código deontológico le garantiza la confidencialidad en todo lo que vaya a contarme, lo que no puedo garantizarle es que no vaya a escandalizarme —dijo el hombre. Naluya supo que estaba bromeando. Y le gustó.

—Mi amiga es puta, como yo —se lanzó—. El otro día estaba haciendo un servicio y se le murió el cliente. Se asustó, se largó de allí casi con lo puesto y cuando volvió al piso que compartíamos, la jefa le dijo que de eso nada, que se buscara la vida como pudiera, pero que allí no había sitio para ella. La pobre no tenía adonde ir y al final la pilló la policía. Como sus papeles no están en regla y es inmigrante, como yo y como todas, ha acabado en el CIÉ.

—Comprendo. Y las compañeras os habéis puesto de acuerdo para sacarla de ahí.

—Más o menos. Después del lío que se montó con la muerte de ese tío nos han desmantelado el piso, porque el que la palmó era un pez bien gordo que hasta era medio socio y dueño del negocio, aunque nosotras de eso no estábamos enteradas. Ahora andamos todas manga por hombro. Pero más o menos has acertado: algunas sentimos pena por Saskia y queremos que salga de ahí.

—¿Tu amiga se llama Saskia?.

—Sí. —Naluya intuyó que estaba apuntando los datos.

—¿Y tú?.

—Noemí.

—Venga, dime tu nombre de verdad, no el de guerra. Te doy mi palabra de que puedes confiar en mí.

—Naluya. —Y en cuanto lo dijo pensó que posiblemente era una mema y terminaría arrepintiéndose, pero en ese momento, era cierto, se fiaba de ese abogado—. Ella, Saskia, no es una criminal ni nada de eso. Es una buena chica. No tuvo ninguna culpa de que el otro la palmara, a saber qué se habría metido.

—Creo que podemos ayudaros. Necesitaré, claro, que nos des más datos, pero has hecho bien al llamarnos, porque justamente una de nuestras especialidades es inmigración y sacar a gente de los CIÉ. ¿Puedo hacerte un par de preguntas?.

—Dispara.

Él rió.

—Bien, la primera es fácil: ¿de qué nacionalidad es tu amiga?.

—Creo que rumana, pero no lo sé. De alguno de esos países del Este.

—Entiendo… —Naluya supuso que seguía anotando.

—¿Y la segunda pregunta? —le apremió. Temía que se le terminaran las monedas.

—¿Desde dónde llamas?.

—Desde un locutorio.

—No, me refiero a la ciudad en la que trabajáis tú y Saskia.

—Ah, en Puerto Banús.

—Vale, y una más…

—Ya son tres —le cortó.

—Te prometo que será la última, es pura curiosidad personal: ¿cómo es que nos has llamado a nosotros?.

—Una de las chicas, Julianna, se acostaba también con el muerto, el que ahora sabemos que es uno de los jefes, y en varias ocasiones le oyó despotricar contra un abogado llamado Aitor Castro. Y también contra una socia suya, Jimena Beltrán. Por eso ella y yo pensábamos que si nos poníamos en contacto con vosotros, no correríamos el peligro de que fuerais amigos o socios suyos o algo.

—No me digas… ¿y se puede saber quién es el muerto?.

—Joaquín Wiren. ¿Te suena?.

Cuando la conversación terminó, Naluya estaba razonablemente satisfecha. De hecho, lo estaba tanto que si hubiera tenido delante al abogado que la atendió tan amablemente y no a cientos de kilómetros de distancia, se lo habría tirado, de majo que era.

Mucho más tranquila, convencida de que Saskia saldría de aquella, se dijo que tenía que llamar a Julianna para darle las gracias. Y, ya de paso, proponerle un negocio montado por las dos. Ya que con sus dúos habían hecho de oro a la madame y a los amos del negocio, por qué no trabajar para sí mismas. Suspiró. Estaba segura de que la rusa le exigiría que dejara sus vicios, se olvidara del alcohol y la coca, de robar a los clientes cuando estaban dormidos y se controlase con el látigo cuando le pedían algo de sexo duro. En fin, creía que podría hacerlo. En el fondo, ahora que no tenía nada que perder, ahora que debía empezar de cero, era mucho más libre. Y ser su propia jefa tenía sus ventajas, además. Podría rechazar a los clientes que no le gustaran, racionalizar sus jornadas sin trabajar a destajo, vivir en un lugar que le resultara agradable y decorado por ella, tener tiempo libre por las mañanas para pasear y comprar y hasta ir al mercado… Todo podía pasar. ¿Acaso no sucedía en
Pretty Woman
?.

C
UARENTA
Y
C
INCO

El vigilante estaba contento. Acababa de instalarse en la ciudad y ya tenía un nuevo encargo. Eso era, como su madre diría, llegar y besar el santo.

Conducía con cuidado cuando comprobó una vez más que estaba llegando al lugar indicado. Sí. La descripción coincidía. Antes de bajar del coche revisó su equipo y suspiró satisfecho, pues llevaba todo lo necesario. Allí, en uno de sus bolsillos, estaba el juego de ganzúas y, en el otro, la cuerda de piano que usaba para estrangular y, por si acaso, la pistola en la sobaquera y el puñal bien sujeto al tobillo.

Nunca se sabía. La futura víctima no parecía ir a oponer mucha resistencia, pero cualquiera se descuidaba y dejaba nada al azar después de la metedura de pata con el abogado.

En el aparcamiento no había demasiados coches. Se detuvo ante la puerta del establecimiento dudando sobre cómo entrar; si hacerlo por la cara o, por el contrario, buscar algún rodeo que le hiciera pasar desapercibido. Finalmente, se decidió por ir a cara descubierta, como un cliente más, tirando de decisión y de jeta.

—Buenas tardes —dijo a la encargada de la recepción.

—O casi mejor buenas noches —contestó esta, aunque el vigilante no pudo oírla porque ya había comenzado a subir las escaleras para eludir el ascensor y las posibles cámaras que pudiera haber en la entrada del establecimiento.

C
UARENTA
Y
S
EIS

Jimena, en la terraza del hotel, envuelta de nuevo en el mullido albornoz, estaba agotada. El día había sido largo, intenso y, lo peor, infructuoso.

En voz bien alta, para desahogarse, soltó un par de tacos y juramentos. Pero nada, no la consolaban del día que había perdido en Cádiz.

Tras un viaje en coche que se le antojó demasiado largo y después de varias visitas a los hoteles cercanos al puerto, consiguió dar con el hotelito al que correspondía la toalla hallada en el bote de Aitor. Preguntó en recepción si recordaban a los miembros de la tripulación de algún barco, a algún turista que se hubiera alojado allí y comentara a quien fuera del servicio que había llegado o alquilado algún barco, pero se topó con un callejón sin salida. En los días cercanos a la aparición de Aitor, en Cádiz se había celebrado una regata de repercusión internacional, la Tall Ship Race. Desde varias semanas antes, por tanto, numerosos marinos y participantes, y público, y periodistas extranjeros, todos relacionados con el deporte náutico, habían pasado por allí. El encargado de la recepción le recitó una lista interminable de nombres de barcos llenos de extranjeros atracados por aquellos días en el puerto: el
Mir
, el emblemático
Américo Vespucio
, el
Sagres
portugués y hasta un velero alemán que recordaba por sus velas verdes, cuyo nombre no acertaba a pronunciar correctamente. «Esos días -le explicó-, miles de personas pululan por el puerto para admirarlos».

Jimena, enfadada, dio un golpe en la barandilla de la terraza. Mierda. Dar con ese barco era una quimera. Menos mal, se consoló, que tenía las fotos de los salvavidas del de Cardoso y ojalá alguno de ellos coincidiera con el que la Guardia Civil conservaba consignado como prueba.

Tendría que pasar las fotos al ordenador, se le ocurrió de pronto, y ampliarlas en la pantalla. Así se verían mejor los detalles y hasta podría enviárselas por correo electrónico a Lola y Jorge… Y comenzó a girarse para regresar al interior de la habitación, pues allí, sobre la cama, la esperaba su portátil.

De pronto algo detuvo sus movimientos, una mano que la atenazaba y le impedía volverse; era una mano fuerte de hombre que la sujetaba por el cuello y que con la otra pretendía pasar algo sobre su garganta. Intentó chillar, pero no pudo emitir sonido alguno; quiso patalear, o pisarle, pero estaba descalza y poco daño podría hacerle. Ese desconocido, que Dios sabe cómo habría entrado, parecía vigoroso, incansable en la fuerza con la que oprimía su cuello… Jimena comenzó a toser, congestionada, y se dio cuenta, aterrada, de que empezaba a faltarle el aire.

Con las dos manos alzadas sobre su cabeza intentó palpar la cara de su atacante, aunque sabía que era imposible que sus pequeñas manitas vencieran la opresión de las manazas de él; pero al menos podría tal vez arañarle y, así, lograr quitárselo de encima. Lo hizo con furia, sintió sus uñas clavarse en la piel de él y que la tensión se aflojaba ligeramente, sólo un poco. Demasiado poco.

«No hay nada que hacer», se dijo entonces. Todo está perdido. Y sin saber por qué, el que creyó sería su último pensamiento antes de morir, la última imagen ante sus ojos, no fue para su madre o sus hermanos, ni siquiera para Aitor, sino para Roberto mirándola la otra noche en casa de Lola, con sus ojos tan tristes, con ese aire lastimado de perro apaleado.

«Adiós, mi amor», pensó. Y sintió las lágrimas correr sobre sus mejillas y supo que no surgían por miedo ante la muerte ni eran causadas por el dolor de aquellas manos a punto de romper su tráquea… «Adiós», repitió en su cabeza.

Y, de pronto, el suelo tembló.

Su atacante, sorprendido por el estruendo, se giró para ver qué sucedía arrastrándola en su movimiento, y por entre el agua salada que nublaba sus ojos Jimena acertó a distinguir la figura de Roberto en el suelo de la habitación, sobre la puerta que acababa de tumbar de un fuerte empujón.

El hombre la soltó de golpe y se agachó, incomprensiblemente para Jimena, que, confusa, no entendía qué buscaba allí, bajo la pernera de su pantalón. Cuando vio que sacaba un puñal brillante, grande y aterrador, oculto bajo la tela, quiso gritar para advertir a Roberto, pero no tenía voz, no lograba articular palabra y no sabía si era por el susto, el pavor o porque ese hombre desalmado le había destrozado de algún modo la garganta.

Aunque su grito no hubiera podido influir en nada porque Roberto ya estaba allí, abalanzándose sobre el intruso a cuerpo descubierto, sin importarle que él alzara el arma para alejarlo del lugar. Era un hombre iracundo, como un coloso fuera de control; no parecía importarle su propia seguridad, sólo su ira y el deseo de acabar con aquello.

El hombre tiró un par de cuchilladas al aire que Roberto esquivó con agilidad, luego, cuando vio que este, asombrado por su destreza, bajaba la guardia, aprovechó para encajar un puñetazo en su cara que hizo tambalearse al atacante. Soltó el arma, retrocedió un par de pasos hasta que su espalda topó con la barandilla de la terraza y, entonces, sonrió.

—Es un placer tener tan buen contrincante —dijo, y Jimena supo que, mientras hablaba, con su mano buscaba algo en su espalda. Y justo cuando iba a levantarse para hacer algo, lo que fuera, descubrió que todos sus gestos llegaban tarde, pues el arma ya estaba apuntando a Roberto, que se abalanzó sobre él rugiendo otra vez, como un oso hambriento. De un empellón violento lo empujó sobre la barandilla y lo hizo caer con un grito desgarrado, tres pisos hasta el suelo, que recibió al asesino con un crujir de baldosas rotas y huesos astillados.

—Te llamé, pero no pude localizarte, siempre estabas fuera de cobertura —decía Roberto apretándola con fuerza, mirándole el cuello dolorido, abrazándola, besándole el pelo, acariciándola, sin dejarla explicar que, de tan frustrada como estaba con su investigación en Cádiz, de tanto miedo como tenía a hablar con él o con Jorge o con quien fuera que le preguntara por ese viaje loco, por esa absurda huida que estaba resultando infructuosa, que había provocado tanto dolor y tantas broncas, había terminado por apagar el móvil—. Y Jorge tampoco daba contigo, ni Lola, y no pude tomar ningún AVE antes, y el coche de alquiler era una patata y me perdí antes de llegar a este hotel y… Ya estás a salvo, mi amor —se calmó de pronto al ver que ella lloraba. Él dejó de temblar contra su cuerpo debido, tal vez, a la descarga de adrenalina de la lucha o al pánico a perderla, porque lo único que le importaba en la vida, siempre lo había sabido, pero ahora tenía la certeza, era ella—. Ya no puede pasarte nada. Yo estoy contigo, te lo prometo, para cuidarte siempre, para que tú me cuides a mí.

Y Jimena supo que era lo que necesitaba, porque él también temblaba, y también tenía miedo, y tan grande, tan fuerte, tan duro y recio, necesitaba una caricia, y saber que ella le amaba.

C
UARENTA
Y
S
IETE

Eran las tres de la madrugada del viernes y Camila no podía dormir. Y eso que se había tomado su buen par de tranquilizantes antes de acostarse.

Se dio una vuelta más en el lecho siempre vacío de compañía desde su regreso a Madrid, y maldijo entre dientes a los hombres. A todos.

Estaba harta de tener que llevar las riendas ella sola. De haber tenido que hacerlo desde siempre. Primero con su padre, un hombre débil dominado por su madre que, en el momento en que ella faltó, se abandonó al punto de no querer salir de casa y hasta casi de la cama. Ella, apenas recién abandonada la adolescencia, se vio obligada a llevar todo el manejo de una fortuna como la suya, con múltiples propiedades que arrendar, cortijos que gestionar, casonas que vender y servicio que contratar; y después con su marido. Un intelectual bohemio, que parecía decidido, con las ideas claras y del que se enamoró perdidamente porque representaba lo opuesto al mundo que ella había conocido. Sin embargo, ella no pudo o no quiso renunciar a las toneladas de tontería y esnobismo que siempre le acompañaban y él terminó hartándose.

Desde el primer momento dejó claro que jamás se incorporaría a esa vida que él consideraba fatua y fue coherente con sus convicciones. Y Camila se quedó sola, con mucho dinero, pero sola. Como siempre.

«Por fortuna —sonrió mirando al techo—, me libró de todos los lastres educacionales y en este tiempo siempre he tenido alguna compañía masculina, aunque haya estado obligada a representar formalmente mi papel de señora de alta alcurnia y madre abnegada, de doliente separada de un caradura… Y ahora, tras la sucesión interminable de novios y cazafortunas a cada cual más jeta, los niños han crecido y me hacen sentir vieja. Cada uno de ellos está dedicado a su propia carrera y a sus aficiones y siento cada vez más intensamente su desafección y su desinterés por gestionar la fortuna familiar. Eso es algo que sabe hacer tan bien mamá… Ya, vaya par de caraduras que lo único que quieren es vivir sin trabajar demasiado, divertirse y luego, como por arte de magia, heredar».

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