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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (28 page)

—Me ofende que creáis que no soy capaz de hacer esas indagaciones, que penséis que no puedo defenderme sola, que seáis tan rematadamente machistas como para llegar a afirmar que es mejor que uno de los dos me acompañe, como si fuera menos que vosotros, como si fuera idiota… Hay que joderse. —La furia se le salía por los poros, por cada palabra escupida de su boca—. ¡Si soy más lista que vosotros! Y además, ¿desde cuándo tengo que pediros permiso?. ¿Quiénes sois vosotros, par de memos, para coartar mi libertad?.

Se hizo un silencio cargado de electricidad, más denso todavía que el que les oprimía cuando se inició la reunión. Jorge, sacando valor no se sabía bien de dónde, se atrevió a oponer un último argumento:

—¿Y tus casos pendientes?. ¿Y Paloma Blázquez?.

Ella le miró con infinito desdén.

—La petición de indulto está hecha, y también los escritos a la Fiscalía de Menores y la solicitud ante el juez, que se presentarán cuando proceda. Al menos hasta septiembre o como mínimo en un plazo de quince días, no habrá que emprender acciones nuevas ni recibiremos noticias de las ya iniciadas. Solo queda esperar… —informó con rigor, pero evidentemente enfadada—. ¿Por quién me tomas, por una irresponsable? —increpó a Jorge cuando terminó su explicación—. Parece mentira que también tú dudes de mi capacidad. Eso sí que no me lo esperaba.

T
REINTA
Y
C
INCO

El jueves, mucho más temprano de lo habitual, sonó la alarma del despertador y ya estaba apagado antes de que Roberto, perdido entre las brumas del sueño, pudiera siquiera levantar una mano y darle un manotazo.

Luego oyó unos pasos furtivos camino de la ducha, y el ruido del agua al correr, y se obligó a sí mismo a levantarse, y buscar una toalla, y esperar plantado ante la ducha a que saliera Jimena, mojada y, esta vez, enfadada.

Los minutos se le hicieron eternos. Tenía miedo de que le rechazara y lo dejara ahí, con los brazos extendidos como un muñeco de lata oxidada, y pintada en la cara la sonrisa de bobo que pide perdón.

Pero no lo hizo. Enfurruñada todavía, con cierta desgana, se dejó abrazar y frotar. Aceptó el gesto más como una reina egipcia a la que sus criados —en este caso él— le debían la pleitesía de secarla y acicalarla además de considerar aquel acto un privilegio que, como solía ocurrir en sus mañanas relajadas de fin de semana, como una ronroneante gatita mimosa y satisfecha.

Roberto estaba a su espalda, masajeando suavemente sus hombros cubiertos por la toalla. Respiró fuerte, aspiró el olor de su pelo. Y tuvo miedo.

—Por favor, no te vayas —le rogó abrazándola por detrás, con la voz muy baja contra su nuca y sus brazos rodeándola tan fuerte que él mismo temió haberle causado daño sin querer. Casi esperó de manera inconsciente el crujido de sus huesecillos fracturados por ese modo desesperado de sus manos aferrándose a ella.

—Tengo que hacerlo —fue su única respuesta, y su tono frío, seco, cortante, le atemorizó más todavía que el miedo a que le hicieran daño en esa aventura alocada, en esa investigación absurda que ahora tanto se arrepentía de haber llegado a sugerir.

—No te vayas, por favor —fue lo único que acertó a repetir.

—Si fuera un hombre no me lo pedirías —le acusó girándose entre sus brazos y encarándose con él con los ojos en llamas y el alma en ruinas—. Y si no se tratase de Aitor —escupió ahora—, tampoco.

Y como el agua entre los dedos se escabulló de su cerco con agilidad, dejándole con la toalla húmeda en las manos. Ella se alejó desnuda hacia el armario, y se vistió a toda prisa con un par de vaqueros y una camiseta blanca; se recogió el pelo en una cola de caballo que la hacía parecer aún más niña y tomó su ligera bolsa de viaje, el bolso de bandolera y el maletín del ordenador portátil. Se marchó sin despedirse, sin besarle, sin mirar atrás.

Roberto, abandonado, se arrastró como pudo hasta la cama y se dejó caer sobre ella abatido, derrumbado. Se arrebujó como un niño bajo la sábana, en posición fetal, y se abrazó a lo único que le quedaba de ella además de su recuerdo: la toalla mojada que aún conservaba su olor, que todavía la recordaba.

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REINTA
Y
S
EIS

Camila era totalmente consciente de que lo que iba a hacer despertaría sospechas. Pero daba igual,
tenía
que hacerlo. Al fin y al cabo, no costaba tanto: agarrar el teléfono, marcar el número, esperar a que alguien contestara y, simplemente, preguntar.

No era muy dada a padecer eso que algunos llamaban cargo de conciencia. En muy raras ocasiones había experimentado ese extraño sentimiento. Tal vez con un bofetón dado a destiempo a sus hijos cuando eran pequeños o algún que otro escarceo amoroso devenido en infidelidad cuando aún estaba casada. Y nada más. A la hora de hacer recuento, reconoció, o era muy fría o demasiado lista como para no saber seguir adelante sin lamentarse por los errores.

Y, sin embargo, llevaba varios días penando y doliéndose porque sabía, ella mejor que nadie, lo que le había sucedido al pobre Aitor.

Doliéndose, se corrigió, y también rabiando. Aunque ese era otro tema que tendría que solventar más adelante.

«En fin —se dijo—, vamos allá».

Respiró hondo, tomó aire y, esperando que no fuera demasiado temprano y sí hubiera alguien al otro lado de la línea, se dispuso a marcar.

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REINTA
Y
S
IETE

—Jorge, querido, soy Camila.

Jorge maldijo entre susurros a Merche, lo bastante necia como para proporcionarle su extensión a Camila, brindándole así el derecho a llamarle cuando le viniera en gana. O tal vez no, barruntó. Quizá no era una cuestión de necedad y sí de mala idea. Y mientras se aclaraba la garganta para atender a la primera llamada de la mañana, a esa pesadísima señora, con una voz que no fuera el gruñido de un oso rabioso, se propuso tomar cartas en el asunto en cuanto la situación de excepcionalidad en el despacho se normalizara y se terminaran las carreras, las prisas y las urgencias, se pusiera como se pusiera.

—¡Camila! ¿Qué se te ofrece? —dijo al fin—. ¿Algún otro problema relacionado con tesoros y barcos?.

—No, por Dios, cómo se te ocurre eso, lo de los barcos ya está olvidado. Totalmente olvidado —respondió, y Jorge pudo percibir un cierto aturullamiento, un inusual nerviosismo en su explicación—. No, te llamaba para interesarme por Aitor.

—¿Por Aitor? —se extrañó.

—Sí, me han comentado que está en el hospital, que en sus vacaciones sufrió un percance y lleva varios días ingresado…

A Jorge le entraron ganas de preguntarle a través de quién se había enterado de todo eso, pero al instante desistió: si había alguien en el mundo capaz de enterarse de todo sobre todos, y más exactamente de todo lo malo sobre los demás, esa era Camila. Tenía fuentes de información privilegiadas, un auténtico batallón de peluqueras, manicuras y masajistas que transmitían los cotilleos a una velocidad que para sí quisieran las operadoras de telefonía móvil. Lo que aún no comprendía es cómo no la habían reclutado todavía los del CNI o la CÍA.

Decidió que no ganaba nada mintiendo ni negando cuando ella ya estaba al tanto, pero se propuso resistir como un galo frente al invasor romano ante su previsible y perspicaz interrogatorio. No le daría carnaza ni más información de la necesaria.

—Sí, estás en lo cierto. Tuvo un percance cuando estaba buceando al sur de Portugal, pero ya está mucho mejor. Acaban de subirlo a planta.

—¡Dios mío! ¿Quieres decir que ha estado en la UCI?.

—Sí, por desgracia, pero se va a recuperar, y sin secuelas.

—¿Y Lola?. ¿Cómo se encuentra?.

—Muy entera, ya sabes cómo es ella.

—Sí, tan vasca… En fin, salúdala de mi parte y envíale todo mi apoyo. Y dale un beso muy grande a Aitor si le ves, me alegro de que esté mejorando.

—Por supuesto, esta misma tarde se lo diré. —Jorge no cabía en sí de asombro: ¿ya?, ¿nada más?, ¿ese había sido todo el interrogatorio?. ¿Sin indagar en detalles escabrosos?. ¿Sin veladas sugerencias ni trapos sucios que sacar a toda costa?. Definitivamente, esta mujer no parecía la misma. Igual hasta se había producido un milagro y estaba cambiando.

—Supongo que estará bajo los cuidados de Thomas —añadió.

—Supones bien.

—Dile, por favor, aunque ya sé que no es necesario, que le cuide bien. Aitor es un muchacho estupendo, no merece que le ocurra nada malo.

—Descuida, también lo haré.

—A lo mejor, más adelante, cuando le permitan recibir visitas y todo eso, me paso, si no os molesta, a saludarle un rato. A Rodri y Adolfo les encantará saber que me he asegurado de que está bien.

—Pues lo cierto es que no sé cuándo será un momento adecuado, por ahora está muy débil y…

—No te preocupes, lo entiendo. Solo era una idea —le cortó, puede que para que la retahíla de excusas de Jorge no sonara más impertinente de la cuenta—. En fin, un beso de nuevo, y gracias por atenderme.

—De nada, Camila. Aquí nos tienes.

Pero ella ya no le oía, pues había cortado por iniciativa propia, insólitamente, la comunicación.

Jorge se quedó un buen rato en el despacho sin hacer nada, y eso que tenía una buena cantidad de trabajo acumulado. Todavía no terminaba de asimilar lo que acababa de suceder. Debía reconocerlo: estaba anonadado.

«Esto se lo tengo que contar a los demás —se dijo—. No me van a creer, y Jimena todavía seguirá enfadada, y volando a estas horas, y ni querrá hablarme, pero no importa, tarde o temprano se calmará y entonces podré contárselo y reiremos juntos como si nada hubiera pasado».

Y después, ya con otro gesto en el rostro, no de sorpresa sino de enfado, pulsó decidido un botón de su interfono:

—Merche, ¿te importaría venir un momento a mi despacho?.

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REINTA
Y
O
CHO

No había vuelta de hoja: estaba gafado.

El vigilante esperaba el tren en el andén con una bolsa de viaje colgada del hombro y un gesto hosco, sombrío, en el rostro mal afeitado.

Estaba de un humor malísimo, pero, peor aún en su caso, también estaba agotado.

Mientras deambulaba por los pasillos del hospital, tras el ataque fallido, con sus botas paramilitares y la bata blanca que le sentaba tan mal como a un ladrón un hábito, había conseguido conservar la calma y no apurar el paso. Pero en cuanto llegó a la puerta había echado a correr como alma que lleva el diablo y, desde entonces, no había parado.

Primero llamó al jefe informándole del desaguisado y explicándole los motivos: la habitación de ese abogado en el hospital tenía más trajín que un puticlub en hora feliz; siempre gente entrando y saliendo y mil enfermeras y médicos atendiéndole con especial cuidado.

Luego, después de asegurarse de que no se lo habían tomado a mal en la organización, y mucho menos el puto amo, pues de él era, personalmente, el encargo, hubo que pasar por la buhardilla desde donde vigilaba a los compañeros de despacho del hospitalizado para borrar su rastro, y más tarde por su propio piso para, a toda leche, meter apresuradamente en la primera bolsa que encontró, una que llevaba habitualmente al gimnasio cuando podía pasarse por allí a tirar unos golpes al saco, algunos objetos de aseo, tres o cuatro camisas, un par de mudas y otro de vaqueros. Después una breve reunión con el jefe en el jardín interior de la estación de Atocha, como dos amigos que quisieran perder el tiempo antes de que uno partiera de la ciudad. Recibió los billetes y una considerable cantidad de dinero para salir momentáneamente del mal paso y obtuvo la garantía de que no se lo tendrían en cuenta. «Eso puede pasarle a cualquiera —le dijo—, no sé qué cono tiene ese Aitor, pero él solo tiene más vidas que una docena de gatos».

Al final se abrazaron, como dos hermanos que se despiden, con aprecio de veras, y ahora ahí estaba, esperando al maldito tren y sin saber cuándo podría regresar a Madrid, su territorio, una ciudad de la que odiaba separarse por más que ardiera en verano.

Aunque, pensándolo bien, en Estepona no iba a pasar menos calor que aquí. ¿O era en Mijas donde le esperaban?. Qué más daba, le sonaba que una ciudad estaba al lado de la otra, o tal vez era la misma, o quizá un barrio. Y a él, lo único que le importaba era que allí la organización tenía varios pisos y negocios y no era un mal sitio para esperar, discreto y callado, a que la tormenta escampara en la capital.

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N
UEVE

Jimena aterrizó a las once de la mañana en la pista del aeródromo de Gibraltar y, sin perder tiempo ni detenerse a admirar desde allí la inmensa roca recortada contra el cielo claro de ese jueves veraniego de mediados de agosto, se dirigió a la aduana. Era la primera vez que visitaba ese territorio, aunque lo había visto muchísimas veces en los días claros desde la urbanización de Estepona en la que los padres de una compañera de facultad tenían una casa y en la que ella había pasado alguna corta temporada. También había atravesado el Estrecho en barco, rememoró, más que nada para no tener que pensar en muchas otras cosas, pero nunca hasta hoy había pisado propiamente su suelo. Su primera impresión fue la de que no se había ido de casa, de que todavía seguía en España, pero en cuanto entregó la documentación le sorprendió el extraño idioma mezcla de español e inglés que utilizaba el funcionario. El llanito, recordó que se llamaba, y sonrió al hombre regalándole, sin que él pudiera llegar a apreciarlo, su primera sonrisa espontánea en mucho tiempo. Era una graciosa forma de hablar, tenía que reconocerlo.

No tardó demasiado en alquilar un coche con GPS y, dejándose guiar por él, salir del aeropuerto y conducir al centro de la ciudad, a la calle Main Street, que al parecer empezaba justo en la plaza del Reloj. Cuando llegó comprobó que se trataba de una vía repleta de tiendas de electrónica, informática, joyerías, perfumerías y boutiques formada por una desordenada mezcla de antiguas construcciones portuarias, fortificaciones centenarias y edificios grises de nueva construcción al pie de la gran montaña rocosa convertida en fortaleza.

Un teleférico servía para ascender al risco central de la cumbre, según le explicaron en una cafetería en la que entró para tomar el segundo desayuno de la mañana. El viaje silencioso del teleférico a la cima del peñón permitía divisar el perfil recortado de la costa africana, de Ceuta a Tánger, donde las aguas del Atlántico entraban en el Mediterráneo.

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