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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (30 page)

BOOK: La prueba
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Y sin dudar se puso un vestido ligero de algodón y, tomando el coche, condujo, guiándose por el eficaz GPS, hasta Puerto Banús. Le apetecía dar un paseo por la playa, visitar algunas boutiques que seguro estarían de rebajas y abiertas hasta tarde y cenar en un italiano frente al puerto, con vistas a los superyates de los potentados. Conocía y frecuentaba la Trattoria desde hacía años, desde los tiempos en que su amiga la invitaba a su casa de Estepona.

Al acabar la cena se dio el lujo de pasear un rato. A las diez de la noche, Puerto Banús bullía de veraneantes y turistas. Luego, remoloneando, llegó al hotelito, subió a pie hasta la tercera planta, donde estaba su habitación, tomó el ordenador y, saliendo a la amplia terraza, se sentó para bajarse el correo en uno de los cómodos sillones de enea colocados en ella. Tenía, en efecto, tanto respuesta de Jorge como de Lola.

El primero le pedía disculpas repetidamente, no cesaba de preguntarle cómo estaba y le advertía que tuviera cuidado. Poco más. Sí, una última cosa: le decía que Roberto parecía destrozado.

El de Lola, en cambio, le resultó mucho más útil. Le hablaba de Ignacio Puertoareas, le decía que se le relacionaba, en efecto, en varios negocios con Cardoso y Wiren y, ahí venía lo interesante, también con un narco colombiano llamado Barroso.

«¿Crees que esto puede tener algo que ver con la coca que se encontró en el barco de Aitor?», preguntaba. Y, a continuación de esta pregunta que dejaba en el aire, añadía los datos de que disponía sobre Barroso.

Jimena leyó las noticias que había pegado Lola en su e-mail con avidez. La más reciente detallaba que uno de los últimos presuntos narcos que había conseguido huir de las manos de la Justicia era, precisamente, ese Barroso, junto a uno de sus socios, apellidado Godoy, también de nacionalidad colombiana. Ambos habían sido detenidos en Huelva y supuestamente eran los responsables del cargamento de cocaína más importante aprehendido en España, escondido en el interior de un buque con bandera turca. Pese a ello, sólo pasaron dos años a la sombra. El juez Beltrán González ordenó prisión preventiva sin fianza, pero curiosa e inexplicablemente, pasados los veinticuatro meses, el magistrado de la Audiencia Nacional se vio obligado a ponerlos en libertad porque se había superado el plazo establecido para solicitar la prórroga del encarcelamiento. Una vez en la calle, Barroso y Godoy debían comparecer ante el juez todos los días, obligatoriamente, y sobre ellos pendía, por supuesto, la prohibición expresa de abandonar España.

Quince días antes de que se agotara el plazo procesal previsto en la Ley, la Fiscalía Antidroga pidió a González que convocara la audiencia de las partes para debatir la prórroga del encarcelamiento otros veinticuatro meses, ya que los dos individuos estaban catalogados como tipos muy peligrosos. Sin embargo, en ese momento, el juez se encontraba casualmente en Colombia, participando en un seminario dedicado a las desapariciones forzosas, y a su vuelta a Madrid, de manera inopinada, ignoró la petición de la Fiscalía. Poco después, el mismo magistrado salió nuevamente de viaje alegando asuntos personales y con permiso del Consejo General del Poder Judicial, de suerte que la comparecencia para prorrogar la prisión de los dos detenidos se celebró pasada la fecha preceptiva. En la misma, el juez González dictó dos autos accediendo a la prolongación de esta medida cautelar, argumentando con «la gravedad de la pena a que podían ser condenados los acusados». Sus abogados alegaron, inmediatamente, que el plazo para prorrogar el encarcelamiento había concluido cuatro días antes.

Jimena bufó, todo ese asunto le parecía demasiado rocambolesco como para creer a pies juntillas las excusas dadas por el juzgado, que se limitó a atribuir el desaguisado a un simple error humano. Siempre había pensado que era ilógica la inexistencia de algún mecanismo que avisara a sus señorías de los límites temporales y así evitar que se les colara la fecha en casos de semejante importancia. «Nosotros nos la cargamos si se nos pasa la fecha de un recurso; si el cliente nos denuncia en el colegio, nos crujen por negligentes —pensó—. Pero parece que los jueces tienen bula», al margen de que en este caso concreto, lo que acababa de leer rayaba en la mala fe y la negligencia y rebasaba, con mucho, la categoría de «simple error humano». Máxime cuando en el caso del juez González, según relataba Lola, el magistrado, conocido como uno de los jueces estrella de la Audiencia Nacional, por aquel
despiste
no sufrió ninguna sanción.

Y, siguió leyendo, en cuanto al expediente abierto por el Consejo General del Poder Judicial a González por la excarcelación de los dos presuntos narcos, Godoy y Barroso, este quedó en una falta leve de incumplimiento injustificado de los plazos para resolver sobre la prisión preventiva. Lo mejor de todo era que durante los meses que González estuvo pendiente de la resolución de este expediente sobre su actuación, los dos colombianos cumplieron las exigencias judiciales y se presentaban a diario ante la autoridad que los controlaba, pero casualmente, ambos desaparecieron tras el dictamen del Consejo General del Poder Judicial sobre el caso que exoneraba al juez. Y eso que teóricamente estaban siendo estrechamente vigilados mediante un estricto dispositivo policial.

«Vaya amiguitos los de Puertoareas y, probablemente, Cardoso —pensó Jimena—. Y qué casualidad que el dueño de un barco relacionado con el incidente de Aitor, como parece ser Cardoso, tenga algo que ver con estos narcos…»

Y, agotada por el cúmulo de información, decidió que ya era hora de ir a dormir por más que todavía fuera temprano. Definitivamente, ese jueves había sido un día demasiado largo.

C
UARENTA

A primera hora del viernes, con Lola en el hospital ocupándose de Aitor, Jorge y Roberto se vieron libres al fin para reunirse en el bufete.

—Ayer recibí un e-mail de Jimena —comenzó Jorge—, bueno, en realidad recibí dos: uno por la tarde y otro antes de que se fuera a dormir.

—Yo no he sabido nada de ella —reconoció Roberto—. Absolutamente nada, ni un SMS, ni una mísera llamada…

—Sí que está cabreada —consideró Jorge—. A mí, en realidad, no me hablaba de nada personal, ni siquiera me saludaba, ni un qué tal, Jorge, ni un aquí hace mucho calor… Nada. Solo pedía información.

—¿Sobre quién?.

—Sobre un individuo llamado Puertoareas. Al parecer, es socio de José Cardoso, y este es, a su vez, dueño de un barco llamado
Wallstreet
y antes lo fue de otro llamado
Olimpo.
¿Te suena? —Y tras ver que Roberto asentía con un gesto leve de la cabeza, continuó—: Pero eso no es lo peor.

—¿Mi, no?.

—No, lo peor es que Puertoareas se relaciona, a su vez, con un narco llamado Barroso que fue detenido en su momento con el mayor cargamento de cocaína importado a España.

—¿Qué? —Roberto alzó la cabeza, alarmado, y Jorge pudo reparar en el intenso gris azulado de sus ojeras.

—Como lo oyes. La niña no es tonta, hemos de admitirlo. ¿No te parece?.

—Sí lo es, de remate, y está en peligro. —Y sin previo aviso, como activado por un resorte, se levantó con una agilidad inusitada en un cuerpo de su tamaño y se encaminó en dos zancadas hacia la puerta.

—¿Qué haces?. ¿Adonde vas?.

Desde el pasillo Roberto, los ojos brillantes, el rostro resuelto de un hombre de acción, tuvo la deferencia de perder un minuto de su tiempo para despedirse de Jorge.

—Me voy a buscarla, siento dejarte solo con el bufete, pero tengo que hacerlo. No puedo permanecer aquí sabiendo que anda metiendo las narices en los asuntos de tipos como esos.

Y, sin más, dejando a Jorge con la palabra en la boca, desapareció.

Jorge, tras reponerse de la sorpresa, otra más en esos días ya de por sí ajetreados, tuvo la delicadeza de enviar un SMS a su amigo con los datos del hotel de Jimena.

Pensó también en enviarle un mensaje a ella informándola de que Roberto iba en camino, pero pronto desistió de hacerlo. Bastante cabreo tenía ya ella y, sobre todo, bastantes fuegos tenía él que apagar a su alrededor como para aceptar una vela, también, en ese entierro.

C
UARENTA
Y
U
NO

Jimena madrugó, por no perder la recién adquirida costumbre. Se duchó, desayunó en un santiamén y salió del hotelito en dirección a Guadalmina. Había estado sonsacando sin sonrojo a Myriam antes de salir, segura de que ella mejor que nadie tendría referencias sobre uno de los más activos miembros de la jet set de Estepona, y no se equivocó. La dueña del hotel no había vacilado en proporcionarle toda la información, o más bien cabía decir cotilleos, de que disponía sobre Cardoso. Incluyendo el lugar donde vivía.

Sabía que no tenía ningún sentido perder un buen pellizco de aquella mañana de viernes con ese capricho suyo de ver la casa de Cardoso por mucho que, según le había asegurado Myriam, esta fuera una de las más lujosas de la ya de por sí lujosa urbanización. Cuando llegó a Guadalmina aparcó en el club de golf, no sin antes haber tenido que pasar por un control de acceso. Ante las preguntas del «segurata» no se le ocurrió nada mejor para poder acceder que decir que había quedado con una amiga para jugar al golf, con la mujer del señor José Cardoso. Asombrada por las estrictas normas de control que allí regían, se riñó por no haber tenido la suficiente rapidez de reflejos como para dar un nombre falso más tarde, en el momento en que aparentemente iban a franquearle por fin el paso y le requirieron su nombre. Ahora, si alguien lo preguntaba, constaría que estuvo en la urbanización, y la hora a la que entró y, probablemente, también a la que saldría. Aunque no tenía mucho sentido dolerse, se consoló a sí misma diciéndose que bastante mérito tenía por haber ideado una mentira a tiempo para entrar. Se sentó en la cafetería y suspirando pidió un café al camarero que, de todos los que había en el local, le resultó el más simpático y menos encopetado. Se puso a hablar con él, algo inusual en ese lugar, con la intención de sonsacarle alguna información, sin resultar demasiado sospechosa. Necesitaba conocer la ubicación exacta de la casa de Cardoso.

—Es que me he liado a dar vueltas por las calles con el coche y al final todas me parecen iguales. No consigo dar con la que busco —gorjeó.

—¿De cuál se trata?.

—El número de la calle no lo sé, creo que es la 4, pero no estoy segura. El dueño se llama José Cardoso, seguro que lo conoce…

—Sí, claro, lo raro es que hoy no se haya pasado por aquí. Mire, por la primera que pueda suba hasta una calle ancha que cruza, ahí coja a la derecha y ahí vuelva a coger a la derecha. No tiene pérdida, es la casa más blindada de la zona. En cuanto vea el dispositivo de seguridad, sabrá que ha llegado —sonrió—. Y ahora mismo vuelvo, señorita, y le traigo el café.

—Muchas gracias, dese prisa, por favor, no quisiera llegar tarde a mi cita —rogó Jimena con la mayor candidez que supo aparentar. Estaba atemorizada ante la posibilidad de que de pronto Cardoso llegara y el camarero, tan dicharachero, con tantas ganas de ayudar, le llevara hasta ella diciendo que había preguntado por él.

Salió lo más rápido que pudo para no resultar sospechosa y llegó a la casa. Era la última parcela de la calle, lo que le hizo calcular que el jardín debía de ser enorme. No alcanzó a ver la casa debido al alto muro, pero Myriam le había contado que dentro guardaba obras de arte de mucho valor y un jardín enorme, en efecto, entre neoclásico y hortera. Al parecer, Myriam había estado allí más de una vez porque en la mansión se daban grandes fiestas. La mujer de Cardoso, además, organizaba numerosas actividades sociales para conseguir dinero con el que ayudar a niños discapacitados.

—Hay que fastidiarse —murmuró Jimena mientras arrancaba. Y, sin perder más tiempo, tecleó en el GPS las coordenadas para llegar lo más pronto posible a Cádiz.

C
UARENTA
Y
D
OS

—José Luis —era Cardoso, con ese tono imperativo tan propio de él—. ¿Dónde estás?.

—En el coche, voy para el despacho.

—Yo estoy en una terraza, me gusta desayunar antes de llegar al mío. Me estaba tomando un mollete con aceite cojonudo y hojeando el periódico he visto una noticia que te voy a mandar ahora por e-mail y que te va a dejar helado.

—Adelántame algo.

—No, mejor la lees tú. Luego hablamos.

A Martínez ya no le cupo la camisa en el cuerpo durante el resto del trayecto. Llegó al despacho y, casi sin saludar a sus secretarias ni pedirles el habitual café de todas las mañanas, se sentó ante su ordenador. En cuanto abrió el correo y vio el titular del diario regional, por poco le da un infarto: «Un importante empresario español ha sido encontrado en la habitación del hotel Kempinski con síntomas de asfixia», rezaba. Más abajo, en letras más pequeñas, añadía: «Más información cu páginas interiores».

Una mezcla de angustia y preocupación le hizo ir directo al enlace que abría la noticia donde daba cuenta del accidente y de su resultado: mortal. Las hipótesis que barajaba el periodista como posibles causas del deceso eran variadas y lo único que el autor del texto daba por cierto era que una persona con voz de mujer había llamado a recepción para que avisaran a una ambulancia, advirtiendo de que el huésped de la suite 222 se sentía mal, con síntomas de que podría estar sufriendo un infarto. Obviamente, desde recepción marcaron el número de urgencias e, inmediatamente, dieron cuenta de lo sucedido al director del hotel. Dado que este tenía su vivienda en el establecimiento, se personó rápidamente, antes que los servicios de urgencias, en la 222. Entró en la habitación y comprobó que la persona alojada allí se encontraba sola y que no había rastro de la señora que telefoneó a recepción. A primera vista, vio una peluca de mujer y un portaligas y, en la salita anterior al dormitorio, fotografías eróticas y lencería roja.

Los facultativos de la ambulancia, proseguía la noticia, tardaron unos veinte minutos en llegar y rápidamente, nada más ver al huésped del hotel, se percataron de la gravedad del herido; le pusieron una mascarilla de oxígeno y se lo llevaron a un centro hospitalario, donde al parecer falleció a las pocas horas de su ingreso. El periódico contaba que, según fuentes policiales, el individuo apareció con una marca alrededor del cuello, como si una cuerda hubiera estado apretándolo. Era evidente que alguien se encontraba con él, ya que, en caso de haber estado solo, habría fallecido estrangulado por la cuerda y esta habría permanecido alrededor del cuello. Las primeras investigaciones barajaban la posibilidad de que el tipo, del que sólo facilitaban las iniciales, hubiera intentado suicidarse, aunque la llamada de la misteriosa mujer y de la parafernalia erótica descartaba esa variante. La información apostaba por la idea, en su opinión mucho más plausible, de que la persona en cuestión resultara seriamente herida mientras llevaba a cabo un juego sexual llamado hipoxifilia, consistente en practicar la privación de oxígeno, a uno mismo o a otra persona, con el objeto de obtener o mejorar el orgasmo. Al parecer, los usuarios de este método tenían la convicción de que la disminución de oxígeno aumenta el placer sexual. La asfixia erótica se utilizó por primera vez como un tratamiento para la disfunción eréctil y la impotencia a partir de la observación de que algunos reos, en el momento de ser ejecutados en la horca, desarrollaban una erección que se prolongaba a veces hasta incluso después de la muerte, llegando a provocar en ocasiones la eyaculación durante o después del ahorcamiento del ajusticiado.

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