Authors: Bruno Schulz
Su manera de andar no es ni demasiado graciosa ni rebuscada, y esa simplicidad va derecha al corazón, y el corazón se oprime de felicidad ante la idea de que se pueda ser Bianka tan simplemente, sin artificio y sin la menor tensión.
Una vez alzó lentamente sus ojos hacia mí y la sabiduría de su mirada me traspasó de parte a parte. En ese momento supe que nada se le ocultaba, que desde el principio ella conocía todos mis pensamientos. Desde entonces, me puse a su disposición, exclusivamente y sin reservas. Lo acogió con un movimiento de sus párpados apenas perceptible. Todo ocurrió sin una palabra, sin un momento de interrupción, con una sola mirada.
Cuando intento imaginármela, sólo puedo evocar un detalle, insignificante: la piel de sus rodillas, agrietada como la de un muchacho. Ese detalle es profundamente emotivo, lleva la imaginación a contradicciones torturadas, a antinomias encantadoras. Todo lo demás, todo lo que hay arriba y abajo, es trascendente e inimaginable.
Hoy me sumí de nuevo en el álbum de sellos de Rudolf. ¡Qué estudio maravilloso! Ese texto está lleno de notas, de alusiones, de sobreentendidos, de un ambiguo destello. Pero todas sus líneas convergen en Bianka. ¡Cuántas felices suposiciones! De un vínculo a otro, mi sospecha corre como a lo largo de una mecha, encendida por la esperanza deslumbradora. Ah, tengo el corazón triste, oprimido por los misterios vislumbrados.
En el parque municipal hay ahora música todas las tardes, el paseo de primavera discurre por los senderos. Por ahí deambulan y regresan, se cruzan y se encuentran, siguiendo arabescos simétricos, a cada instante reanudados. Los jóvenes llevan sombreros nuevos y agarran indolentemente sus guantes con una mano. Entre los troncos de los árboles, a través de los setos, los vestidos de las muchachas brillan en los senderos vecinos. Las muchachas van de dos en dos, moviendo las caderas, erizadas de faralaes y volantes vaporosos, cisnes vestidos de plumas blancas y rosas, campanas rellenas de muselina con flores, y a veces se sientan en un banco, como fatigadas del vacío de esa etiqueta, posan esa gran rosa de gasa y batista, que estalla entonces con todos sus pétalos desbordados. En ese momento las piernas cruzadas se descubren, enlazadas, formas blancas, irresistibles, y los jóvenes, al pasar ante ellas, palidecen y se callan, fulminados por la fuerza del argumento, convencidos y vencidos.
Justamente antes del crepúsculo hay un momento en que los colores del mundo embellecen. Adornados, cálidos y tristes, adquieren contornos. El parque se cubre de un barniz rosa, de una laca brillante que vuelve las cosas súbitamente muy luminosas. Pero en esos mismos colores hay un tono de azul demasiado profundo, una belleza demasiado evidente y ya sospechosa. Un instante más, y el jardín, apenas salpicado de fresco verdor, aún desnudo y todo en ramas, deja transparentar la hora rosa del crepúsculo, tibia y fragante, impregnada de la tristeza indecible de las cosas para siempre y mortalmente bellas.
Súbitamente todo el parque se transforma en una orquesta enorme y muda, solemne y recogida, aguardando bajo la batuta alzada del director a que la música madure en él, después sobre esa ardiente sinfonía silenciosa cae el crepúsculo breve y teatral, como bajo el empuje de una subida violenta de tonos en todos los instrumentos a la vez —allá arriba, el canto de una oropéndola oculta entre las ramas traspasa el joven verdor— y todo se hace grave, desierto y tardío, como en el bosque al anochecer. Un soplo apenas perceptible pasa sobre las cimas de los árboles que dejan caer una lluvia amarga y seca de flores de cerezo. El aroma acre flota bajo el cielo ensombrecido y desciende con un suspiro de muerte, las primeras estrellas dejan escapar sus lágrimas, pequeñas flores de lilas cogidas en la noche pálida y malva. (Ah, sí, lo sé, su padre es médico en un barco, su madre era criolla. Es a ella a quien espera todas las noches en el atracadero el barco de vapor con ruedas en sus flancos, con todas las luces apagadas.)
En ese momento, una fuerza extraña se apodera de las parejas deambulantes, los jóvenes y las muchachas que se encuentran a intervalos regulares. Cada joven se convierte en un Don Juan bello e irresistible, se supera a sí mismo, orgulloso y triunfante, y su mirada adquiere esa fuerza mortal bajo la que desfallecen los corazones de las muchachas. Y los ojos de éstas se hacen profundos, jardines con mil senderos se abren allí, parques-laberintos sombríos y susurrantes. Un brillo de fiesta dilata sus pupilas que se abren, se abandonan y dejan entrar a los vencedores en los senderos de sus jardines tenebrosos cuyos caminos simétricos, estrofas de una
canzona
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, se alejan en todos los sentidos, confluyen, se encuentran en una triste rima, en plazas rosas, en torno a parterres circulares, o cerca de fuentes en las que los últimos rayos de sol poniente incendian el agua, para separarse de nuevo, dispersarse entre las masas negras de los bosques, espesuras del anochecer, cada vez más densas y susurrantes, donde ellos se separan, se pierden como en corredores complicados, entre colgaduras de terciopelo, en tranquilas alcobas. Atravesando el frescor de esos jardines oscuros entran insensiblemente en lugares solitarios, extraños, olvidados, en un susurro nuevo de los árboles, más sombrío, crespón de luto flotando, donde la oscuridad fermenta y el silencio se deteriora, se desintegra como en un viejo tonel de vino olvidado.
Errando así a ciegas en medio del terciopelo oscuro de esos parques, se encuentran finalmente en un claro apartado, bajo un último rayo púrpura, al borde de un estanque que un fango negro invade desde hace siglos, y al pie de la balaustrada mellada, en los confines del origen, se encuentran de nuevo en una vida hace mucho tiempo terminada, en una preexistencia lejana, incluidos en un tiempo desconocido, vestidos con trajes de épocas pasadas sollozan sin fin sobre la muselina de una elegía, se elevan hasta inaccesibles promesas, y subiendo los peldaños del éxtasis llegan a las cumbres, los límites más allá de los cuales sólo existe la muerte y el entorpecimiento del placer que no dice su nombre.
¿Qué es el crepúsculo de primavera?
¿Acaso hemos alcanzado el corazón de las cosas, acaso el camino se detiene aquí? Nos encontramos al final de nuestras palabras que, desde ahora, se hacen oníricas, disparatadas y locas. Sin embargo, es únicamente más allá de las palabras cuando comienza eso que, en esta primavera, es lo más grande y lo más indecible. ¡El misterio del crepúsculo! Es únicamente fuera de las palabras, allí donde nuestra magia ya no actúa, donde se despliega ese elemento inmenso y sombrío. La palabra entonces se descompone, se disuelve, regresa a su etimología, a su oscura raíz. He aquí que oscurece, las palabras se pierden en medio de vagas asociaciones: Aqueronte, Orco, Averno
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¿Sentís el soplo de las profundidades, de los sótanos, de la tumba? ¿Qué es el crepúsculo de primavera? Una vez más nos hacemos esa pregunta, leitmotiv de nuestras indagaciones, no encontrando respuesta.
Cuando las raíces de los árboles quieren hablar y bajo la corteza terrestre se ha acumulado mucho pasado, muchas historias y leyendas antiquísimas, cuando en el origen se han concentrado demasiados susurros apagados, un magma inarticulado y esa cosa oscura que precede a la palabra, entonces la corteza de los árboles se ennegrece y se desgaja en escamas ásperas y espesas, de surcos profundos, y allí se abren orificios, oscuros como la piel del oso, y si se hunde el rostro en esa piel suave del crepúsculo, todo se hace repentinamente oscuro y silencioso. Hay que aplicar los ojos, pues, contra la oscuridad más negra, forzarlos un poco, obligarlos a penetrar lo impenetrable, el suelo inerte, y súbitamente nos encontramos del otro lado de las cosas, en el fondo, en el Averno. Y vemos...
La oscuridad no es total, contrariamente a lo que se podría imaginar. No, pulsaciones luminosas hacen vibrar el espacio. Es evidente que la luz interior de las raíces, los fuegos fatuos, finas venas de resplandor recorren la oscuridad, el sueño inmóvil de la materia. Aquí, cortados del mundo, perdidos en ese regreso al arcano, vemos a través de nuestros párpados cerrados, porque los pensamientos se encienden entonces en nosotros, pequeñas llamas, antorchas interiores. Es una regresión total, un viaje hasta el fondo, un retorno a las raíces, la anamnesia
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se ramifica, y soñamos sacudidos por estremecimientos subterráneos. Es únicamente allá arriba, en la luz del día —hay que decirlo de una vez— cuando somos ese haz melodioso, articulado, tembloroso, alondra y cima incandescente; aquí, en el fondo, nos diseminamos hechos añicos, en sintagmas negros, en infinitas historias inacabadas.
Ahora sabemos al fin sobre qué ha brotado esta primavera y por qué es tan triste, tan plena de sabiduría. ¡Ah, no lo creeríamos de no haberlo visto con nuestros propios ojos! He aquí los laberintos, los depósitos interiores, los silos de materia; he aquí las turbas aún calientes, cenizas y polvo. Historias seculares. Siete capas, como en Troya
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, pasillos, cámaras, tesoros. Cuántas máscaras de oro alineadas, de aplastadas sonrisas, cuántos rostros carcomidos, momias, crisálidas vacías. Es aquí donde se encuentran esos columbarios
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, esos funerarios cajones donde yacen los muertos endurecidos, negros como raíces, esperando su hora; aquí las grandes vitrinas donde están expuestos en urnas, en tarros, en los que permanecen durante años sin que nadie los compre. Quizá se agiten ya en sus nidos, ya completamente curados, puros como el incienso, drogas olorosas, gorjeantes, despiertos e impacientes, pomadas y bálsamos matinales probando con la punta de la lengua su propio sabor. Esos palomares amurallados están repletos de picos saliendo del huevo y del primer balbuceo, a tientas y luminoso. ¡Nace súbitamente una atmósfera matinal, una atmósfera de antes del tiempo, en esos largos pasillos vacíos donde los muertos que allí reposan se despiertan uno tras otro a un alba completamente nueva!
* * *
Aunque eso no es todo, descendamos más abajo. No tengáis miedo, dadme la mano, un paso más, y ya nos encontramos en las raíces y enseguida nos vemos rodeados de ramajes oscuros, como en el fondo de un bosque. Allí huele a hierba y a madera carcomida, las raíces se hunden en lo negro, se enredan, suben, savias inspiradas ascienden por ellas. Hemos pasado al otro lado, al revés de las cosas, a la oscuridad picada por enmarañadas fosforescencias. Revoloteo, agitación, multitud. Magma bullicioso de pueblos y generaciones, multiplicación infinita de Biblias y de Ilíadas. Migración tumultuosa, maraña y ruido de la historia. El camino se acaba aquí. Estamos en lo más hondo, hemos llegado a los fundamentos oscuros, estamos en las Madres
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. Aquí están los infernos
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interminables, las desoladas extensiones osiánicas
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, los nibelungos
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de la desesperanza. Aquí, los grandes viveros de la historia, las fábricas
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de fábulas, de cuentos, de leyendas. Ahora finalmente comprendemos el gran y triste mecanismo de la primavera. ¡Ah, la primavera estimula las historias. Cuántos acontecimientos, cuántas vidas, cuántos destinos! Todo lo que alguna vez hemos leído, todas las historias escuchadas y todas aquellas con las que soñamos confusamente desde nuestra infancia, sin haberlas oído nunca, tienen aquí su casa y su patria. ¿De dónde sacarían los escritores sus ideas, dónde encontrarían el ánimo para inventar si no sintieran detrás de ellos esas reservas que hacen vibrar el Averno? Murmullo de la tierra. Contra tu oído golpea regularmente un discurso inagotable. Avanzas, con los ojos semicerrados, entre la tibieza de esos murmullos, sonrisas, sugestiones, hostigado, quemándote en miles de preguntas. Quisieran que aceptes algo de ellas, no importa qué, aunque sólo fuese una pizca de esas historias que nunca han adquirido forma, piden que tú las integres en tu joven vida, en tu sangre, que tú las salves y continúes viviendo con ellas. ¿Qué es la primavera sino una resurrección de historias? En medio de ese elemento inmaterial, sola, la primavera vive, es real, fresca e ignorante de todo. Su joven sangre verde, su ingenuidad vegetal atraen los espectros, fantasmas, larvas y
farfarele
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. Y ella, desamparada e ingenua, los deja entrar en su sueño, duerme con ellos, y, después, se despierta al amanecer sin recordar nada. He aquí por qué es tan plena, tan grávida con toda esa suma de cosas olvidadas, y tan triste, porque debe completamente sola realizar su vida por tantas vidas no realizadas, ser bella por tantas vidas rechazadas y abandonadas. Y para hacerlo, sólo tiene el perfume del cerezo que fluye por un solo cauce eterno e insondable donde todo está comprendido. ¿Qué quiere decir, olvidar? Sobre las viejas historias un verdor nuevo ha surgido en una noche, un delicado depósito verde, y han aparecido, también, claros y densos brotes. El olvido reverdece en la primavera, viejos árboles recubren su dulce e ingenua ignorancia, se despiertan dotados de ramajes ligeros y sin memoria, mientras que sus raíces se hunden en historias antiguas. La primavera leerá esas historias como si fueran nuevas, las silabeará desde el principio, las reunirá, y comenzarán una vez más como si nunca hubiesen ocurrido.
Hay muchas historias que no han nacido nunca. Entre las raíces, ¡cuántos coros quejumbrosos, cuentos contados interminablemente, monólogos inagotables, improvisaciones insospechadas! ¿Tendremos la paciencia de escucharlos? Antes que la más antigua de las historias contadas, hubo otras que no habéis escuchado, hubo predecesores anónimos, novelas sin títulos, epopeyas enormes, pálidas y monótonas,
byliny
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sin formas, troncos informes, gigantes sin rostro que oscurecían el horizonte, palabras oscuras, dramas vesperales de las nubes, y todavía más lejos, libros-leyendas, nunca escritos, libros-aspirando-a-la-eternidad, libros fuegos fatuos, perdidos
in partibus infidelium
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...
***
Entre todas las innumerables historias que se cruzan en los vasos comunicantes de las raíces, hay una que —desde hace mucho tiempo— ya es propiedad de la noche, establecida para siempre al final del firmamento, compañía eterna y telón de fondo de las extensiones celestes. A través de cada noche de primavera, cualesquiera que sean los acontecimientos que se desarrollen, transcurre sobrevolando el concierto de las ranas y el ruido infatigable de los molinos. El hombre avanza bajo el polvo de las estrellas, avanza a grandes pasos a través del cielo, apretujando a la criatura entre los pliegues de su abrigo, siempre en camino, peregrino eterno por los espacios infinitos de la noche. Oh, pena inmensa de la soledad, huérfano por los espacios nocturnos, brillo de las estrellas lejanas. El tiempo ya no puede cambiar nada en esta historia, que atraviesa los horizontes estrellados, se cruza con nosotros y será siempre así, siempre de nuevo, porque una vez que ha abandonado el carril del tiempo, se ha hecho insondable y ninguna repetición podrá jamás agotarla. El hombre avanza apretujando a la criatura entre sus brazos: repetimos intencionadamente ese leitmotiv, ese exergo de la noche, con el fin de apoderarnos de la continuidad intermitente de su recorrido, unas veces velado por la red enmarañada de las estrellas, otras invisible durante largos intervalos mudos por donde pasa el soplo de la eternidad. Los mundos se aproximan demasiado, aterradores de color, envían señales violentas, informes inexpresables, y él avanza, tranquilizando a la pequeña con una voz monótona y desesperada, impotente ante el otro murmullo, a las persuasiones terriblemente dulces de la noche, a esa palabra única que formula la boca del silencio cuando nadie la escucha...