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Authors: Bruno Schulz

La primavera (3 page)

Entonces lo abrí y los colores del mundo brotaron delante de mis ojos, el viento de los espacios inmensos, el panorama de los horizontes cambiantes. Tú atravesabas sus páginas, arrastrando la cola de tus vestiduras tejida con todas las esferas y todos los climas: Canadá, Honduras, Nicaragua, Abracadabra, Hiporabundia. Te había comprendido, Señor. Todo eso eran los subterfugios de tu riqueza, las primeras palabras que se te habían ocurrido. Habías metido una mano en tu bolsillo y como quien exhibe un puñado de botones tú me mostraste las posibilidades que había en ti. No se trataba de exactitud, tú decías no importa qué. Hubieras podido decir igualmente: Panfibras y Haleliva, y en el aire hubieran batido inmisericordes las alas de los papagayos, y el cielo, tal una inmensa rosa azul de cien pétalos abiertos por tu soplo, hubiera hecho aparecer su fondo luminoso, tu ojo ocelado y penetrante, y el núcleo cegador de tu sabiduría hubiera resplandecido allí, impregnado de subidos colores, floreciente de embriagadores aromas. Tú has querido deslumbrarme, oh Dios mío, vanagloriarte, seducirme, pues tú también tienes tus momentos de vanidad en los que te admiras a ti mismo. ¡Oh, cómo amo esos momentos!

¡Tú estabas confundido, Francisco José I, tú y tu evangelio de prosa! Mis ojos te buscaban en vano. Finalmente, te encontré. Estabas bien ahí, entre esa muchedumbre, pero qué pequeño, desorientado y gris. Caminabas entre el polvo del camino, detrás de América del Sur y delante de Australia y cantabas con los otros: ¡Hosanna!

VIII

Me hice adepto del nuevo evangelio. Trabé amistad con Rudolf. Lo admiraba a la vez que presentía confusamente que él sólo era un instrumento, que el libro estaba destinado a algún otro. En efecto, Rudolf hacía más bien de garante. Él clasificaba, pegaba, despegaba, lo encerraba con llave en un armario. En el fondo, él estaba triste, como si supiera que iba a decrecer mientras que yo crecería. Era parecido a aquel que había venido a enderezar los caminos del Señor
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...

IX

Yo tenía numerosas razones para considerar que ese libro me estaba destinado. Muchos signos indicaban que se dirigía a mí, que me confiaba una misión especial, un mandato, una carga personal. Lo comprendí al ver que nadie se consideraba como su propietario. Ni siquiera Rudolf, que lo servía. Él le era esencialmente extraño. Parecía un doméstico perezoso y reticente sometido a la faena del deber. A veces los celos inundaban su corazón de amargura. Se rebelaba interiormente contra su papel de guardián de un tesoro que no le pertenecía. Miraba con un ojo envidioso el reflejo de los mundos lejanos, la gama silenciosa de colores que atravesaba mi rostro. Solamente cuando la veía reflejada en mi cara le llegaba la luz de esas páginas, a las que su alma no tenía acceso.

X

Una vez, vi a un prestidigitador. Se mantenía de pie en el escenario, delgado, visible desde todos los lados, y, exhibiendo un sombrero de copa, mostraba a todo el mundo su fondo blanco y vacío. Habiendo así prevenido su arte insospechable contra el reproche de manipulaciones deshonestas, trazó en el aire con su varilla un signo mágico, complicado, después, con precisión y ostentación, se puso a sacar del sombrero, con ayuda de su bastoncillo, cintas de papel, palmos y varas y finalmente kilómetros de lazos de color. La sala se llenó de una masa crujiente de colores, de un crepé ligero, espumoso, multiplicado hasta el infinito, de un amontonamiento luminoso, y él no dejaba de devanar su trama a pesar de las voces asustadas, las protestas admirativas, los gritos de éxtasis y los lloros convulsivos; finalmente se hizo claro como el día que aquello no le costaba nada, que no sacaba esa abundancia de sus propios recursos: simplemente, reservas de otros confines se habían abierto, que no tenían nada en común con las medidas y los cálculos humanos.

Alguien que estaba predestinado para comprender el sentido profundo de esa demostración volvió a su casa pensativo y deslumbrado, penetrado hasta el fondo del alma por la verdad que le había alcanzado: Dios es infinito...

XI

Éste es el momento para desarrollar aquí un breve paralelismo entre Alejandro el Grande y mi persona. Alejandro el Grande era sensible a los aromas de los países. Su olfato presentía posibilidades inauditas. Era de esos a los que la mano de Dios roza el rostro durante su sueño, que tienen el conocimiento de lo que no saben y a través de sus párpados cerrados disciernen los reflejos de mundos lejanos. Pero él tomó demasiado al pie de la letra las alusiones divinas. Siendo un hombre de acción, es decir de poco espíritu, interpretó su misión como una misión de conquistador del mundo. Su corazón conocía la misma insaciabilidad de la que sufría el mío, los mismos suspiros agitaban su pecho ante cada horizonte, ante cada paisaje. No hubo nadie que corrigiera su error. Ni el mismo Aristóteles
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le comprendía. Y así murió, desencantado, después de haber conquistado el mundo entero, dudando de Dios que se le escapaba siempre, y de sus milagros. Su retrato ornaba las monedas y los sellos de todos los países. Para su castigo, se convirtió en el Francisco José I de su tiempo.

XII

Me gustaría darle al lector una idea, al menos aproximada, de lo que era entonces ese volumen en el que se ordenaban por adelantado los asuntos finales de esa primavera. Un viento inquietante pasaba por la fila de sellos, calle brillante decorada con blasones y banderas, desplegando emblemas resplandecientes que flotaban en un silencio inspirado, bajo la sombra amenazadora de las nubes surgidas en el horizonte. Después, en la calle vacía aparecieron repentinamente los primeros heraldos, en traje de gala, con brazaletes rojos, relucientes de sudor, turbados, convencidos de su misión, afanados. Solemnes, profundamente emocionados, daban señales silenciosas, y ya la calle se ensombrecía; de todas las calles transversales afluían comitivas taciturnas de manifestantes con un ruido crujiente de pasos. Era una enorme manifestación de todos los países, un Primero de Mayo universal, un desfile monstruo. Con miles de manos alzadas para el juramento, de banderas, de estandartes; por miles de bocas el mundo gritaba que no estaba destinado a Francisco José I sino a alguien mucho, mucho más grande. Por encima de la muchedumbre flotaba un color rojo claro, casi rosa, indescriptible, el color libertador del entusiasmo. De Santo Domingo, de San Salvador, de Florida, afluían delegaciones sofocadas y enardecidas, en trajes frambuesa, saludaban con sombreros de copa color cereza de los que salían volando —ora dos, ora tres— excitados pinzones. Los soplos felices de un viento brillante aguzaban los reflejos de las trompetas, rozaban suavemente las aristas de los instrumentos erizados de silenciosos destellos. A pesar de la gran afluencia, el desfile se desarrollaba en orden, la inmensa revista transcurría en calma y sin ruido. En ciertos momentos las banderas violentamente, enardecidamente retorcidas con movimientos amaranto, con golpes febriles, con vanas sacudidas de entusiasmo, se levantan y quedan inmóviles como presentando armas, y toda la calle se inmoviliza, roja, cegadora, en un alerta silencioso, mientras que se cuentan atentamente las salvas amortiguadas de la cañonería: cuarenta y nueve detonaciones a lo lejos.

Después el horizonte ensombreció súbitamente como antes de una tormenta de primavera, sólo los instrumentos de las fanfarrias despiden reflejos, y se oye el retumbar del cielo oscurecido, el ruido de los espacios lejanos, y de los jardines próximos el perfume del cerezo llega en cargas compactas que explotan suavemente, saciando el aire con sus fragancias indecibles.

XIII

A finales de abril hubo una mañana gris y tibia, las gentes caminaban mirando al suelo, siempre el mismo metro cuadrado de suelo húmedo delante de sus pies, sin apreciar que a su izquierda y su derecha rebasaban los árboles del parque en cuyas ramas negras se abrían heridas supurantes y dulces.

Apresado entre la densa red de árboles, el cielo gris, sofocante, pesaba sobre la nuca de la gente, apelmazado y sin formas como un inmenso edredón. Como escarabajos olfateando con sus sensibles antenas la dulce arcilla, la gente, apresada en aquella tibia humedad, buscaba torpemente una salida. El mundo se estiraba, se desarrollaba y crecía en alguna parte allá arriba, en alguna parte atrás y al fondo, se dejaba arrastrar, beatíficamente debilitado. Por momentos se volvía estático, recordaba vagamente alguna cosa, se hacía ramas de árboles desplegados, red luminosa y apretada de canto de pájaros arrojada sobre ese día gris, y descendía bajo la tierra, hasta las raíces ofidianas, hasta el latido de versos ciegos, hasta el salvajismo primitivo del humus negro y de la greda.

Bajo esa inmensidad sin forma, la gente se acuclillaba entorpecida, con la cabeza entre sus manos, encorvada, colgaba de los bancos en los parques manteniendo sobre las rodillas un pétalo de periódico cuyo texto se había fundido en la gran inercia incolora del día; torpemente desplomados, babeaban sin darse cuenta.

Quizá el gorjeo de los pájaros les aturdía, esos sonajeros repetidos, cápsulas de adormidera derramando grises perdigones que perfumaban el aire. Caminaban de aquí para allá, somnolientos bajo esa granizada de perdigones, se hablaban por señas bajo aquel aguacero intenso, o bien se callaban, resignados.

Mas, cuando hacia las once horas de la mañana, el brote pálido del sol traspasó el gran cuerpo hinchado de las nubes, súbitamente en las cestas de las ramas las yemas brillaron todas a la vez, y el velo gris del gorjeo comenzó a virar a un oro pálido al separarse lentamente del rostro del día que abrió los ojos. Era la primavera.

Repentinamente, la alameda vacía del parque apareció llena de gente que marchaba en todos los sentidos, como si fuera el punto convergente de todas las calles de la ciudad: allí florecen vestidos, mujeres raudas y ligeras corren a su trabajo, a las oficinas, a las tiendas, y otras a sus citas, pero durante los pocos instantes en que atraviesan el cesto calado de la avenida sintiendo la humedad de invernadero y moteada de gorjeos de pájaro, pertenecen a esa avenida, a aquella hora, sin saberlo, son figurantes en el teatro de la primavera como si hubieran nacido aquí al mismo tiempo que las sombras delicadas de las ramas y las hojas que brotan a simple vista sobre el fondo de oro sombrío de la grava húmeda, corren, el tiempo de unos latidos cálidos y preciosos de sus venas, después palidecen repentinamente, imbuidas de sombra, la arena las aspira, filigranas transparentes, cuando el sol entra en la ensoñación de las nubes.

Pero durante un instante ellas han poblado el camino con su prisa fresca, y el perfume anónimo de la alameda parece llegar de su ropa blanca. Ah, esas blusas ligeras, frescamente almidonadas, llevadas de paseo por la sombra calada de la calle primaveral, blusas con manchas húmedas bajo las axilas, que secan con los efluvios de violeta llegados de lejos. Ah, esas piernas rítmicas, jóvenes, cálidas a consecuencia del movimiento, enfundadas en medias de seda nuevas, bajo las que se ocultan manchas rojas y granos, sanas erupciones de una sangre caliente. Todo el parque está descaradamente cubierto de granos, y todos los árboles se cubren de granos que estallan en un piar.

Después, la alameda se vacía de nuevo y a lo largo de la acera pasa con un amortiguado balanceo metálico un coche de bebé, de resortes esbeltos. Bajo la capota barnizada, hundido en un parterre de almidonadas sederías, duerme como dentro de un buqué de flores algo más delicado que ellas mismas. La joven que lleva el coche se inclina a veces, se apoya en la barra haciendo chirriar los ejes y, con un soplo acariciador, aparta ese buqué de tules hasta el núcleo dormido cuyos sueños atraviesan nubes y luces, según que el coche pase por zonas de sombra o de claridad.

Más tarde, a mediodía, luz y sombra continúan trenzando el jardín brotado y a través de las mallas finas de esa red cae sin fin el canto de los pájaros, de una rama a la otra, cae en lluvia de perlas a través de la jaula del día, pero las mujeres que siguen el sendero están ya fatigadas, la migraña ha deshecho sus cabellos, la primavera atormentó sus rostros: más tarde todavía la alameda queda desierta, sólo allí se arrastra el olor del restaurante del parque.

XIV

Todos los días a la misma hora, Bianka pasa por allí acompañada de su institutriz. ¿Qué decir de Bianka, cómo describirla? Sólo sé una cosa, y es que ella está maravillosamente de acuerdo consigo misma, que cumple con su programa hasta el final. Con una profunda emoción, la veo todavía como la primera vez entrar paso a paso en su ser, bailarina ligera que con cada gesto llega a lo esencial.

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