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Authors: Bruno Schulz

La primavera (8 page)

XXXIII

He aquí para la historia. Pero la historia oficial no está completa. Hay en ella vacíos intencionados, largas pausas y silencios donde la primavera se instala inmediatamente. Con presteza ha llenado los blancos con las hojas que derrama sin contar; las absurdidades de los pájaros, sus controversias falsas y sus repeticiones obstinadas, sus preguntas ingenuas para las que no hay respuesta borran las pistas. Hay que tener mucha paciencia para encontrar el texto entre tanto enredo. A eso sólo nos puede llevar un análisis gramatical de la primavera, de sus frases y periodos. ¿Quién, qué? ¿A quién, a qué? Se trata de eliminar el guirigay confuso de los pájaros, sus adverbios y pronombres agudos, sus pronombres personales fáciles de espantar, para separar poco a poco el grano de la paja. El álbum de sellos me sirve aquí como una guía preciosa. ¡Estúpida, simplista primavera! Se instala en las cosas sin discernimiento, confundiendo el hechizo y la necedad, burlona, despreocupada, siempre indolente. ¿Será ella también un aliado de Francisco José I, formará también parte del complot? No hay que olvidar que la menor pizca de buen sentido que brota en esta primavera es inmediatamente ensordecida por el parloteo absurdo y estrafalario. Los pájaros borran las huellas, enmarañan los cálculos metiendo por todas partes una puntuación errónea. Es así como la verdad es rechazada por esa primavera exuberante que siembra flores y hojas sobre cada palmo de terreno, en el menor intersticio. La verdad expulsada, ¿dónde encontrará asilo si no es allí donde nadie la busca: en los almanaques y los calendarios populares, en los cantares de ciego cuyo texto desciende en línea directa del álbum de sellos?

XXXIV

Después de semanas soleadas, siguieron algunos días nubosos y cálidos. El cielo se oscureció como en los antiguos frescos, en un silencio sofocante las nubes se amontonaron: campo de batalla trágico de la escuela napolitana. Sobre el fondo de aquellos torbellinos cobaltados y plomizos, las casas brillaban con una blancura violenta, todavía resaltada por las sombras netas de las cornisas y pilastras. La gente caminaba con la cabeza baja, llena de una oscuridad interior que —como antes de una tormenta con sus descargas eléctricas— se abría paso en ella.

Bianka no viene ya al parque. Sin duda la vigilan, le impiden salir. Han olfateado el peligro.

Hoy he visto en la ciudad a un grupo de hombres, vestidos con levita negra y sombrero de copa, atravesando la plaza del mercado con un paso mesurado de diplomáticos. Las pecheras blancas de sus camisas brillaban en el aire azulado. Examinaban las casas como si calcularan su valor. Avanzaban lentamente. Sus caras estaban recién afeitadas, sus bigotes negros como el carbón, sus ojos brillantes y expresivos. En ocasiones se quitaban el sombrero para secar sus frentes perladas de sudor. Todos altos, delgados, de mediana edad, con semblantes curtidos de gánsters .

XXXV

Los días se hicieron oscuros, nublados y grises. La tormenta lejana pesa día y noche sobre el horizonte, sin romper en lluvia. En medio de un gran silencio, un soplo atraviesa a veces el aire de acero: olor de la lluvia, brisa húmeda.

Mas, enseguida, de nuevo enormes suspiros ascienden de los jardines donde los follajes se espesan todavía. Las banderas cuelgan inertes, empañadas, derramando en el aire espeso las últimas olas de color. En ocasiones, en la esquina de una calle alguien vuelve hacia el cielo un perfil recortado por la sombra, un ojo horrorizado y brillante, escucha el ruido de los espacios infinitos. Las golondrinas negras y blancas, flechas puntiagudas y temblorosas, cortan en zigzags el fondo del aire.

Ecuador y Colombia anuncian la movilización general. En medio de un silencio amenazador, batallones de infantería se apresuran hacia los muelles del puerto, pantalones blancos, correajes blancos cruzados sobre el pecho. El capricornio chileno se ha encabritado
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. Se le ve por la noche sobre el fondo del cielo, animal patético, petrificado de horror, con sus pezuñas en el aire.

XXXVI

Los días se abisman en la sombra y el sueño. El cielo se ha cerrado, levantó barricadas, la tormenta crece allí cada vez más negra, el cielo bajo se calla. La tierra quemada ya no respira. Sólo los parques empujan hasta perder el aliento, inconscientes y ebrios prodigan hojas, cubren con su sustancia fresca todas las grietas. (Los brotes eran pegajosos, dolorosos y supurantes; ahora sanan con el verdor, cicatrizan. Ese verdor ya ha cubierto y apagado el reclamo extraviado del cuco, sólo se oye una voz sofocada, perdida en los corredores profundos, desapareciendo bajo la avalancha del florecimiento feliz).

¿Por qué las casas brillan así en el paisaje sombrío? A medida que se acentúa la susurrante umbrosidad de los parques, más cegadora se vuelve la blancura de las paredes que reluce sin sol con un cálido destello de tierra quemada, cada vez más intensa, como si en un instante fuese a cubrirse con negras máculas de un abigarramiento enfermizo.

Los perros corren como embriagados, con los hocicos al aire. Trastornados, excitados, olfatean, escudriñan en el verde vaporoso.

Hay algo que intenta fermentar en el murmullo condensado de esos días nubosos, algo extraordinario, enorme. Yo busco, intento adivinar qué acontecimiento podría corresponder a esa espera arborescente, que se convierte en una carga enorme, a ese descenso de presión barométrica.

En alguna parte del mundo crece y adquiere importancia eso para lo que la naturaleza ha preparado tal molde, ese hiato sin un soplo, que el perfume de las lilas no llega a colmar.

XXXVII

¡Negros, negros, multitud de negros en la ciudad! ¡Se les ha visto aquí y allá, en diferentes lugares al mismo tiempo! Van por las calles, banda harapienta y chillona, invaden las tiendas de alimentación, las devastan. Bromas, risas, empujones, enormes ojos abiertos moviendo sus blancas escleróticas, sonidos guturales y dientes blancos, brillantes. Cuando la policía se movilizaba, desaparecieron como alcanfor. Lo había presentido, no podía ser de otra manera. Consecuencia inevitable de la presión atmosférica. Ahora mismo me doy cuenta que lo había intuido desde el comienzo: esta primavera tiene un trasfondo de negros.

¿Negros en este clima? ¿De dónde vienen esas hordas con pijamas de algodón a rayas? ¿Es que el gran Barnum
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habrá instalado su campamento en estos parajes, con su innumerable cortejo de hombres, de animales y demonios, sus trenes estarán detenidos no lejos de allí, llenos del alboroto de los ángeles, de animales extraños y acróbatas? No, no. Barnum está lejos. Mis sospechas van en muy distinta dirección. Pero no diré nada. Es por ti que yo me callo, Bianka, y ninguna tortura podrá arrancarme una confesión.

XXXVIII

Ese día me vestí larga y cuidadosamente. Al fin, ya preparado y delante del espejo di a mi cara una expresión de firmeza implacable. Comprobé mi pistola antes de deslizarla en un bolsillo del pantalón. Todavía me eché una ojeada ante el espejo, me palpé la levita a la altura del pecho donde estaban ocultos los documentos. Estaba preparado para afrontarlo.

Me sentía tranquilo y decidido a todo. ¿No se trataba de Bianka? Por ella, ¿de qué no sería yo capaz? Había decidido no confiarle nada a Rudolf. A medida que lo observaba, mi opinión se fortalecía: era un pájaro de bajo vuelo, incapaz de elevarse por encima de lo común. Estaba harto de esa cara petrificada, consternada, pálida de envidia, con la que acogía mis revelaciones.

El camino no era largo, lo recorrí sumido en mis pensamientos. Cuando la enorme puerta de hierro forjado se cerró detrás de mí, me encontré en un clima diferente, en una región extraña y fresca del gran año. Las ramas negras de los árboles delimitaban un tiempo aparte, sus cimas aún desnudas apuntaban hacia un cielo blanco y alto que discurría por encima de ellas, cielo de otra latitud, estrechamente demarcado por los senderos, cortado del mundo y olvidado como un golfo sin salida. Las voces de los pájaros, veladas y perdidas en los espacios, dibujaban el contorno de un silencio pesado y gris, reflejado del revés en el agua tranquila del estanque, y el mundo se precipitaba ciegamente en ese reflejo, en ese sueño todopoderoso: zarcillos de los árboles al revés huyendo hacia el infinito, palor movedizo sin término y sin límite.

Con la cabeza alta, frío y completamente dueño de mí, me hice anunciar. Me pasaron a un hall invadido por una tamizada claridad. Reinaba allí una penumbra estremecida de un lujo discreto. Por una ventana abierta, orificio de una flauta, entraban bocanadas de aire desde el jardín, ligeramente perfumado como el aire de una habitación de enfermo. El soplo invisible penetrando a través de las cortinas suavemente hinchadas, animaba los objetos que se despertaban con un suspiro, arpegios angustiados recorrían las filas de vasos venecianos en una gran vitrina, las hojas de los tapices crujían, inquietas y plateadas.

Después las paredes se apagaban, volvían a sumirse en la penumbra, y su sueño tapizado, desde hace mucho tiempo encerrado entre esos tallos, despertaba súbitamente en un delirio de aromas; así, a través de las praderas calcinadas de antiguos herbarios pasan vuelos de colibríes y manadas de bisontes, incendios de estepas y caballos, una cabellera atada a la silla de montar.

Extraño. Esos antiguos interiores no pueden encontrar la paz fuera de su pasado oscuro y convulso: en su silencio, historias consumadas, terminadas, intentan representarse una vez más, las mismas situaciones componiendo variantes infinitas, representadas ad nauseam por la dialéctica estéril de las tapicerías. Su silencio podrido y desmoralizado se descompone en el transcurso de meditaciones solitarias y recorre las paredes donde provoca oscuros relámpagos. ¿Por qué ocultarlo? ¿No había que calmar aquí, cada noche, emociones demasiado violentas, paroxismos de fiebre que aliviaban inyecciones de drogas secretas, drogas que llevaban a paisajes insospechados, tranquilos y dulces, más allá de los tapices, donde brillaban los reflejos de aguas lejanas?

Oí un ruido. Precedido por el lacayo, descendía la escalera. Era de baja estatura, aunque fuerte; de ademanes sobrios, parecía ciego detrás del reflejo de sus grandes gafas con montura de carey. Por primera vez me encontraba cara a cara con él. Era impenetrable, mas, después de mis primeras palabras, vi no sin satisfacción que dos arrugas de sufrimiento y amargura le marcaban el rostro. Mientras que, protegido por el bastión de sus gafas, se confeccionaba la máscara de una suprema invulnerabilidad, vi cómo se deslizaba entre los pliegues de esa máscara el pálido horror. Poco a poco, pareció interesado; por su expresión atenta comprendí que solamente ahora comenzaba a apreciarme en mi justo valor. Me hizo entrar en su despacho situado al lado del hall. Cuando entrábamos, pude ver cómo una mujer vestida de blanco se apartaba, inquieta, como si hubiera sido sorprendida escuchando tras la puerta, y después se alejaba hacia el fondo de la casa. ¿Era la institutriz de Bianka? Al franquear el umbral de la pieza, me pareció que entraba en una jungla. Allí reinaba un crepúsculo glauco rayado por las sombras de los estores cerrados. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de botánica, en grandes jaulas retozaban pequeños pájaros de todos los colores. Queriendo sin duda ganar tiempo, se puso a explicarme las armas primitivas: jabalinas, boomerangs y tomahawks dispuestos sobre las paredes. Mi sensible olfato me permitió detectar el olor del curare
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. En el momento en que manipulaba una especie de alabarda primitiva, le recomendé la mayor precaución, y, en apoyo de mi puesta en guardia, saqué súbitamente mi pistola. Un poco sorprendido, dejó su arma con una sonrisa desagradable. Nos sentamos en torno a un enorme escritorio de ébano. Rechacé el cigarro que me ofrecía alegando mi abstinencia. Tantas precauciones me valieron al fin su aprobación. Con el cigarro colgando de la comisura de sus labios, me observaba con una sombría benevolencia que me hacía desconfiar. Sacó un talonario de cheques y —hojeándolo con un aire de indiferencia— me propuso inesperadamente un compromiso, adelantando una cifra de múltiples ceros, mientras que me miraba de soslayo. Mi sonrisa irónica le hizo abandonar ese tema. Dejando escapar un suspiro abrió los libros de cuentas. Entonces comenzó a darme explicaciones sobre el estado de sus negocios. El nombre de Bianka no fue pronunciado ni una sola vez, aunque ella estuviese presente en cada una de nuestras palabras. Yo lo miraba sin protestar, con la misma sonrisa irónica aún en mis labios. Finalmente, agotado, se dejó caer en su sillón. «Usted es intratable —dijo como si hablara para sí mismo—, ¿qué quiere usted, verdaderamente?» Yo me puse a hablar con una voz sofocada, con un fuego contenido. Sentí que mis mejillas enrojecían. Repetidas veces pronuncié el nombre de Maximiliano y me di cuenta que a cada instante la palidez de mi interlocutor se acentuaba. Me contuve al fin, respirando entrecortadamente. Él, abatido, permanecía inmóvil. Ahora ya no vigilaba su rostro, súbitamente envejecido y fatigado. «Las decisiones que usted tome me dirán —concluí— si ha comprendido el nuevo estado de cosas y si está dispuesto a reconocerlo. Exijo hechos, sólo hechos...»

Extendió una mano temblorosa hacia la campanilla. Lo detuve con un gesto y, con el dedo sobre el gatillo de la pistola, salí sin dejar de mirarle. En el vestíbulo, el lacayo me tendió mi sombrero. Me encontré en la terraza inundada de sol, con los ojos aún llenos de oscuridad y vibraciones. Descendí la escalera sin volverme, triunfante y seguro de que ahora ningún cañón de fusil asesino me apuntaba detrás de uno de los estores cerrados del castillo.

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