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Authors: Bruno Schulz

La primavera (10 page)

—¿Dónde está el señor de V.? —pregunté.

El mayordomo hizo un gesto vago con las manos.

—Ha partido, señor —dijo.

—Veremos si es verdad. Y la Infanta, ¿dónde está?

—Su Alteza también ha partido, todos se han ido.

No tenía razón para dudarlo. Alguien me había traicionado. No había tiempo que perder.

—¡A caballo! —grité—. ¡Hay que cortarles la retirada!

Derribamos la puerta de la caballeriza, la oscuridad exhaló el olor caliente de los animales. Un instante después todos montábamos piafantes corceles. Llevada por su galope, nuestra cabalgada se estiró por la calle nocturna con un ruido crepitante de cascos. «Por el bosque, hacia el río», exclamé, torciendo por un camino forestal. En torno a nosotros las profundidades del bosque se desencadenaban. En la oscuridad se abrían paisajes de catástrofes y diluvios. Cabalgábamos a rienda suelta entre el rumor de las cascadas, rodeados por masas de árboles agitados; de las antorchas se desprendían jirones de llamas detrás de nuestra galopada. Un huracán de pensamientos atravesaba mi cabeza. ¿Bianka había sido secuestrada o la baja herencia de su padre había ganado contra la noble sangre de su madre y la conciencia de una misión a cumplir que en vano yo había querido inculcarle? El sendero, cada vez más estrecho, se convertía en una hondonada al final de la cual se abría un gran claro. Ahí les dimos alcance. Nos habían visto de lejos, los carruajes se detuvieron. El señor de V. descendió, cruzó las manos sobre su pecho. Avanzaba hacia nosotros, sombrío, carminoso a la luz de las antorchas, sus gafas destellaban. La punta de doce espadas brillantes se dirigieron contra él. Nos aproximamos formando un amplio semicírculo, las cabalgaduras iban al paso, hice visera con la mano. La luz cayó sobre uno de los carruajes, entonces vi a Bianka acurrucada en el fondo, pálida como la muerte, y a su lado, Rudolf. Él le cogía la mano que apretaba contra su corazón. Despacio, me bajé del caballo y me dirigí hacia ellos con un paso indolente. Rudolf se levantó como si fuera a venir a mi encuentro.

Cuando llegué al carruaje, me volví hacia los jinetes que se mantenían preparados, con la guardia alta, y dije: "Señores, os he molestado inútilmente. Estas personas quedan libres y partirán sin ser inquietadas. Nadie tocará ni uno solo de sus cabellos. Habéis cumplido con vuestro deber. Envainad las espadas. No sé hasta qué punto habéis entendido el ideal a cuyo servicio os he consagrado, hasta qué punto se hizo sangre de vuestra sangre, si corre por vuestras venas. Ese ideal, como veis, está en quiebra, y en toda la línea. Creo que sobreviviréis a este fracaso sin gran daño, habiendo sobrevivido ya al fracaso de vuestro propio ideal. Ahora ya sois indestructibles. En cuanto a mí. Pero poco importa mi persona. Simplemente, no quisiera —aquí me volví hacia la pareja en el landó— que creáis haberme cogido desprevenido. No. Yo lo había previsto hace mucho tiempo. Si aparentemente persistí en mi error durante todo este tiempo, fue únicamente porque no tenía derecho a saber lo que estaba más allá de mi competencia, no tenía derecho a anticipar los acontecimientos. He querido mantenerme en el lugar en que el destino me había situado, he querido llenar hasta el final mi programa, permanecer fiel al papel que había usurpado. En efecto, lo confieso ahora y me arrepiento: a pesar de todo lo que me aconsejaba mi orgullo, sólo he sido un usurpador. En mi ceguera, he querido explicar las Escrituras, he querido ser el intérprete de la voluntad divina; guiado por una falsa inspiración, he cogido a ciegas presunciones, contornos que se deslizaban a través de las páginas del álbum de sellos. Y los he reunido en una figura, desgraciadamente, gratuita. He querido imponerle a esta primavera mi dirección, he añadido a su florecimiento que no tiene límites mi propio programa, he querido plegar la primavera a mis planes. Indiferente y paciente, me ha sostenido algún tiempo, sintiendo apenas mi peso. Había creído adivinar sus intenciones profundas, he querido anticipar lo que no sabía expresar ella misma, equivocada por su propia riqueza. Ignoré todos los síntomas de su salvaje e insobornable independencia, no quise ver las violentas perturbaciones que la conmovían hasta el fondo de su inalcanzable corazón. Mi manía de grandeza me ha llevado incluso a inmiscuirme en los asuntos dinásticos de los más altos poderes, os he movilizado, a vosotros, señores, contra el Demiurgo, he abusado de vuestra falta de resistencia a las ideas, de vuestra noble falta de sentido crítico, a fin de inculcaros una doctrina falsa y peligrosa para el mundo, a fin de empujar vuestro idealismo entusiasta a actos de locura. No quiero prejuzgar la cuestión de saber si yo estaba realmente llamado para las causas más altas que codiciaba mi orgullo. Sin duda sólo he sido llamado para realizar el principio, después he sido abandonado. He sobrepasado mis límites, pero eso también estaba previsto. En el fondo, desde el comienzo conocía mi destino. Como el del infeliz Maximiliano que, he aquí, era el destino de Abel. Durante algún tiempo mi ofrenda ha sido agradable a Dios, mientras que el humo de la tuya se arrastraba por el suelo, Rudolf
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. Pero Caín siempre vence. Este juego estaba urdido de antemano."

En ese momento, una detonación lejana estremeció el aire, una columna de fuego surgió por encima del bosque. Todos volvieron la cabeza. «No temáis —dije—, es el panóptico que arde. Al abandonarlo, dejé un barril de pólvora con la mecha encendida. No tenéis casa, nobles señores, estáis sin hogar. Tengo la esperanza de que eso no os trastorne demasiado.»

Mas, aquellos personajes fuera de lo común, la crema de la humanidad, se callaban entornando los ojos, desamparados e inmóviles, en orden de combate, iluminados por el resplandor lejano del incendio. Se miraban con aire de no comprender nada, parpadeando. «Usted, Sire —aquí me dirigí al archiduque— estaba equivocado. Fue tal vez, por vuestra parte también, una manía de grandeza. Yo no tenía razón en querer reformar el mundo en vuestro nombre. Además, quizá incluso ésa no era vuestra intención. El rojo es un color igual a los otros, únicamente todos juntos crean la luz plena. Perdonadme por haber utilizado abusivamente vuestro nombre para fines que os eran extraños. ¡Viva Francisco José I!»

El archiduque se estremeció al oír ese nombre, llevó la mano a su espada, pero desistió al momento, un rubor más vivo coloreó sus mejillas maquilladas, sus labios se abrieron en una sonrisa, sus ojos giraron en sus órbitas y, con dignidad y cadencia, inició el ceremonial de bienvenida, pasando de uno a otro con una sonrisa radiante. Todos se apartaron escandalizados. Esa reiteración de los hábitos imperiales en circunstancias tan poco propicias causó una impresión deplorable.

—Deténgase, Sire —dije—, no tengo duda de que conocéis al pie de la letra el protocolo de vuestra corte, pero éste no es el momento. Quisiera leeros, nobles señores y a vos Infanta, el acta de mi abdicación. Abdico en toda la línea. Disuelvo el triunvirato. Le devuelvo a Rudolf los poderes de regente. Y vosotros, nobles señores —aquí me volví hacia mi estado mayor— vosotros sois libres. Teníais las mejores intenciones y os doy gracias en nombre del ideal, de nuestro ideal destronado —las lágrimas me subieron a los ojos— que, a pesar de todo...

En ese momento el estrépito de un disparo se oyó muy cerca. Volvimos todos la cabeza en esa dirección. El señor de V., con la pistola aún humeante en la mano, estaba allí, de pie, extrañamente rígido y como al bies. Una fea mueca le torcía el rostro. Súbitamente, se tambaleó y cayó de bruces al suelo. «¡Padre, padre!» —gritó Bianka—, precipitándose sobre el cuerpo caído. Siguió un momento de confusión. Garibaldi, antiguo combatiente que sabía de heridas, examinó al infeliz. La bala había traspasado el corazón. El rey del Piamonte
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y Mazzini levantaron el cuerpo con precaución, agarrándolo bajo los brazos, y lo dejaron sobre una angarilla. Bianka sollozaba apoyada en Rudolf. Los negros que, solamente entonces, se habían agrupado bajo los árboles, rodearon a su amo. «Massa, massa, nuestro buen massa» —gemían a coro.

¡Esta noche es verdaderamente fatal! —grité. No será la última tragedia de su memorable historia. Confieso sin embargo que esto no lo había previsto. He sido injusto. A pesar de todo, latía en su pecho un corazón noble. Revoco mi juicio inicuo y parcial sobre él. Veo que era un buen padre y un buen amo para sus esclavos. Aquí también mi anterior visión de las cosas entra en quiebra. La abandono sin pesar. A ti, Rudolf, te corresponde calmar el dolor de Bianka, amarla doblemente, reemplazar a su padre. Sin duda, desearéis embarcarlo con vosotros, formemos una comitiva y vayamos al puerto. La sirena del buque os llama desde hace mucho tiempo.

Bianka subió al carruaje, nosotros montamos en los caballos, los negros auparon la angarilla sobre los hombros y nos dirigimos hacia el puerto. Las cabalgaduras cerraban la triste comitiva. Durante mi alocución la tempestad se había calmado, la luz de las antorchas abría grietas profundas en el bosque, sombras negras, alargadas, se desplazaban a derecha, a izquierda y por encima de nuestras cabezas, cerrándose en un amplio semicírculo detrás de nosotros. Finalmente salimos del bosque. Se veía ya el barco de vapor con sus grandes ruedas.

Ya no me queda nada más que añadir, nuestra historia llega a su fin. Acompañado por los sollozos de Bianka y de los negros, el cuerpo fue llevado a cubierta. Una última vez, formamos una fila en el muelle. «Una cosa más, Rudolf» —dije, reteniéndolo por un botón de su levita—. «Partes como heredero de una enorme fortuna. No quiero imponerte nada, me correspondería más bien a mí asegurar la vejez de estos héroes de la humanidad que se han quedado sin techo; pero, desgraciadamente, estoy en la miseria.» Rudolf sacó inmediatamente el talonario de cheques. Nos consultamos con brevedad y llegamos a un rápido acuerdo.

—¡Señores! —exclamé, volviéndome hacia mi guardia—, mi generoso amigo ha decidido reparar ese acto mío que os ha privado de pan y cobijo. Después de lo ocurrido ningún panóptico os aceptaría, sobre todo cuando la competencia es tan grande. Tendréis que abandonar algunas de vuestras ambiciones. A cambio, seréis hombres libres y yo estoy seguro de que sabréis apreciarlo. Y como a vosotros no se os enseñó profesión práctica alguna, lamentablemente, puesto que estábais predestinados a la pura representación, mi amigo os dona una cantidad de dinero suficiente para la compra de doce organillos de Schwarzwald
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. Id por el mundo, tocando para levantar el corazón de la gente. La elección de las arias os corresponde a vosotros. Inútil ocultarlo: no sois verdaderos Dreyfus, Edison o Napoleón, lo habéis sido a falta de mejores, si puedo decirlo. Ahora vais a aumentar el número de vuestros predecesores, de esos Garibaldi, Bismarck y Mac-Mahon anónimos y olvidados que surcan el mundo. En el fondo de vuestros corazones, seréis como ellos para siempre. Ahora, queridos amigos y nobles señores, gritad conmigo: ¡Vivan los recién casados, Rudolf y Bianka! «¡Viva!» —exclamaron a coro. Los negros entonaron un spiritual song. Cuando acabó, los reagrupé con un gesto de la mano y después, tras situarme en medio, dije:

—Y ahora adiós, señores, y de lo que vais a ver dentro de un instante sacad la conclusión y el aviso de que no le corresponde a nadie descifrar los secretos divinos. Nadie ha profundizado jamás en los propósitos de la primavera.
¡Ignorabimus
, señores,
ignorabimus
!
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Levanté la pistola hasta mi sien y disparé, pero en ese preciso instante recibí un golpe que me hizo soltar el arma. Un oficial del batallón de fusileros
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que tenía unos papeles en la mano, preguntó:

—¿Es usted Józef N.?

—Sí —respondí sorprendido.

—¿Ha tenido usted hace algún tiempo el típico sueño del bíblico José?

—Quizás.

—De acuerdo —dijo el oficial, consultando sus papeles—. ¿Sabe usted que su sueño ha sido conocido en las más altas instancias y severamente condenado?

—No respondo de mis sueños.

—Sí. ¡En nombre de Su Majestad Real e Imperial queda usted arrestado! —Sonreí.

Qué lenta es la maquinaria de la justicia. La burocracia de Su Majestad Real e Imperial es un poco indolente. Hace mucho tiempo que he distanciado ese sueño de juventud con hechos aún más graves, por los cuales iba a hacerme justicia, y he aquí que ese sueño antiguo me salva la vida. Estoy a vuestra disposición.

Vi aproximarse una columna del batallón de fusileros. Extendí las manos para que me pusieran las cadenas. Por última vez, volví la mirada. Por última vez, vi a Bianka. De pie sobre la cubierta, agitaba un pañuelo. La guardia de los inválidos me saludaba en silencio.

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