Authors: Ann Rosman
–Pero ¿por qué tendría yo que quedarme en casa con los niños si tú ya estás aquí? Ya sabes que tengo la agenda llena de reuniones y demás obligaciones. Tú no tienes ningún compromiso. ¿Estás segura de que no deberías quedarte en casa con los niños enfermos? ¿Te lo han dicho?
–Desde luego. Además, creo que tenemos que repartirnos las tareas.
–O sea, que como tú estás de baja, yo tengo que faltar al trabajo un día para cuidar de los niños, aunque tú estés en casa. ¿Supongo que sabrás que perderíamos un montón de dinero, que no me pagarían el sueldo íntegro y que, además, tendría que recuperar las horas por otro lado?
A veces Sara creía que su marido la entendía, pero en ese caso resultaba evidente que no. Era como si se hubiera abierto un abismo entre ellos. Al principio apenas fue visible, pero últimamente costaba cada vez más superarlo. Y, en cierto modo, Tomas hacía que pareciese que todo era su culpa.
–Mamá, ¿qué es esto? – preguntó Linnéa y agitó la invitación a la cena familiar que Sara casi había conseguido olvidar-. ¿Puedo dibujar en ella?
Sara le pasó un bolígrafo y vio que Tomas ponía mala cara.
–¿Qué hacemos con esa cena? – preguntó-. A mí me parece que sería divertido ir.
–Pues hazlo. Puedes ir si quieres. Llévate a los niños.
–Pero entonces no tendré tiempo para hablar con nadie, tendré que estar pendiente de ellos todo el rato.
–Pues entonces pídele a tu madre que se cuide de ellos.
–Sabes muy bien que eso no es posible. No puedo pedirle que cuide de nuestros hijos durante una cena familiar. Supongo que lo comprenderás.
–Entonces tendrás que decir que no a la cena.
–Pero mamá ya ha dicho que nosotros también asistiremos… Sara notó cómo la sangre le subía a la cabeza.
–¿Qué estás diciendo? Yo no pienso ir a esa maldita cena. Supongo que Diane irá para exhibirse ella y a sus hijos. Y que Alexander, como de costumbre, estará ocupado.
Tomas levantó la mirada.
–De hecho, creo que Diane no podrá ir ese día.
–Ya, supongo que habrá rebajas en algún sitio. ¿Y quién no le daría prioridad a eso, antes que asistir a una cena familiar con unos padres que te dicen que deberías haber planchado la blusa mejor?
–¡Ya basta, joder! ¿Por qué siempre tienes que hablar mal de mis padres? Francamente, no entiendo de dónde sacas todo esto.
¿Tan mal piensas de ellos? – Tomas parecía a punto de decir algo, pero se arrepintió, se puso en pie y se largó.
La verdad era que le costaba mucho negarse, pero las pocas veces que lo hacía, él parecía no oírla. O, si lo hacía, le daba la vuelta a la discusión. A sus ojos, Siri y Waldemar no tenían fallos y siempre acudía en su ayuda. Por no hablar de Diane.
En el ambulatorio pediátrico le habían preguntado cómo se encontraba. Apenas se había atrevido a responder por miedo a que lo hicieran constar en algún informe, que la considerasen inepta como madre. En vez de eso, había mantenido la compostura y contestado
con la mayor diplomacia que fue capaz de exhibir. Si Tomas y ella se separaban, una anotación como aquélla quizá le daría la guarda y custodia de los niños a él. Dios mío, pensó más tarde. ¿Tan lejos habían llegado? Divorcio. Tal vez las cosas habrían ido mejor si Tomas hubiera estado allí para apoyarla, o si sus padres lo hubieran hecho. Si hubieran pasado por allí con la cena hecha cuando ellos trabajaban hasta tarde, si se hubieran hecho cargo de los niños para que ella y Tomas pudieran descansar un fin de semana o hacer un viaje juntos. No, no sólo era culpa de él.
No fue hasta la mañana del martes siguiente cuando las cosas empezaron a moverse en serio en la investigación. Al menos, eso creyó Karin al principio. Cuando contestó al teléfono, oyó la voz enérgica de la forense Margareta Rylander Lilja.
–¡Buenos días! Tres cosas, Karin, que considero claves. Lo primero es que tu amigo de la isla al norte de Marstrand fue envenena do. Lo segundo es algo que falta: el hombre llevaba un anillo en el dedo anular. Jerker estuvo presente durante la autopsia y nos contó que habíais encontrado un anillo.
Karin le explicó que Roland les había entregado un anillo.
–Jerker y yo estamos de acuerdo en que ése no era el anillo que llevaba en el dedo -dijo Margareta.
–No tenemos otro -respondió Karin.
–Ya, eso tengo entendido. Lo único que digo es que el anillo que tenéis no es el que llevaba el hombre, pero creo que eso Jerker ya te lo explicó.
–¿Y cuál es la tercera cosa? – preguntó Karin.
–Es la mejor. Te va a encantar: un tatuaje.
–¿Y qué representa?
–Nada. Se trata de cifras.
–¿Cifras? – repitió Karin.
–Cinco siete cinco cuatro, y luego un espacio, y después uno uno dos nueve.
Margareta repitió los números y Karin los anotó en su libreta:
5754 y 1129. Detrás del 54 y el 29 ponía algo, indescifrable por lo borroso que estaba.
–Este hombre es un verdadero misterio. Nada de tonterías, sino todo a lo grande, con estilo -dijo Margareta antes de colgar.
Karin no pudo más que darle la razón cuando repasó el informe de la forense. El hombre había fallecido entre 1955 y 1965, pero puesto que se casó en 1963, lógicamente tenía que haber sido entre 1963 y 1965.
Karin llamó a una puerta cuyo letrero anunciaba que correspondía al comisario de la brigada criminal Carsten Heed. Éste abrió con el móvil pegado a la oreja y señaló una de las butacas que había en el despacho. Karin tomó asiento, pero al momento se levantó, como si hubiera olvidado algo. Le hizo señas a Carsten, que seguía hablando por el móvil. Cinco minutos más tarde volvió en compañía de Folke y tres tazas de café.
–¿Envenenado? ¡Caramba! – dijo Carsten cuando Karin lo puso al día. Dejó la taza sobre el escritorio.
–Aunque, desde un punto de vista jurídico, al tratarse de un asesinato cometido hace más de veinte años, el delito ya ha prescrito. Si es que se trata de un asesinato, claro -añadió Folke. Desde luego, conocía las reglas del juego.
Karin se arrepintió de haber ido a buscarlo. ¿En qué estaría pensando al creer que Folke sería una ayuda, y no un estorbo? Ahora ya no podía pedirle que se fuera.
–Así es -dijo Carsten, y un Folke satisfecho asintió con la cabeza-. En realidad, ¿qué tenemos? – Carsten se volvió hacia Karin.
–Hay varios detalles que no concuerdan. He hecho una lista.
–Abrió la libreta por una página marcada con una solapa roja y le presentó los puntos dudosos-. Falta la alianza y hemos encontrado una que resulta ser nueva. Siri no se acordó inmediatamente de la fecha en que se casaron; debería haberse acordado, sobre todo si pensamos que no sólo era el día de su boda, sino también el cumpleaños de Arvid. En cambio, sí recordaba el nombre del sacerdote que los casó. Tampoco tenía ninguna foto de la boda.
–Pero eso no puede decirse que sea ningún delito -dijo Carsten.
–Exacto -terció Folke-. Me inclino por decir que no podría estar más de acuerdo.
Karin lo miró irritada. ¿Me inclino? De vez en cuando, la asombraba pensar que estuviera tan “inclinado”. Allí estaba, sentado en la butaca, con su pantalón de raya marcada, camisa recién plancha da y una corbata pasada de moda anudada de manera que sobresalía por abajo. Si hubiera sido un detective habilidoso, alguien en quien apoyarse, sin duda le habría perdonado su infame estilo de vestir, pero tal como estaban las cosas, casi todo en él la sacaba de quicio.
–Hay más -prosiguió-. El informe sobre la desaparición y el accidente de Arvid fue escrito por Sten Widstrand, y es el único in forme que él llegó a redactar en todos sus años como agente de poli cía. Precisamente acabo de hablar con Margareta, que me ha contado que, además de que fue envenenado, tiene un tatuaje con los números cinco mil setecientos cincuenta y cuatro y mil ciento veintinueve. – Ella misma se dio cuenta de cómo sonaba todo aquello y supo hacia dónde tendía la cosa.
–Pero eso puede ser cualquier cosa -dijo Folke.
Carsten se removió en la silla, como si se le hubiera dormido el trasero.
–¿Podría ser un número de un campo de concentración, o algo parecido? – preguntó.
–Por lo que tengo entendido, solían tatuar este tipo de números en el brazo. Arvid tiene el tatuaje en la parte inferior de la espalda y, por lo tanto, no era visible, ni siquiera en bañador -dijo Karin.
–Suena interesante, pero si sólo tenemos eso, necesito vuestra asistencia en asuntos más candentes. – Carsten señaló con la cabeza una gruesa carpeta que tenía abierta sobre la mesa.
–Por supuesto -dijo Folke.
–Pero supongo que tendremos que informar a Siri de que su marido fue envenenado -insistió Karin.
–De acuerdo. Hazlo, escribe el informe y luego lo archivamos -decidió Carsten.
–Evidentemente -dijo Folke.
Karin lo miró furiosa. Folke no era de ninguna ayuda.
–Pero… -empezó.
–Muy bien, Karin, ya sé lo que vas a decirme -la cortó Carsten-. Y la respuesta es sí, si te sobra tiempo en algún momento, podéis seguir investigando.
–Puedes dirigirte a mí directamente, no hace falta que hables en plural -dijo Karin, y sonrió en dirección a Folke.
–Es muy posible que tengas razón al sospechar que se trata de un crimen, y sin duda la familia agradecerá tus desvelos. Pero la verdad es que tenemos muchos casos actuales en los que no avanzamos. – Hizo un gesto en dirección a otras tres carpetas que había sobre el estante de laminado de roble.
Karin suspiró, cogió la libreta y el bolígrafo y se fue. No estaba tan segura como Carsten de que la familia apreciara su dedicación al caso. Había llamado a Siri para preguntarle si podían pasarse para hablar con ella, pero la señora Von Langer le había dicho que de ninguna manera podría hacerle un hueco en su agenda del día. Karin se preguntó qué podría ser más importante que aclarar lo que le había pasado a su marido.
No tenía ningunas ganas de archivar el caso de Arvid Stiernkvist, teniendo en cuenta que todavía quedaban tantas imprecisiones y dudas por aclarar. No era sólo que Siri no recordara la fecha de
su boda, sencillamente había algo que olía mal. La carpeta azul con los documentos relativos a Arvid Stiernkvist parecía compartir la misma opinión, porque se encabritó y, cuando al final cedió, el índice y todos los papeles cayeron al suelo. Karin los recogió y los dejó desordenados en una pila. Luego abrió la carpeta que le había dado Carsten. La novia de un periodista extranjero freelance había denunciado su desaparición. Estaba de viaje en Suecia y solía enviar los artículos regularmente a su chica. Sin embargo, hacía tres semanas que ella no recibía nada, algo a todas luces inhabitual en él.
Karin intentó concentrarse en el contenido de la carpeta y los emails correspondientes que Carsten había adjuntado. Volvió a leer una y otra vez el mismo párrafo sin conseguir asimilarlo. Al final se levantó y fue por un café. En la cocina se encontró a Folke.
–Hoy la señora Siri von Langer no tiene tiempo para recibirnos -le dijo, e hizo un amago de reverencia solemne.
–¡No me digas! – murmuró él, y sirvió café en ambas tazas.
–¿Tienes un momento, Folke? – preguntó Karin, y señaló unas sillas desocupadas.
–Dispara -dijo éste, y devolvió la cafetera a su sitio. Desde luego, una expresión impropia de él.
–No sé si soy yo la que se lo inventa, pero hay algo que no con cuerda, ¿estás de acuerdo? – empezó Karin.
–Carsten nos dijo que nos olvidáramos del asunto.
–Sí, lo sé. – Bebió un sorbo de café. Ella se había sentado en una silla, pero Folke seguía de pie al lado de la máquina.
–Además, ha prescrito -añadió él.
Karin se levantó de la silla, cogió su taza y se acercó.
–Sí, es cierto, pero, de todos modos, la señora Von Langer nos ha concedido audiencia mañana a las dos. ¿Te apetece acompañarme?
Folke pareció sorprendido por la pregunta, y Karin también por habérsela planteado.
–Sí, claro que sí -respondió.
–Sólo para que lo sepas: es posible que quiera parar en el McDonald's de Kungálv a por un café. Así pues, piénsate si lograrás sobrevivir o si prefieres que cojamos cada uno su coche -añadió Karin con una sonrisa.
–Te haré una fotocopia del artículo sobre los riesgos para la salud que corremos en estos tiempos, y tú misma decides -replicó Folke en tono serio.
–Haz más de una copia, por si la pierdo -contestó ella, y volvió a su escritorio. Esperaba que Folke fuera capaz de ver la gracia de su comentario.
…
El teléfono ya había sonado cuatro veces.
–¡Waldemar! Waldemar, ¿puedes contestar tú? – Por Dios, ¿dónde andaba aquel hombre?-. Von Langer -contestó ella. Esperaba que el esmalte de uñas se hubiera secado lo suficiente, por si tocaba el auricular con las uñas sin querer-. Sí, soy yo -dijo en tono reservado. Era aquella agente de policía, que volvía a llamar. Waldemar apareció arrastrando los pies desde el piso de arriba. ¿Qué hacía allí metido todo el día?
–¿Me llamabas? – preguntó, antes de ver que tenía el inalámbrico pegado a la oreja.
Siri le indicó con la mano que se alejara.
–¿Un tatuaje? – Siri hizo memoria-. No que yo recuerde, pero ya que lo preguntas, debe de haberlo tenido. ¿De qué es el tatuaje?… ¿Números? – exclamó sorprendida. Le hizo señas a Walde mar, que no entendió-. Papel y lápiz -tuvo que mascullar, irrita da. ¿Habría alguien más torpe que su marido?
Waldemar abrió el estuche de plata y sacó una hoja y una pluma.
–¡No quiero papel bueno! – bufó Siri-. ¡Papel normal!
–Pero ¿dónde lo guardas?
–En el cajón superior de la cocina. Creo que tú también vives en esta casa, ¿no?
Él agachó la cabeza y se alejó.
–¡No lo encuentro! – gritó desde la cocina.
–Discúlpame un momento -dijo Siri, y dejó el teléfono a un lado, a pesar de que era inalámbrico, y se fue a la cocina con paso decidido.
Tiró de uno de los cajones con tanta fuerza que se quedó con él en la mano, mientras el contenido se derramaba estrepitosamente en el suelo. Sin decir palabra, dejó el cajón sobre la mesa y se agachó para recoger un bloc de notas y un bolígrafo.
–Sí, ya estoy de vuelta -dijo al cabo de un momento, y empezó a escribir lo que Karin le decía. Oyó cómo Waldemar recogía las :osas desperdigadas por el suelo de la cocina.
–Qué extraño. Cinco siete cinco cuatro -anotó, antes de que el bolígrafo dejara de escribir. Bueno, ¡qué más daba!