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Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (14 page)

–Como entenderás, no podemos rechazar la invitación cuando, de hecho, podemos ir. – Tomas había señalado la fecha en la tarjeta en que dos copas de champán doradas entrechocaban en un brindis.

–No soportaré una cena familiar más -había replicado Sara-. Estoy de baja porque no me encuentro bien para ir a trabajar. Y una cena familiar no forma parte precisamente de mi recuperación.

–Tenemos que ir. Diane y Alexander no podrán asistir, lo que hace especialmente importante nuestra presencia. Para mamá será toda una alegría.

Estoy segura, pensó Sara. Habrá comprado algún regalo carísimo al que quiere que contribuyamos. Sólo espero que esta vez se acuerde de poner nuestros nombres en la tarjeta.

–¿Por qué no pueden ir Diane y Alexander? – preguntó, y fue consciente de lo forzada que sonaba su voz. Estoy irritada incluso antes de oír la respuesta, pensó.

–Me parece que él tenía una presentación muy importante.

–Todavía faltan seis semanas para la cena. ¿Me estás diciendo que es habitual pedir una presentación con un mes y medio de antelación? Eso sí que es anticiparse.

–¿Qué te pasa? A mí me parece fantástico que nos reunamos con toda la familia.

Sara suspiró. Sin duda, acabaría cediendo y tendría que ir a esa maldita cena familiar. ¿Acaso Tomas no podía decir que no, que no tenía fuerzas para ello? Y Diane, como de costumbre, se había librado.

Sonó un móvil. Un sonido irritante y molesto. Sara tardó en darse cuenta de que era el suyo. Últimamente no sonaba muy a me nudo. Todo el mundo sabía que estaba en casa, de baja.

–Hola, soy Tomas. ¿Va todo bien?

–Sí, claro.

–Suenas rara. ¿Dónde estás?

–De camino a Goteburgo. Ya sabes, tengo esa cita.

–¿Qué cita?

Sara miro alrededor y bajó la voz.

–Con el psicólogo.

–¡Mierda, lo había olvidado! Se me ha liado todo y pensaba pedirte que fueras a recoger a los niños.

–Pero ¿no quedamos en que iría Siri?

Por una vez, la abuela se había comprometido a recoger a Linnéa y Linus en la guardería. Después de pensárselo dos días, había llamado a Tomas para decirle que les haría un hueco. Espero que no se confunda y se lleve a los críos equivocados, había pensado Sara.

–¿Sara? ¿Estás ahí?

–¿Dónde, sino?

–Verás, las cosas se le han liado a Diane y mamá ha tenido que ir a Goteburgo para ayudarla.

Claro que las cosas se le habían liado a Diane, pensó Sara. Seguro que tenía que cocer unos huevos a la vez que mascaba chicle.

¡Qué agobio!

–¿Qué le ha pasado esta vez? – preguntó, reprimiendo el impulso de bajarse del autobús cuando se detuvo en la parada desierta de Nordón-. ¿Se ha quedado enganchada en las escaleras mecánicas de alguna tienda? – añadió, y sonrió al decirlo.

–¿Es necesario que seas tan sarcástica? Mi problema es que tengo una reunión muy importante…

Tu problema es que no eres capaz de decirle que no a tu madre, pensó Sara.

–¿Y esa reunión es más importante que tus hijos?

–No, por supuesto que no, pero me va a costar…

–¿Se lo dijiste a tu madre cuando llamó para desentenderse del asunto? ¿Que tenías una reunión importante?

–No; no podía negarse a echarle una mano a Diane. No quise ponerle las cosas difíciles. No pensé que tú también estarías ocupada.

Como si eso fuera a cambiar algo, pensó Sara.

–¿Crees que debería bajarme aquí, en la parada de Nordón, y dar media vuelta? – preguntó de mala gana-. Puedo llamar al psicólogo y decirle que no iré… -Tuvo que reconocer que sería maravilloso librarse de la sesión.

–No, sólo estoy pensando en cómo solucionarlo.

Sara miró el indicador de batería del móvil: apenas una rayita.

–Mira, Tomas, me estoy quedando sin batería. Me temo que tendrás que anular tu reunión y recoger a los niños, porque me será difícil… -El teléfono se apagó.

Su primer impulso fue pedirle el móvil a algún pasajero, pero logró serenarse. Deja que lo resuelva él. De hecho, nunca recoge a los niños. Desde que ella estaba de baja, no había ido a recogerlos ni una sola vez. Podía entender que no pudiera llevarlos por la mañana, pero alguna vez podría recogerlos. ¿Era pedir demasiado?

Goteburgo, octubre de 1962 Fue como si se hubiera abierto una puerta de par en par y, una vez que Arvid la hubo cruzado, entendió de repente todos los poemas que su madre les leía por la noche, antes de dormir. Su padre siempre había escuchado y asentido con la cabeza mientras los dos hermanos se miraban a los ojos como si compartieran un secreto, y en cierto modo así era.

El amor había golpeado a Arvid con tal fuerza que no podía ni comer ni dormir, y se sorprendía una y otra vez con una sonrisa perenne en los labios. La sensación era indescriptible, como si estuviera viviendo en las tinieblas. Ella era la luz en su camino. De pronto, los negocios le parecían menos importantes.

El aire de Goteburgo era húmedo y fresco, pero el frío de octubre no pudo con él. Aquella noche, cuando volvía a casa del despacho, pasó por una joyería. Revisó las medidas de los dos anillos y pagó. La dependienta sonrió y le dijo que esperaba volver a verle pronto. Él también. La joven inclinó la cabeza a modo de despedida y le abrió la puerta.

Aunque el paquete era pequeño, le pesaba en el bolsillo del abrigo. Se detuvo varias veces en el camino para tocarlo. Contenía su fu turo, o al menos eso esperaba.

Subió por Avenyn y dobló a la derecha al llegar a Vasagatan, al tiempo que pensaba en cómo empezar. Una vez en el piso, se sentó en el estudio con papel y pluma y empezó a redactar la carta. Arrugó el

tercer folio y lo lanzó a la papelera. Delante tenía una nueva hoja en blanco.

“Sé que hemos o, mejor dicho, que tú has dudado porque aparentemente somos muy distintos…” Otro folio a la papelera. De vez en cuando tenía la sensación de que las palabras que necesitaba para expresar lo que sentía simplemente no existían, que el idioma era demasiado pobre. Strauss, Mozart y Beethoven lo sabían decir mucho mejor. ¡Ahí estaba! ¡Evert Taube, claro! Sacó la antología de canciones del poeta de la estantería y finalmente encontró “Pierina”.

Las anémonas azules y las flores de almendro se extienden como una nube sobre las colinas. Los gallos cantan más allá de las fronteras.

El monte de vino nos aguarda allá donde crecen las vides, sobre la tierra rojiza, pero en el valle sólo floreces tú.

Oh, Pierina, ¿cuándo te decidirás?

¡Pronto tendrás diecinueve años!

¿Oyes en el valle mi madrigal de primavera?

¿Serás mía este año?

Tal vez debería dejarlo ahí, con la pregunta de si quería ser suya. Dejó la hoja sobre el escritorio, se levantó y salió del estudio, atravesó el comedor y entró en el vestíbulo, donde estaba el perchero. Sus largos dedos rebuscaron en el bolsillo del abrigo y cogieron la cajita. Los anillos brillaron ante sus ojos. Que sea lo que Dios quiera, pensó. Sería ella o nadie.

8

Anita no sabía qué la había despertado. Se quedó en la cama un rato pensando, hasta que recordó los versos de la noche anterior. Con cuidado, retiró el brazo de Putte. Él gruñó y se volvió hacia el otro lado. Ella se puso el albornoz, bajó la escalera con sus zapatillas de piel de cordero y encendió la luz de la estancia que Putte llamaba “la biblioteca”. A ella le parecía demasiado pretencioso. Era una habitación

muy agradable con libros, nada más. Los estantes eran de un marrón oscuro con vetas rojizas. Los libros ocupaban las paredes del suelo al techo y habrían oscurecido la estancia de no haber sido por la iluminación empotrada.

Se dirigió con paso decidido hacia una de las estanterías. Primero pasó la mirada por los lomos de los libros y luego el dedo índice.

En cierto modo, los libros resultaban tranquilizadores. Tanto su olor como la expectación por lo que contenían.

–Aquí no está -se dijo en voz alta. Dio un paso hasta el estante de al lado, leyó los títulos a través del cristal y posó la mirada en uno en especial-. Tal vez aquí.

La cerradura chasqueó cuando giró la llave. Abrió las altas puertas de cristal con cuidado y sacó el volumen, luego echó un vistazo al que había al lado y también lo cogió. Dejó las puertas abiertas y colocó los libros sobre la mesita lacada antes de sentarse en la butaca de orejas que había al lado. Habría estado bien una taza de té, pero Anita estaba demasiado inquieta. El té tendría que esperar.

Hojeó el primer libro y echó un vistazo impaciente al índice con la esperanza de que la ayudaría a encontrar lo que buscaba. Al final, lo dejó sobre sus rodillas y abrió el segundo. Fue al índice directa mente.

–Hmmm -dijo-. Página ochenta y siete. – Pasó las páginas con fotografías en blanco y negro y notas, pero se atascó en la página treinta y dos, donde había una foto en blanco y negro con un texto al pie. Anita lo leyó.

–¡Maldita sea! Podría ser esto…

Cogió los libros y subió presurosa los escalones, de dos en dos. La estrecha alfombra roja de la escalera sujetada con filetes de latón a ambos lados amortiguó sus pasos. Putte seguía durmiendo. Anita se sentó en el borde de la cama con los libros en el regazo.

–¡Putte, despierta! Creo que ya lo tengo.

Al constatar que había pasado la noche en el dormitorio de su esposa, él se mostró confuso.

–¿Qué pasa? – dijo, pero sonrió y añadió-: Buenos días. Y gracias, una vez más.

Anita llevaba el albornoz de color melocotón y el pelo favorecedoramente alborotado.

–Gracias a ti -contestó ella-. Verás, esos versos de ayer, creo que los he encontrado. Escucha. – Y leyó-: 

“Entre los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón sus cimas a veces nevadas y siempre mudando de color.” 

-Alzó la mirada-. Creo que podría ser la descripción del mar, tal como dijimos ayer. Neptuno es el dios del mar y el monzón es ciertamente un viento, pero Evert Taube, que me da que tiene algo que ver con todo esto, tenía un barco con ese nombre.

–¡Vaya por Dios! – Putte se frotó los ojos y extendió el brazo para alcanzar las gafas sobre la mesilla. Se pasó una mano por el pelo ralo y se incorporó apoyando la espalda en el cabecero-. ¡Qué guapa estás!

–¿Qué? – dijo Anita-. Espera, que aún tengo más. – Continuó con las dos líneas siguientes de la hoja de papel amarillenta-: 

“A través de la nebulosa de aguanieve y lluvia

 te damos la bienvenida al hogar de tu infancia de blancos destellos.” 

El faro de Vinga tiene destellos blancos y fue el hogar de infancia de Evert Taube. Hoy en día, la casa del farero es un museo.

–Es verdad -asintió Putte-. Vinga es un faro de atraque y, por tanto, no tiene secciones de color en el cristal. Y a Karl Axel le encantaba Evert Taube.

–Deja que siga. Sí, porque luego está lo de la pareja de novios.

“La belleza de la novia es manifiesta 

El novio está a su lado, orgulloso, 

mas nunca se le ve llegar.” 

En este libro, el poeta describe el faro y la almenara roja como una bella pareja de novios. – Anita le acercó el libro y señaló la página-. Ahora sólo me queda el final, que no acabo de entender, lo de la herramienta y lo de descansar en paz, pero tiene que ser Vinga. ¿Tú qué opinas?

–¿Hay un cementerio en Vinga? – preguntó Putte-. Me parece que nunca he oído hablar de él. – Miró el libro. Todo encajaba a la perfección. Tenía que ser Anita quien diera con la solución. Siempre había sido la más culta de los dos. La miró impresionado-. Genial.

¿Podemos llamar a alguien y preguntar si han encontrado alguna vieja herramienta en Vinga? ¿Decías que ahora la casa es un museo? Allí debe de haber viejas herramientas.

Putte bajó de la cama y se anudó el cinturón del albornoz por debajo de la barriga. Estaba a punto de salir del dormitorio cuando se volvió, se acercó a su esposa, que seguía sentada en el mismo sitio, y la besó en la frente.

–Putte -dijo ella, y lo miró con semblante serio-. Dime qué está pasando.

Él había pensado decirle que no pasaba nada, pero en cambio se sentó a su lado, le cogió la mano y le explicó cómo estaban las cosas realmente. El médico le había dicho que era cáncer, pero Putte no creía que fuera demasiado serio, puesto que hasta entonces nada le había dolido especialmente, y tampoco se había encontrado demasiado mal. En realidad, no sabía mucho más, sólo que habría que hacer más pruebas.

La primera llamada al astillero de Ringen aquella mañana la hizo Putte, que quería botar su Targa 37 inmediatamente. El personal del astillero se apresuró a modificar su programa y a la hora del almuerzo la lancha a motor ya tenía el depósito lleno y estaba lista para zarpar. Al principio, Anita había intentado disuadirlo, pero tras una breve discusión había preparado una cesta de comida y anulado su clase de francés. El sol brillaba, pero soplaba un viento primaveral frío y cortante cuando pusieron rumbo sur. Anita miró de soslayo a su marido, con ganas de preguntarle dónde había estado tanto tiempo.

En su ruta sólo se encontraron con un solitario velero verde con bandera holandesa. Una pareja de unos setenta años iba sentada en cubierta, cada uno sosteniendo una taza humeante. Ambos saludaron alegremente a Putte y Anita agitando la mano. Anita no dijo nada, pero se preguntó si Putte viviría para celebrar su setenta cumpleaños. Se preguntó si él también estaría pensando lo mismo, si barajaba esa posibilidad, en caso de que las cosas se precipitaran.

El puerto de Vinga estaba desierto. La corriente a través del angosto estrecho era fuerte, a juzgar por las algas que pasaban a toda velocidad en el agua transparente, pero el motor rugió y la lancha se abrió paso hasta el muelle. Putte había accionado los propulsores de roda, aunque en realidad no hiciera falta. Anita meneó la cabeza. Los hombres nunca dejaban de ser niños, sólo cambiaban de juguetes.

Normalmente, el pequeño puerto estaba atestado de embarcaciones, pero aquel día pudieron pegarse al muelle, coger tranquilamente un cabo para el amarre y echar el rezón. El quiosco que la asociación Amigos de Vinga llevaba en verano estaba cerrado, asegurado con grandes contraventanas de madera.

–¡Ven! – Anita estaba impaciente.

Tras haber amarrado el cabo de popa, subió veloz la escalerilla del muelle hasta el paseo que conducía a la casa del faro y, luego, hasta el faro mismo y la almenara. La gran baliza pintada de rojo parecía una pirámide con una esfera en lo alto de la aguja, al lado del poderoso faro. La almenara era la novia de Evert Taube y la preciosa torre de piedra de Vinga era el novio. Ni Putte ni Anita vieron nada mientras se dirigían a paso ligero hacia la casa roja que otrora fuera el hogar de infancia de Evert Taube.

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