Authors: Ann Rosman
Karin seguía oyendo el cántico en su cabeza. La letra le parecía preciosa. Sobre todo la estrofa “Los rayos de sol se acercan, y todo vuelve a nacer”. ¿O era “todo revive”? No lo recordaba. Fuera como fuese, era bonito. El cortejo fúnebre se dirigió lentamente hacia una vieja casa de madera roja, más abajo en la misma calle.
–¿Crees que es la casa rectoral, la casa de cultura, o algo así?
–Karin miró a Folke.
–Algo así.
Un chaval joven con unos zapatos bastos y una camisa por fuera de los vaqueros resultó ser, contra todo pronóstico, el director del coro. Les contó que la iglesia pertenecía a la parroquia de Torsby y les dio el número de teléfono de la secretaría.
–De todos modos, lo podéis encontrar en el tablón de anuncios. – Señaló un tablón cubierto por un cristal en la esquina de
Kyrkogatan y Drottninggatan-. Ahí aparecen todos los números y las personas de contacto.
Karin le dio las gracias y se sintió estúpida por no haber visto el tablón antes. Pidió a Folke que llamara a la parroquia de Torsby. Un contestador automático le indicó el horario de atención, de hecho, era en ese momento, pero al parecer se les había olvidado quitar el contestador. Karin llamó al siguiente número de la lista del tablón de anuncios. Tras unos minutos de música de órgano, la transfirieron a una mujer que contestó con cautela a la mitad de sus preguntas.
–¿Dices que eres policía? Creo que será mejor que hables con la parroquia de Torsby directamente. Un momento.
Lo primero que hizo la persona que contestó fue preguntarle con aspereza cómo había conseguido el número directo, aunque luego, en cuanto supo que era policía, su tono se moderó considerablemente. Karin le explicó que tenían una alianza con dos nombres y una fecha grabados.
–Todos los que se casan son inscritos en el registro de matrimonios, siempre y cuando la boda se celebre en la iglesia de Marstrand o dentro de nuestra circunscripción parroquial. Puesto que hace tanto tiempo de ese enlace, tendré que bajar al archivo y buscar el libro de registro de aquel año. ¿Puedo volver a llamarla? – le preguntó la mujer, que se llamaba Inger.
Lo hizo media hora más tarde.
–Ya he encontrado el libro de registro de 1963, lo tengo aquí. Veamos. ¿Me ha dicho el tres de agosto?
–Sí, y los nombres que tengo son Siri y Arvid. – Karin tapó el auricular y le dijo a Folke-: Cruza los dedos.
Oyó cómo la funcionaría hojeaba el libro.
–No, lo siento, aquí no hay nada. Karin no pudo reprimir su decepción.
–Qué pena. De todos modos, gracias. – Negó con la cabeza en dirección a Folke, a punto de colgar el teléfono.
–¡Un momento! Aquí hay algo. Sí, es correcto. Qué raro, no aparece en orden cronológico, sino después del cinco de agosto, pero la boda se celebró el tres. Bien, aquí tengo a una Siri y un Arvid casados en la iglesia de Marstrand.
–¿De verdad? ¿Qué más pone? – Karin notó cómo se le aceleraba el pulso.
Braütigams, Goteburgo, 1962
La música de piano se propagaba a través del local, acompañada por un leve murmullo y el tintineo de cubiertos contra platos y de tazas contra platillos. Casi había abandonado toda esperanza cuando se abrió la puerta. No supo si era fruto de su imaginación, pero le pareció que el murmullo cesaba y el pianista se detenía un instante entre un acorde y el siguiente. Entonces ella vio su brazo levantado. Él miró a los hombres sentados en el local y constató que la miraban admirados. Tal vez ellos también comprendieron entonces que las mujeres que lucían perlas auténticas y vestidos caros no podían medirse con ella. Aquellas mujeres nunca podrían comprar lo que ella tenía.
Se puso en pie y retiró la silla de la mesa para que ella se sentase. Allí estaba, por fin, frente a él. Era todavía más hermosa de lo que recordaba. Llevaba el pelo rubio recogido y un vestido azul sin mangas con un cinturón debajo del pecho. Ella le sonrió y todo a su alrededor desapareció. Miró sus ojos verdes con destellos ámbar.
–Yo, yo… -No se le ocurría nada apropiado que decir. Él, que en su vida cotidiana hablaba con todos los clientes de la empresa y era conocido como un hombre elocuente y de mucho mundo-. Es como si el tiempo se hubiera detenido -dijo por fin-. Quiero decir… siento como si hubiera espirado y ya nunca más tuviera que volver a inspirar.
–¿Hola? ¿Sigue ahí? – preguntó Inger, de la secretaría de la parroquia de Torsby.
–Sí, sí, claro, sigo aquí. – Karin no podía ocultar su excitación.
–Veamos. Siri y Arvid contrajeron matrimonio en la iglesia de Marstrand el tres de agosto de 1963.
–¿También tiene sus números de identificación? – preguntó Karin.
–Sí, por supuesto.
–Un segundo, por favor. – Dejó el móvil sobre el ancho muro que cercaba la iglesia y sacó su libreta. La abrió por una hoja en blanco, se colocó el teléfono entre la oreja y el hombro y empezó a tomar nota.
Folke no hizo ademán alguno de ayudarla. Karin rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, ¿qué había hecho de su
manos libres
? Anotó el número. Tras colgar, se volvió hacia su colega.
–Tenemos el número de identificación de Siri. ¿Llamas tú o llamo yo a comisaría para pedirles que la busquen en el registro civil?
Él carraspeó y contestó:
–Llama tú. – Se paseaba con los brazos a la espalda, mirando las palomas que rondaban con movimientos entrecortados delante de la iglesia.
Se comporta como un jubilado, pensó Karin, y se preguntó cuántos años de servicio le quedarían todavía. Marcó el número y Marita contestó a la primera.
–¡Hola, Karin! ¿Cómo va todo?
–Bueno -dijo Karin con un leve gruñido.
–Me han dicho que has sacado a pasear a Folke. Miró de soslayo a su compañero.
–Se podría decir así, Marita; ya hablaremos. Necesitamos ayuda con un número de identificación.
–Querrás decir que tú necesitas ayuda… Me imagino que Folke no se estará matando a trabajar.
–Así es.
Karin oyó los ágiles dedos de Marita en el teclado del ordenador.
–Siri von Langer -dijo Marita-. ¿Todavía estáis en Marstrand? O, mejor dicho, ¿en la isla de Marstrand, en Marstrandsón? Supongo que para vivir ahí necesitas tener un
von
o un
van
en el nombre.
¿Comprobarás que es correcto?
–Claro -prometió Karin, y pensó en Elise, tan dura de oído, y en sus fantásticos bollos. Ella no se llamaba ni
von
ni
van
.
Marita le proporcionó una dirección y un número de teléfono en Mastrandsón. Von Langer. Debió de volver a casarse, pensó Karin. Folke seguía observando los pájaros y ella, irritada, consideró la posibilidad de dejarlo al cuidado de las palomas mientras se iba a ver a Siri von Langer.
–Fiskaregatan -anunció, una vez hubo colgado-. De hecho, Siri vive aquí, en Marstrand. ¿Cómo planteamos esto? – añadió.
–No sé, ¿tú qué opinas? – contestó Folke. Al ver que no era precisamente la respuesta que esperaba Karin, rectificó-: Deberíamos informarle del cadáver que hemos encontrado y preguntarle si puede venir a Goteburgo para identificarlo.
Aquello parecía sacado de un manual, pero no era lo más adecuado cuando se trataba de hablar con personas que habían perdido a un familiar.
–Entenderás que eso no podemos hacerlo. Ni siquiera estamos seguros de que sea él, y no creo que sea conveniente que un familiar lo vea, ¿o tú qué piensas?
Karin ni siquiera se molestó en mostrarse considerada cuando le explicó que ella dirigiría la entrevista. ¿Cómo podía ser que Folke se hubiera hecho policía? Ojalá Robban hubiera estado con ella en
su lugar. Éste tenía la capacidad de elegir las palabras adecuadas, aunque en ese momento no hubiera podido, puesto que se había quedado afónico y estaba en casa con unas anginas que habían mutado en sinusitis.
Al otro lado de la calle, enfrente de la iglesia, había una peluquería, y Karin prácticamente ordenó a Folke que entrase y preguntase cómo se llegaba a Fiskaregatan. Mientras tanto, aprovechó para llamar por teléfono.
–Hola, Robban, soy Karin. ¿Cómo estás?
La voz de Robban sonó como un graznido. Karin le explicó la situación y mencionó las penosas clases de lengua de Folke. Robban se rió con ganas, hasta que la risa se transformó en un ataque de tos y tuvieron que colgar. Sin duda, tardaría un día más en volver al trabajo, pensó Karin decepcionada. Lo que significaría que tendría que seguir al lado de Folke el Emprendedor.
Por lo visto, Folke no había entendido bien las indicaciones del peluquero, porque tras media hora de paseo por las calles adoquinadas todavía no habían encontrado Fiskaregatan. Al final, un hombre en una motocicleta, que llevaba impreso “El-Otto” en su chaqueta de trabajo azul los ayudó.
La casa era un suntuoso chalet de principios del siglo pasado de madera pintada de blanco y grandes ventanales con marcos bellamente ornamentados. Cada uno de los peldaños que llevaban a la entrada estaba hecho de un bloque entero de granito de Bohus, flanqueados por una barandilla de hierro forjado. En la puerta de doble hoja había un elegante letrero de latón que ponía “Von Langer”.
Karin no sabía lo que había esperado, pero Siri resultó ser una mujer elegante, de cabello moreno cortado estilo paje y discreto maquillaje. Sus zapatos de tacón resonaron contra el suelo de gres del vestíbulo. Su porte era erguido y llevaba un exquisito vestido gris que le iba un poco ceñido. En el cuello asomaba un pañuelo de Armani. Se presentaron y Karin le preguntó si podía dedicarles unos minutos. A juzgar por el vestido, estaba a punto de salir de casa, pero Karin se equivocó, porque Siri von Langer los invitó a entrar. La casa parecía sacada de una revista de interiorismo, con empapelado de Laura Ashley y tapicerías a juego. Bella y elegante, aunque sin personalidad, salvo por algunas fotografías de los nietos que colgaban en la pared sobre el sofá. Unas alfombras persas auténticas cubrían el parquet en espiga y una chimenea francesa dominaba el salón desde una esquina.
–Preciosa -dijo Karin, y señaló la chimenea.
–Italiana, si no me equivoco -aventuró Folke, para gran sorpresa de Karin.
–¡Bravo! – Siri aplaudió encantada-. Es verdad. La encontramos en la Toscana, cuando estuvimos allí. Es ciertamente fantástica. Me enamoré de ella al instante, y la compramos. – La mujer miró admirada su chimenea.
–Tiene una plátina maravillosa -observó.
¿Plátina?, pensó Karin, a punto de echarse a reír. Debió de querer decir pátina. No hay nada como dárselas de culto con palabras que no conoces. Karin lanzó una mirada suplicante a Folke, que acababa de abrir la boca, pero que, sorprendentemente, consiguió cerrarla sin soltar una temible lección de lengua. Siri siguió hablando de la chimenea. Su voz sonaba constreñida, probablemente porque metía barriga todo el rato. Al final, Karin apenas si podía concentrarse en sus palabras, más preocupada por la respiración forzada y por la manera en que la mujer se volvía para coger aire cuando creía que no la miraban.
–El problema fue que cuando finalmente conseguimos traerla, nadie era capaz de instalarla. Es obvio que en Italia construyen usando otra técnica. Tuvimos que traer a un hombre de allá para que la instalara. Dos semanas tardó en hacerla encajar.
Y sin duda, no fue barato, pensó Karin, al tiempo que intentaba encontrar una manera educada de plantearle el motivo de su visita. Durante todo el camino había cavilado cómo formularlo. Puesto que el hombre llevaba muerto tanto tiempo, debería resultar más fácil que comunicar una muerte reciente, pero para ella la situación era poco habitual y le costaba encontrar las palabras adecuadas. ¿Qué le dices a alguien cuyo marido desapareció hace más de cuarenta años y, de pronto, quizás ha aparecido emparedado en una despensa?
–Como ya le hemos dicho, somos de la policía. ¿Tal vez podríamos sentarnos?
–¿Quieren tomar algo? – ofreció Siri.
Karin se lo agradeció pero rehusó, y se sentaron en el sofá gris con cuidado. La anfitriona se sentó en una silla Emma.
Karin cogió aire y empezó:
–¿Usted no será, por casualidad, la Siri que se casó con Arvid Stiernkvist?
–Sí -dijo ella con voz queda. Juntó las manos sobre las rodillas.
Karin miró a Folke que, por una vez, parecía dispuesto a comportarse.
–Su esposo Arvid desapareció hace muchos años, ¿no es así?
–preguntó en un tono inusualmente suave.
Siri asintió con la cabeza. En ese momento, se oyeron pasos en la escalera de madera lacada blanca que conducía al piso superior. Un hombre alto hizo su aparición. Parecía haber estado durmiendo. Se pasó una mano por el pelo ralo y miró extrañado a las visitas.
–Mi esposo, Waldemar -dijo Siri, y presentó a Karin y Folke como agentes de policía.
–¿La policía? ¿Ha ocurrido algo? – Waldemar pareció inquietarse.
–No, claro que no. Tú ve a descansar un poco más -dijo Siri.
Él se colocó al lado de su esposa y posó una mano sobre su hombro. Karin no sabía si continuar, ni cómo, con el marido delante. Te nía la sensación de que Siri hablaría con ellos si se quedaban a solas, pero Waldemar no parecía tener intención de marcharse. Folke se volvió hacia Siri y dijo:
–Hemos encontrado un cadáver en Hamneskár que creemos que podría ser de su ex marido.-Y explicó brevemente los detalles del hallazgo.
Para gran sorpresa de Karin, fue Waldemar y no Siri quien pareció más impresionado. Se tambaleó y se agarró al respaldo de la silla Emma en que estaba sentada su esposa. Palideció como si hubiera visto un fantasma. Karin se apresuró a socorrerlo y el hombre se dejó conducir lentamente hasta el sofá, donde se hundió en el asiento.
–Creo que prepararé un poco de té. – Siri se levantó, cruzó el salón y desapareció tras unas decorativas puertas acristaladas. Los cristales eran emplomados y de colores vivos, con un dibujo de la jungla en que aparecía un papagayo sentado en una rama.
Karin buscó la mirada de Folke e hizo un gesto con la cabeza hacia Waldemar antes de seguir a Siri a la cocina. La anfitriona llenó el hervidor de agua y sacó unas tazas de té antiguas, blancas y con preciosos dibujos azules, que colocó sobre una bandeja. Karin le preguntó si podía ayudarla en algo. La mujer negó con la cabeza.
–Siento que les hayamos traído esta noticia… -se disculpó Karin, vacilante.
La cháchara no era su fuerte. Le hubiera gustado ser más hábil en esa clase de situaciones delicadas, pero, en general, solía despreciar a la gente que sólo hablaba por hablar.