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Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (15 page)

–Mierda, está cerrado -dijo Putte después de probar a abrir.

Anita intentó mirar a través de las ventanas, pero estaban demasiado altas. Encontró un cubo esmaltado y le dio la vuelta. Se subió encima y se colocó las manos como anteojeras para mirar dentro. Examinó meticulosamente los objetos que había en las distintas estancias. Hasta que hubo rodeado toda la casa y volvió a la entrada no llamó a su marido.

–¡Ven! ¡Date prisa! Creo que he visto algo.

Putte se había alejado un poco y hablaba por el móvil. Agitó la mano en dirección a Anita y señaló el teléfono. Qué estúpida.

¿Realmente creía que él había cambiado sólo porque habían salido juntos a la aventura? Sin duda era algo relacionado con los negocios lo que lo había llevado, una vez más, a dejarlo todo y abandonar la mesa, el cuidado de los niños o, en este caso, abandonarla a ella.

Volvió a mirar por la ventana. De una pared colgaba un objeto vetusto, el único que se amoldaba al concepto “tiempos pretéritos”.

Su respiración había empañado el cristal. En un bolsillo de la chaqueta llevaba un viejo pañuelo que, aunque usado, sirvió para limpiar el cristal. Apretó la nariz contra la ventana y aguantó la respiración. Debajo del objeto había un rótulo explicativo, pero de letra tan pequeña que era imposible leerlo, aunque el objeto colgado se distinguía perfectamente. ¿Tal vez debía ir al barco por los prismáticos, para así leer el rótulo?

–Ahí hay un martillo -dijo inquieta y señaló el interior cuando Putte se acercó.

–Un hacha -la corrigió él-. Precisamente acabo de hablar con el presidente de Amigos de Vinga. La encontró el ayudante del farero en la isla en los años cuarenta. Se llamaba Westerberg.

–¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos ahora? – preguntó Anita, y miró alrededor. Las casas rojas estaban bien conservadas; los pequeños jardines, cuidados; y los muebles de jardín, apoyados contra el muro con una lona protectora encima. Las señalizaciones blancas en la ladera de la montaña que indicaban los cambios de tramo de la carretera parecían recién pintadas, pero no había nada que llevara a pensar en un hacha, ni un solo indicio a la vista.

Volvieron al barco y comieron el pastel de pollo de Anita acompañándolo con cerveza. Los eideres macho de plumaje blanco y negro parpaban alrededor del barco. A .Anita le encantaba ese sonido, a pesar de que, en realidad, se trataba de una lucha por las hembras.

La escasez de hembras de eider era un problema constante para los machos, pero a Anita los graznidos de aquellos patos marinos del Ártico le resultaban plácidos.

–Bien, ahora sabemos que la herramienta es un hacha, pero ¿qué hacemos con este dato? – dijo Putte, al tiempo que sacaba el papel con los versos.

–Karl Axel, tan ingenioso él -suspiró .Anita, meditabunda.

–Desde luego. – Putte se encogió de hombros-. Pero la última estrofa, la que no hemos resuelto, ¿qué puede significar?

Ella volvió a leer los versos una vez más, lentamente y con gran meticulosidad:

–”Una herramienta de tiempos pretéritos / cerca del lugar donde tantos descansan en paz.” Las islas yacían sigilosas y en reposo, a la espera de una estación más calurosa, cuando Anita y Putte abandonaron Vinga en dirección norte, hacia Marstrand. Durante el viaje de vuelta, la conversación giró sobre todo en torno a la enfermedad de él, no tanto respecto al tesoro de Karl Axel. Putte no sabía muy bien qué decir. Los médicos necesitaban hacerle más pruebas y tendría que volver, eso era lo único seguro por el momento. Anita no quedó ni mucho menos satisfecha con la respuesta, pero eso era todo lo que su marido sabía.

Anita encendió el foco que iluminaba el barco en miniatura. Los dos se quedaron contemplándolo hasta que ella se fue a ver el último episodio de un serial policiaco. Él se quedó en la biblioteca.

–Vinga-musitó para sí-. El hogar de la infancia, un hacha.

Se sirvió un whisky y lo olisqueó un instante antes de volver a dejarlo sobre la mesa. El médico le había dicho que no podía beber alcohol. Fue entonces cuando vio el objeto en que nunca había pensado antes: colgaba del cinturón de uno de los diminutos marineros en cubierta. Putte giró el foco y se inclinó hacia delante. ¡Un hacha!

¿Por qué llevaba un marinero de una maqueta un hacha? Estaba totalmente fuera de lugar.

Tardó dos horas en encontrar la lupa de la madre de Anita entre los trastos del desván. Al final de su vida, la anciana se había quedado ciega, pero antes había podido hacer crucigramas y leer gracias a aquella lupa. Una vez que la pequeña hacha estuvo bajo la gran lente, pudieron ver que llevaba una inscripción.

–¡Qué interesante! ¿Puedes leer qué pone? – El serial televisivo de Anita había terminado y volvía a estar absorta en la búsqueda del tesoro.

–Tendremos que pedirles a los chicos que vengan a hacer Empieza en el desván. Al fin y al cabo, casi todo lo que guardamos ahí es de ellos. – A pesar de ese subterfugio, la voz de Putte delató que el

desván le importaba muy poco y que en realidad tenía miedo a la decepción. ¿Y si luego resultaba que el hacha no era la pista que conduciría a la solución?

–Déjate de historias, Putte, y léeme la inscripción.

–¡Mira! – susurró excitado, pero antes de que Anita pudiese echar un vistazo a través de la lupa exclamó-: ¡Maldita sea, “sidan ciento trece”!

–¿Maldita sea? ¿Sólo pone eso?

–Sí, únicamente “sidan ciento trece”, o sea página ciento trece.

–¿Qué? ¿De qué libro? – Anita lo miró extrañada.

–Ni idea. Karl Axel me regaló un montón de libros, supongo que se referiría a uno de ellos.

–¿Tenía algún favorito? ¿Alguno del que hablaseis en especial?

La temperatura en la casa había descendido a niveles nocturnos y Anita se había puesto un jersey verde. Putte se lo había comprado durante un viaje a Irlanda. Según él, ese color la favorecía.

–¿Putte? – Anita esperaba una respuesta.

–¿Sí? Disculpa.

–Un libro favorito. ¿Tenía Karl Axel un libro favorito, un relato, un cuento, un mito, lo que sea?

–No que yo recuerde.

–Entonces ¿algún escritor? ¿Algún autor que le gustara especialmente?

–Sí, Evert Taube, claro, pero supongo que éste era más poeta que escritor… -Intentó recordar las conversaciones mantenidas con Karl Axel en el puente de mando o sentados a alguna mesa pe gajosa en oscuros bares, en compañía de marineros borrachos que se tambaleaban por los rincones del local-. Tendremos que sacar todos los libros que me regaló y echar un vistazo a la página ciento trece de cada uno -concluyó.

Lohan estaba en la puerta de la biblioteca, mirando boquiabierto a sus padres. Libros apilados desordenadamente cubrían todo el suelo y las lámparas estaban encendidas en todos los armarios de libros, a pesar de que fuera el sol brillaba y el reloj de pared marcaba las once. Su madre estaba sentada al escritorio, discutiendo algo con su padre, que a su vez estaba inclinado sobre un libro y señalaba algo con el dedo. Estaban tan absortos que ni siquiera se dieron cuenta de su presencia.

–¡Vaya desorden tenéis aquí! ¿Qué estáis haciendo?

–Hola, guapo. Estamos buscando una cosa.

–¿Qué cosa?

–¿Te acuerdas de Karl Axel Strömmer?

–Sí, claro. ¿Qué pasa con él?

–¿Recuerdas si alguna vez te regaló algún libro?

–Supongo que sí. Pero ahora no tengo ni idea.

–Ya. – Putte parecía distraído-. Escucha, en el desván hay muchas cosas tuyas y de Martin. Estaría bien que os pasarais un día y os las llevarais… -sugirió sin mucha convicción.

–Ahora en serio, papá, ¿qué estáis buscando?

Anita se levantó del escritorio. Le dolía la espalda. Se sorprendió al ver lo tarde que era. Llevaba sentada allí más de tres horas.

–¿Tienes hambre? Ahora mismo iba a preparar un poco de comida para tu padre y para mí.

Johan la siguió hasta la cocina. Su madre lo puso al corriente de la carta, el mensaje en el barco en miniatura y el hacha en Vinga.

–¿Botasteis el barco y os fuisteis a Vinga? – Johan soltó una risotada-. Anda ya, mamá…

–Pues sí. Y después papá encontró un hacha diminuta que lleva uno de los marineritos de la maqueta. Y leímos la inscripción del hacha gracias a la lupa de la abuela.

–Vaya. ¿Y qué pone?

–”Página ciento trece.” Y ahora estamos intentando encontrar el libro de Karl Axel en el que, tal vez, haya un mensaje en la página ciento trece.

–Suena todo de lo más normal, claro. – Johan había sacado una cerveza de la nevera y estaba con la espalda apoyada contra la encimera y los brazos cruzados. Bebió un trago.

Putte entró en la cocina.

–¿Querías algo, o simplemente pasabas por aquí para acabarte mi cerveza? – preguntó a su hijo.

–La segunda opción es la buena. – Johan sonrió.

–Anita, ¿crees posible que nos hayamos saltado algo?

Ella estaba cortando cebolla para la carne picada. Detuvo la cuchilla y pensó.

–No lo creo. – Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

–¿Estás triste? – se preocupó Putte, y posó una mano sobre su hombro.

–Es por la cebolla, estoy cortando cebolla.

–Bebe un poco de agua, pero no te la tragues. Así no te llorarán los ojos -le aconsejó él.

–¿Qué? – se sorprendió ella.

–Bernhard, el cocinero de un barco, me lo enseñó. Me pregunto si también funcionará con cerveza. – Miró de soslayo hacia la lata

de su hijo antes de servirse un vaso de agua. Bebió la mitad, pero se dejó el resto en la boca y se puso a cortar la cebolla que quedaba sin verter ni una lágrima.

–Vaya. Llevamos treinta y siete años casados. Creo que podrías habérmelo dicho antes -refunfuñó Anita.

Putte se tragó el agua y acarició la mejilla de su esposa antes de echar la cebolla a la sartén.

–¿Cuánto tiempo lleváis buscando en los libros?

–Desde ayer por la noche, cuando conseguimos descifrar lo que pone en el hacha. Estuvimos buscando hasta las dos de la madrugada y seguimos esta mañana, desde las siete. Resulta que tenemos un montón de libros que pertenecieron a Karl Axel. Más de los que creíamos.

Johan se acabó la cerveza y dejó la lata sobre la encimera antes de abandonar la cocina. Avanzó con cautela entre las pilas de libros hasta la maqueta del barco.

–¿Página ciento trece? – dijo para sí al leer la inscripción.

–Es lo mejor que he comido nunca -dijo Putte después del almuerzo.

Anita le dedicó una sonrisa.

–Me alegro.

Johan había permanecido callado mientras escuchaba los detalles de la caza del tesoro, pero de pronto empezó a hablar. Sus palabras surgieron de forma pausada, como si siguiera pensando y no hubiera llegado al final de sus elucubraciones.

–”Página”, dices, pero sidan no tiene por qué significar la página de un libro. También podría ser el costado de un barco. “Costado ciento trece” podría indicar una parte de la maqueta del barco.

Sus padres se levantaron de la mesa y corrieron hacia la biblioteca. Johan negó con la cabeza, pero no pudo evitar reírse.

–¿Café, mamá?

El artículo ocupaba varias páginas y estaba ilustrado con antiguas fotos de archivo. Cogieron cada uno su diario y se sentaron en la cocina de la comisaría. La primera foto era de Siri llorando, sentada en la cocina y estrujando un pañuelo con encajes y bordados. Miraba tímidamente a la cámara. Su maquillaje era perfecto, o sea que el llanto era un poco dudoso. Karin observó que Siri había cambiado las cortinas y el mantel desde que estuvieron allí. Y las típicas vasijas suecas habían sido trasladadas del salón para que lucieran visibles en el alféizar de la ventana de la cocina. Era poco probable que fuera una casualidad.

“La familia Stiernkvist”, rezaba el siguiente titular. Karin lo leyó lentamente.

–¡No, joder! – exclamó Folke.

Ella nunca lo había oído hablar así, pero la alegró que Folke hubiera vuelto, que la claridad con que se había expresado antes pareciera haberle sentado bien.

Folke iba una doble página por delante y le dio la vuelta a su ejemplar para que Karin le echara un vistazo. Se sobresaltó al ver una de las fotografías. Era una instantánea de ella y Siri sentadas en el banco de Medicinarberget, hablando. Sin embargo, ésa no era la foto que señalaba Folke, sino una de Arvid en la sala de reconocimientos, con Siri sentada en una silla y cabizbaja. Karin sintió náuseas. ¿Era posible? ¿Aquella mujer le había pedido que saliera de la habitación a fin de hacerse una foto con su esposo fallecido para la prensa?

–Me pidió que la dejara sola… -se justificó.

–A esta mujer le pasa algo muy serio -dijo Folke, y siguió leyendo en voz alta-. “Arvid y yo éramos el eje alrededor del cual todo giraba. Nos invitaban a todas las fiestas y pertenecíamos al círculo íntimo de la alta sociedad. En aquellos tiempos todavía se podía hablar de una verdadera alta sociedad, formada por un reducido y selecto grupo de gente, no como hoy en día, en que cualquiera puede entrar en ella.” -El texto aparecía debajo de una fotografía de un grupo de personas distinguidas y sonrientes que se acercaban andando. Las damas llevaban vestidos de gala y los caballeros, esmoquin. Había un círculo alrededor de las cabezas de Siri y Arvid. Al fondo se vislumbraba Societetshuset de Marstrand, o Sásen, lo más de lo más, era como solían llamar popularmente a aquel restaurante balneario.

–Desde luego no da una imagen de sí demasiado simpática -ironizó Karin-. Mi abuela suele decir que cada uno cargue con sus vergüenzas, y eso sin duda es aplicable en este caso. – Y recordó que todavía no le había contado a Folke lo que Jerker les había dicho acerca de la alianza, así que lo hizo.

–¿Nuevo? – dijo Folke con tono escéptico-. ¿No podría ser que sencillamente no llevara el anillo muy a menudo?

–Sí, pero si lo llevaba puesto, al menos la inscripción debería estar un poco sucia. Y no lo estaba.

–A lo mejor alguien limpió el anillo. Por cierto, ¿crees que se lo quitaron los polacos?

–No lo sé, pero parece poco probable, si pensamos que dijeron no sé qué de enterrarlo en tierra consagrada. Siempre y cuando, claro,

lo que nos contó Roland Lindstróm sea verdad. – Karin se reclinó en la silla y se balanceó sobre las dos patas traseras.

–¿Quién?

–El capataz de Pater Noster, Roland Lindstróm.

–Ah, sí, pero estaba pensando en otro asunto.

–¿La fecha de la boda?

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