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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra

 

La ficción de
Arthur C. Clarke
ha traspasado el Universo. Ha llevado a través del tiempo y del espacio las inimaginables historias de lo terrestre y de los extraterrestre. En este libro se han recopilado los mejores relatos de Clarke sobre nuestro planeta, que él llama “nuestro hogar”.

Algunos de estos cuentos están situados en nuestro pasado reciente, que hoy ya es realidad, otros, en nuestro presente, y algunos, en un futuro tan distante que solamente podemos soñar con él.

Todas estas historias son capaces de trasladarnos a mundos imaginarios que con el paso del tiempo convierten “nuestro hogar” en un planeta lleno de vida y sorpresa.

Arthur C. Clarke

Cuentos del planeta tierra

ePUB v1.1

GONZALEZ
25.03.12

Corrección de erratas por dinocefalo

Título original:
Tales from the Planet Earth

Traducción: Josep Ferrer i Aleu

© 1990
by
Arthur C. Clarke

© 1992; Ediciones B, S.A. Colección VIB 17/1

ISBN: 84-406-3079-4

Depósito legal: B. 18.586-1992.

Prólogo

Arthur Charles Clarke (n. 1917) es el que más me gusta de todos los escritores de ciencia ficción.

Desde luego, él lo negaría acaloradamente. Observaría —con acierto— que es dos años más viejo que yo, que es mucho más calvo que yo y que es mucho menos guapo que yo. Pero ¿qué importancia tiene eso? No es una desgracia ser viejo, calvo y feo.

Nos parecemos en que Arthur tiene (como yo) una educación científica completa y la emplea para escribir lo que se llama «ciencia ficción dura». Su estilo es también algo parecido al mío, y a menudo nos confunden, o al menos confunden nuestras obras.

El primer libro de ciencia ficción que leyó Janet, mi querida esposa, fue
El fin de la infancia
, de Arthur; el segundo fue mi
Fundación e imperio
. Incapaz de recordar con claridad quién era quién, acabó casándose conmigo cuando yo creía que iba detrás de Arthur.

Pero aquí está una colección de cuentos de ciencia ficción de Arthur, una ciencia ficción que tiene que ver con la ciencia, extrapolada de modo inteligente. ¡Os gustará mucho!

Debo deciros algo más sobre Arthur. Nos conocemos desde hace unos cuarenta años y, durante todo este tiempo, nunca hemos dejado de lanzarnos cariñosos insultos. (Esto también me ocurre con Harlan Ellison y con Lester del Rey.) Es una forma de vínculo masculino. Me temo que las mujeres no lo comprenderán.

Cuando se conocen dos caballeros de clase baja (dos vaqueros, dos camioneros), lo más probable es que uno de ellos le dé una palmada en el hombro al otro y le diga: «¿Cómo estás, hijo de puta?» Esto equivale aproximadamente a: «Me alegro mucho de verte. ¿Cómo te va?»

Bueno, Arthur y yo hacemos lo mismo, pero desde luego en un inglés formal en el que tratamos de introducir una chispa de ingenio. Por ejemplo, el año pasado, se estrelló un avión en Iowa; aproximadamente la mitad de los pasajeros resultaron muertos y se salvó la otra mitad. Uno de los supervivientes permaneció tan tranquilo durante las peligrosas maniobras de aterrizaje, leyendo una novela de Arthur C. Clarke. Esto se comentó en un artículo periodístico.

Como de costumbre, Arthur mandó sacar enseguida cinco millones de copias del artículo y las envió a todas las personas a quienes conocía o de quienes había oído hablar. Yo recibí una de ellas con una nota a pie de página, de su puño y letra, que decía: «Lástima que no estuviese leyendo una de tus novelas, habría dormido durante todo el terrible accidente.»

A vuelta de correo le envié a Arthur una carta en la que le decía: «Al contrario; la razón de que estuviese leyendo tu novela era que, si se estrellaba el avión, la muerte sería una bendita liberación.»

Di a conocer este intercambio de cariñosos comentarios en la Convención Mundial de Ciencia Ficción celebrada en Boston durante el fin de semana del Día del Trabajo, en 1989. Una mujer que informaba sobre la convención escuchó el relato con manifiesto desagrado. No la conozco, pero me imagino que estará químicamente libre de todo sentido del humor y que no sabe nada sobre las relaciones entre amigos. En todo caso, mi observación la sacó de sus casillas y escribió sobre ella en tono de censura en Locus.

Desde luego, no estoy dispuesto a que cualquier boba se interponga en los cariñosos intercambios que podamos sostener Arthur y yo; por consiguiente, termino con otro. Y esta vez empiezo yo.

Escribo esta introducción gratuitamente y porque quiero a Arthur. Desde luego, a él no se le ocurriría corresponder a este favor porque escatima hasta el último centavo y no tiene mi excelente capacidad de colocar el arte y la benevolencia por encima del vil metal.

¡Ya está! Espero con cierto temor la respuesta de Arthur.

I
SAAC
A
SIMOV

Nueva York

Me encantó leer la introducción de Isaac a
Cuentos del planeta Tierra
. Como él mismo dice, soy el escritor que más se le parece. Para repetir una observación que he hecho antes de ahora, los dos somos casi tan buenos como creemos.

Una pequeña corrección; no envié cinco millones de copias del artículo de
Time
como dice Isaac. Sólo envié una... al propio Isaac, sabiendo muy bien que daría a conocer la noticia al resto del mundo.

Por último, ésta es mi respuesta a su desafío final, en unos términos que le producirán el mayor recelo: me ofrezco a escribir el prólogo de su próximo libro.

A
RTHUR
C. C
LARKE

Colombo, Sri Lanka

El camino hacia el mar

(
The Road to the Sea
, 1950)

Repasando mis archivos, encuentro que terminé El camino hacia el mar hace más de cuarenta años. Poco más necesito decir acerca de él, salvo que anticipa o resume todos los temas que he desarrollado con más detalle en obras posteriores, sobre todo en La ciudad y las estrellas y en Cánticos de la lejana Tierra.

Una cuestión poco importante: me hace gracia ver que predije no sólo el invento de los músicos ultratransportables, sino también en rápida transformación en tal amenaza pública que habría que prohibirlos. La segunda parte de esta profecía, ¡ay!, no se ha cumplido aún.

E
staban cayendo las primeras hojas del otoño cuando Durven se reunió con su hermano en el promontorio, junto a la Esfinge de Oro. Dejó su bólido entre los matorrales de la orilla de la carretera, caminó hasta el borde del monte y miró abajo hacia el mar. El viento crudo que soplaba sobre las marismas amenazaba con una helada temprana, pero en el fondo del valle, Shastar la Bella aún disfrutaba de calor al amparo de su medialuna de montes. Sus muelles vacíos soñaban bajo la pálida luz del sol poniente, y el mar azul batía delicadamente sus flancos de mármol. Al mirar de nuevo hacia abajo y ver las calles y los jardines de su juventud, Durven sintió que flaqueaba su resolución. Se alegraba de encontrarse con Hannar aquí, a kilómetro y medio de la ciudad, y no entre las vistas y los ruidos que le harían recordar su infancia.

Hannar era una pequeña mancha en el fondo de la cuesta, que subía con su peculiar calma y tranquilidad. Durven habría podido encontrarse enseguida con él si hubiera utilizado el bólido, pero sabía que su hermano no se lo habría agradecido si lo hubiese hecho. Le esperaba por tanto al abrigo de la gran Esfinge, caminando a veces con rapidez de un lado a otro para conservar el calor. En un par de ocasiones fue hasta la cabeza del monstruo y miró hacia arriba, a la cara inmóvil que parecía contemplar la ciudad y el mar. Recordó que de pequeño, en los jardines de Shastar, había visto recortarse contra el cielo aquella forma agazapada y se había preguntado si estaría viva.

Hannar no parecía más viejo que la última vez que se habían visto, hacía de esto veinte años. Conservaba todavía el pelo negro y espeso, y su cara no tenía arrugas pues pocas cosas turbaban la vida tranquila de Shastar y de su gente. Esto parecía injusto, y Durven, cuya cabeza se había vuelto gris con los años de continuo trabajo, sintió una rápida punzada de envidia.

Sus saludos fueron breves, pero no desprovistos de calor. Entonces Hannar se acercó a la nave, que reposaba en su lecho de brezos y aplastadas aulagas. Dio unos golpecitos con su bastón sobre el curvado metal y se volvió a Durven.

—Es muy pequeña. ¿Has ido en ella durante todo el viaje?

—No; sólo desde la Luna. He venido desde el Proyecto en un avión de línea cien veces mayor.

—¿Y dónde está el Proyecto? ¿O es que no quieres que lo sepamos?

—No hay ningún secreto. Estamos construyendo las naves en un espacio más allá de Saturno, donde la gravedad solar es casi nula y se necesita poco impulso para enviarlas fuera del sistema solar.

Hannar señaló con su bastón las aguas azules debajo de ellos, el mármol de colores de las pequeñas torres y las anchas calles con su lento tráfico.

—Lejos de todo esto, en la oscuridad y la soledad..., ¿en busca de qué?

Durven apretó los labios en una fina línea resuelta.

—Recuerda —dijo pausadamente— que he pasado toda una vida fuera de la Tierra.

—¿Y esto te ha traído la felicidad? —continuó Hannar, implacable.

Durven guardó un momento de silencio.

—Me ha traído más que esto —respondió al fin—. He empleado mis facultades hasta el máximo y he saboreado triunfos que no puedes imaginarte. El día que regresó al sistema solar la Primera Expedición fue como toda una vida en Shastar.

—¿Crees —preguntó Hannar— que construiréis ciudades más hermosas que ésta bajo aquellos soles extraños, cuando hayáis dejado nuestro mundo para siempre?

—Si sentimos este impulso, sí. En caso contrario construiremos otras cosas. Pero debemos construir. ¿Y qué ha creado tu pueblo durante los últimos cien años?

—No pienses que hemos estado completamente ociosos porque no hayamos construido máquinas, porque hayamos vuelto la espalda a las estrellas y estemos contentos con nuestro propio mundo. Aquí, en Shastar, hemos creado un estilo de vida que no ha sido superado jamás. Hemos estudiado el arte de vivir; nuestra aristocracia es la primera en la que no hay esclavos. Éste es nuestro logro, y por él nos
juzgará
. la Historia.

—Estoy de acuerdo —replicó Durven—, pero no olvides que vuestro paraíso fue construido por científicos que tuvieron que luchar como nosotros para conseguir que sus sueños se convirtiesen en realidad.

—No siempre triunfaron. Los planetas los derrotaron una vez. ¿Por qué habrían de ser más acogedores los mundos de otros soles?

Era una buena pregunta. Después de quinientos años, el recuerdo del primer fracaso seguía siendo amargo. ¡Con qué sueños y esperanzas se había lanzado el hombre hacia los planetas a finales del siglo XX! Pero los había encontrado no sólo áridos y sin vida sino furiosamente hostiles. Desde el fuego amenazador de los mares de lava de Mercurio hasta los glaciares de nitrógeno sólido de Plutón, no había ningún lugar, fuera de su propio mundo, en el que pudiese vivir sin protección; y había vuelto a su propio mundo después de un siglo de lucha inútil.

Sin embargo, el sueño no se había extinguido del todo; cuando se abandonó el plan, quedaron todavía algunos que se atrevían a soñar en las estrellas. De aquel sueño había nacido al fin el Viaje Trascendental, la Primera Expedición y, ahora, el vino embriagador del éxito tardío.

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