—¿Quién ganará?
—Es probable que Rahimere. Controla el tesoro, la cancillería y el templo de Amón-Ra.
—¿Con quién cuenta la señora Hatasu?
—Tiene tres partidarios. Sethos, Senenmut y ahora el señor Amerotke.
—Yo no pertenezco a ninguna facción.
—¿No? —El general sonrió, divertido—. Aceptasteis su invitación y lleváis el anillo. Ahora todos estamos en el baile.
—¿Cuál es vuestra postura? —Amerotke señaló con la copa a los comandantes.
—Todavía no lo hemos decidido. Somos soldados: acatamos las órdenes y escuchamos los rumores que circulan por el mercado. El faraón ha muerto, y ahora que viaja hacia el oeste bendito, su sucesor es un niño y el consejo está dividido. Los zorros creen que los perros se han marchado y por lo tanto intentarán robar las gallinas.
—¿A quién daréis vuestro apoyo?
—Mis simpatías están con la señora Hatasu; lleva la sangre de Tutmosis en las venas y Rahimere no me cae bien. Pero ya sabéis como somos los soldados: nuestra primera regla es no presentar nunca batalla cuando sabes que la tienes perdida de antemano. Por lo tanto, bebamos —chocó su copa contra la de Amerotke—, y roguemos para que vuelvan los días de paz.
Amerotke dedicó su atención a la comida. Intentaba ver dónde estaba sentada Norfret cuando entró un mensajero cargado con un pequeño cofre con flejes de cobre. El hombre se arrodilló a la entrada de la sala de banquete, y esperó a que advirtieran su presencia. El ayudante de Rahimere, de pie detrás de la silla de su amo, le hizo un seña para que se acercara.
—¿De qué se trata? —preguntó el gran visir.
—Es un presente, mi señor. Os lo envía Amenhotep.
El gran visir torció el gesto. Amenhotep había sido el sacerdote privado del difunto faraón Tutmosis II.
—Amenhotep tendría que estar aquí. Como sacerdote del templo de Horas, es su obligación asistir a las actividades del círculo real.
Rahimere estaba haciendo gala de su poder y el silencio se impuso en la sala. La invitación a un banquete en el palacio era de hecho una orden real, y sólo la enfermedad o alguna otra calamidad muy grave podía justificar la ausencia. Amerotke estaba sorprendido; conocía a Amenhotep: un hombre muy activo, pomposo y muy pagado de su propia importancia. Era algo poco habitual en él desperdiciar una ocasión como ésta.
—Quizá se trate de una ofrenda de paz —comentó el jefe de los escribas con un tono jocoso—. Una disculpa adecuada, mi señor, por no haber asistido a nuestras reuniones.
Rahimere encogió los hombros y llamó al mensajero para que se acercara. Amerotke miró por encima del hombro. Hatasu estaba lívida y sus ojos echaban chispas; el regalo tendrían que habérselo entregado a ella. La reina era la anfitriona y la señora del palacio, y la intervención de Rahimere era una provocación pública y un elocuente recordatorio de que él tenía las riendas del poder. El mensajero se acercó con el cofre.
—Lo entregó, mi señor, un hombre vestido con una capa negra —explicó el mensajero.
Amerotke dejó en el plato el trozo de oca que estaba comiendo, pues la referencia a la capa negra avivó sus recuerdos. A través de diversos informes llegados a su corte, el juez se había enterado de la existencia de una secta de criminales, los devoradores, asesinos profesionales. Una y otra vez, en los casos de asesinato se había hecho mención a esta sanguinaria banda que adoraba a una feroz diosa felina, Mafdet, y cuyos miembros vestían de negro de los pies a la cabeza.
—Acepto el regalo —anunció Rahimere, dando una palmada—. ¡Abrid el cofre!
Rompieron los sellos y levantaron la tapa. Amerotke se había vuelto para decirle algo a su compañero de mesa cuando oyó el grito. El mensajero había sacado el regalo del cofre y ahora lo sostenía como un hombre atrapado en una pesadilla. La sangre todavía goteaba del cuello; los invitados contemplaron atónitos y espantados la cabeza del sacerdote Amenhotep.
E
l banquete concluyó en un caos: dos de las damas presentes se desmayaron; algunos de los hombres salieron de la sala, tapándose la boca con las manos, para ir en busca de un lugar privado donde vomitar y limpiar sus estómagos. Volvieron a meter la cabeza dentro del cofre, se enviaron guardias en busca del mensajero, pero hacía tiempo que éste había desaparecido. Hatasu, con el apoyo de Senenmut y Sethos, impuso orden.
—¡Señores! —Hatasu dio unas palmadas para reclamar silencio—. Señoras y señores, no tiene sentido continuar con esta fiesta. El banquete se ha acabado. ¡El círculo real se reunirá en la sala de las columnas!
Los sirvientes entraron para retirar las mesas y las cubas de vino y cerveza. Aquellos que no eran miembros del consejo se alegraron muchísimo de hacer la señal contra el mal de ojo y abandonar el palacio. Amerotke le encargó a Shufoy que llevara a Norfret de regreso a su casa. Omendap ofreció amablemente a dos de sus oficiales para que le dieran escolta.
Amerotke se despidió de su esposa y volvió inmediatamente a la sala de banquetes. El cofre manchado de sangre continuaba abierto en el suelo. El juez se puso en cuclillas: el rostro pálido le devolvió la mirada, con los ojos en blanco y la lengua sobresaliendo entre los labios. Amerotke observó el cuello seccionado; el tajo había sido limpio. Se fijó en la piel tumefacta y descolorida.
—¿Qué estáis buscando?
Hatasu, acompañada por Senenmut y Sethos, estaba a su lado.
—Mi señora, sospecho que Amenhotep estaba muerto cuando le decapitaron. El corte es limpio, y lo ejecutaron de un solo tajo como haría un profesional. El individuo que trajo el cofre vestía de negro. Esto es obra de los
ámemete
, un grupo de asesinos profesionales.
—Pero, ¿qué sentido tiene matar a Amenhotep?
Senenmut se agachó para mirar con curiosidad la cabeza del pobre sacerdote.
—La boca charlatana se ha callado para siempre —manifestó—, y sus ojos arrogantes no volverán a mirarme nunca más de arriba abajo.
Amerotke dirigió una rápida mirada al hombre que aparentemente era la nueva mano derecha de la reina: su antipatía hacia el sacerdote muerto era obvia. Hatasu levantó un pie y cerró la tapa del cofre.
—¡A la sala de las columnas! —ordenó.
La sala ya estaba preparada, con las sillas y las mesas dispuestas en forma de óvalo. Rahimere había sido el primero en entrar y ocupaba el lugar preferente. Los escribas y los sacerdotes que le daban su apoyo ocuparon los asientos a cada lado del gran visir. Hatasu se sentó en el mismo lugar de la noche anterior, con Sethos y Senenmut a su lado.
Amerotke escogió la silla más cercana a la puerta; se sentía molesto y deseó no estar presente. A pesar del vino y la alegría de la primera parte del banquete, la atmósfera en la sala era opresiva: el odio y los celos eran casi tangibles.
El sacerdote se apresuró a entonar un salmo en el que comparaba el rostro del joven faraón con el de Horus. Sus cabellos, rezó, eran suaves como las nubes; su ojo izquierdo el sol de la mañana, el derecho el sol en el ocaso; y afirmó que la gloria de Ra llenaba su cuerpo, dando luz y calor al pueblo de Egipto. Sin embargo, en cuanto se marchó el sacerdote, no quedó ni rastro de la luz y el calor. Hatasu tomó la iniciativa.
—Señores —anunció la reina, sentándose con tanta majestuosidad que su silla pareció un trono.
Rahimere intentó interrumpirle pero Hatasu se lo impidió con un ademán mientras añadía:
—Mi señor visir, éste es el palacio real: la Casa del Millón de Años. Nuestro glorioso soberano está en la Casa de la Adoración y yo soy su madrastra. Por consiguiente, ¿qué tenemos aquí? Mi marido muerto delante de la estatua de Amón-Ra, mordido por una víbora; el general Ipuwer muerto en esta misma habitación, mordido por otra víbora; y ahora, durante un banquete real, nos envían la cabeza amputada de Amenhotep como un siniestro recordatorio, o quizá como una advertencia, para todos nosotros.
—¿Qué estáis insinuando? —preguntó el jefe de la Casa de la Plata con voz llorosa—. Tres hombres han muerto.
—No —le corrigió Senenmut—. Tres hombres han sido asesinados.
—¿Asesinados? —Rahimere inclinó la cabeza hacia un costado—. ¿Ahora pretendéis decir que la muerte del divino faraón, que ha viajado al bendito oeste, no fue un accidente?
—Está muy claro que no es el caso del general Ipuwer —intervino Hatasu—, y tampoco creo que Amenhotep rodara por las escaleras.
—Mi señor Amerotke. —El gran visir se volvió para mirar al magistrado—. Todos hemos escuchado vuestro veredicto. —Rahimere levantó las manos enjoyadas—. Dejasteis muy claro, al menos para vuestra satisfacción, cómo la víbora a bordo de la
Gloria de Ra
no fue la responsable de la muerte del divino faraón. Ahora bien, también sabemos todos que el divino faraón fue transportado en su palanquín hasta el templo donde le esperaba su esposa la reina.
En el silencio que siguió a las palabras del visir se escuchó claramente el siseo de una brusca inspiración. Senenmut estuvo en un tris de lanzarse sobre Rahimere, pero Hatasu le contuvo, poniéndole una mano sobre la muñeca.
—En ningún momento dije que el divino faraón fuera asesinado —se apresuró a responder Amerotke—. Ese no fue el caso que se planteó en mi tribunal. Mi veredicto fue que la víbora responsable de la muerte del faraón no era la misma que encontraron a bordo de la embarcación real.
—Sin embargo, también mencionasteis la profanación de la tumba del faraón, ¿no es así? —preguntó uno de los escribas de Rahimere.
—Toda Tebas está enterada de ese hecho —replicó Amerotke—. Comenté, como estaba en mi derecho de hacerlo, que alguien tenía un rencor blasfemo contra el divino faraón.
—¿Qué hay del comandante Ipuwer? —preguntó Sethos—. ¿Cómo explicáis su muerte?
Amerotke señaló una de las bolsas utilizadas para llevar los documentos que colgaba del respaldo de la silla de uno de los escribas.
—Por lo que sé, y esto no es más que un cotilleo, el círculo real se reunió aquí, ¿es correcto?
—Lo es —contestó Rahimere, con voz seca.
—¿Ipuwer trajo sus documentos? —prosiguió Amerotke.
—Sí, los trajo —asintió Omendap.
—¿Después el consejo hizo una pausa?
—Sí —manifestó Sethos—. Recogimos nuestros documentos y los guardamos en las bolsas. Lo que pretendéis decir, Amerotke, es que mientras todos nos movíamos de aquí para allá, entretenidos en nuestras conversaciones y bebiendo una copa de vino, alguien que traía consigo una víbora la metió en el bolso de Ipuwer, ¿no es así?
Las palabras del fiscal provocaron las risitas maliciosas de algunos escribas.
—Existe la posibilidad de que la víbora se colara en la bolsa por propia voluntad —comentó un escriba, en tono de burla.
—¡También existe la posibilidad de que las víboras vuelen! —replicó el juez vivamente. No hizo caso de las risas de los presentes y añadió—: La solución es bastante sencilla. Si una víbora se hubiera arrastrado al interior de la sala del consejo o del templo, la habrían visto. Si una víbora se hubiera escondido en el palanquín del divino faraón, la habrían descubierto. Si una víbora hubiera estado en las escaleras o en el vestíbulo del templo de Amón-Ra, la hubieran visto y destruido.
—No obstante, el faraón murió a consecuencia de la mordedura de una víbora —insistió Rahimere.
—Estoy de acuerdo. Pero entonces el gran misterio es saber cómo, dónde y por qué. —Amerotke tragó saliva—. Yo me pregunto: ¿alguien alguna vez ha oído hablar o ha visto a un ser humano, rodeado de una multitud, que fuera mordido y falleciese por la mordedura de una víbora, y que nunca encontraran a la víbora?
Todos los miembros del círculo real murmuraron su asentimiento.
—Es un misterio —insistió Amerotke—, y también lo es la muerte del comandante Ipuwer. ¿Alguno de los aquí presentes vio la víbora que lo mató antes de que metiera la mano en la bolsa? ¿Algún sacerdote, soldado, escriba o miembro del círculo real? Mi señor visir, con vuestro permiso.
Rahimere asintió. Amerotke dejó su asiento y caminó dando la vuelta por toda la sala. Cogió al azar unas cuantas bolsas de las que estaban colgadas de los respaldos de las sillas, las pasó de una mano a otra, las volvió a colgar en las sillas y después se dirigió a Sethos.
—Mi señor, sois los ojos y oídos del faraón. He cambiado de lugar alguno de los bolsos. ¿Podríais decirme, siendo alguien tan atento y observador como vos, a quién pertenece cada bolsa?
Hatasu sonrió. Senenmut imitó el redoble de un tambor golpeando con los dedos en el tablero de la mesa.
—La noche de la muerte de Ipuwer —manifestó Amerotke, mientras volvía a sentarse—, durante la pausa, el asesino, aquel seguidor del pelirrojo Seth, dios de la destrucción, transportó a la víbora hasta la sala del consejo en una bolsa. Señores, mi señora Hatasu, id al mercado; hablad con los vendedores de escorpiones, los encantadores de serpientes, aquellos quienes utilizan los reptiles para asombrar a las multitudes y ganarse unos cuantos kitos de cobre. Una víbora se puede llevar en una bolsa o una cesta; el movimiento la seda y la amodorra. La víbora yace enroscada, y si le han dado de comer hace poco, estará todavía más tranquila.
—Hasta que Ipuwer —intervino Omendap—, metió la mano en el bolso.
—El movimiento despertó a la víbora provocando su furia —señaló Amerotke—, y atacó una y otra vez la mano del intruso. Sin embargo, ¿quién recuerda o vio a alguien pasar un bolso de uña silla a otra? También está la posibilidad de que cambiaran las sillas de lugar. ¿Alguno de los aquí presentes sabe a ciencia cierta que la víbora se encontrara en el bolso del comandante Ipuwer? —preguntó el juez con voz pausada.
—No, nadie lo comprobó. —Sethos señaló a Omendap—. Vos os encargasteis del cadáver, ordenasteis que lo transportaran a la ciudad de los muertos.
—También me hice cargo de los documentos de Ipuwer —replicó Omendap, colérico, con el rostro encendido de vergüenza—. Pero, en aquel momento, no sabía que se trataba de un crimen.
—Por supuesto que no —intervino Senenmut, en tono sarcástico.
Omendap, con el apoyo de sus comandantes, abrió la boca para replicar al comentario, pero se le adelantó Sethos, consciente de que ofender a los militares podía suponer la pérdida de un apoyo esencial para Hatasu.
—Mi señor Amerotke, parecéis saber muchas cosas sobre víboras —comentó con un tono amable.