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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (77 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—¿Qué dice ese evangelio?

—A grandes rasgos sostiene que Cristo no fue hijo de Dios, sino un ser humano y un profeta más. —Hernando creyó ver en Arbasia un casi imperceptible gesto de asentimiento—. Afirma también que no fue crucificado, que Judas le suplantó en la cruz; niega que Él sea el mesías y anuncia la llegada del verdadero Profeta, Mahoma, y la futura Revelación. También afirma la necesidad de las abluciones y la circuncisión. Se trata de un texto escrito por alguien que vivió en tiempos de Jesús, que le conoció y vio sus obras, pero, al contrario del resto de los evangelios, confirma las creencias de nuestro pueblo.

El silencio se hizo entre los dos hombres. Quedaba poca limonada y una criada apareció por el otro extremo del patio con una nueva jarra, pero Arbasia le hizo un gesto para que se retirase.

—Es sabido que los papaces han manipulado la doctrina de los evangelios —añadió Hernando.

Esperó una reacción por parte de Arbasia a sus últimas palabras, pero éste se mantuvo impasible, quizá en exceso.

—¿Por qué me lo cuentas? —preguntó al cabo, con cierta rudeza—. ¿A qué viene la urgencia por hablar conmigo? ¿Qué te hace pensar…?

—Hoy —le interrumpió Hernando—, ante tu obra, he visto en el Jesucristo que has pintado a un hombre normal, a un ser humano que abraza a una… que abraza a alguien con cariño; amable, sonriente incluso. No es el Jesucristo Hijo de Dios, omnímodo y todopoderoso, sufriente y herido, ensangrentado, que puede verse en todos y cada uno de los rincones de la catedral.

Arbasia no contestó; se llevó una mano al mentón y permaneció pensativo. Hernando respetó su silencio.

—Tú eres musulmán —dijo al fin—. Yo soy cristiano…

—Pero…

El maestro le rogó silencio.

—Es difícil saber quién está en posesión de la verdad… ¿Vosotros? ¿Nosotros? ¿Los judíos? Y ahora los luteranos. Ellos se han separado de la doctrina oficial de la Iglesia, ¿tienen razón? Muchos otros cristianos tampoco aceptan la doctrina oficial. —Arbasia interrumpió su discurso un instante—. Lo cierto es que todos creemos en un único Dios, que es siempre el mismo: el Dios de Abraham. Los musulmanes invadieron estas tierras porque otros cristianos, los arrianos, hoy considerados herejes, los llamaron; pero los castellanos eran arrianos. Los arrianos también estaban en el norte de África y hasta mucho tiempo después no comprendieron que aquellos árabes que habían acudido en su ayuda en realidad eran musulmanes. ¿Te das cuenta? Arrianismo, que no era sino una forma de cristianismo, e islamismo, eran similares. Para ellos, el islam era una religión parecida a la suya: ambas negaban la divinidad de Jesucristo. Ésa fue la razón de que todos estos reinos se conquistaran en tan sólo tres años. ¿Crees que hubiera sido posible conquistar toda Hispania en sólo tres años de no haber sido porque los que vivían en estas tierras se entregaron a aquellas creencias sin abandonar su propia fe? Es un único Dios, Hernando, el de Abraham. A partir de ahí, todos lo vemos de una forma u otra. Es mejor no insistir en ello. La Inquisición…

—Pero si los propios cristianos, aquellos que conocieron a Jesucristo, sostienen que no fue el hijo de Dios… —trató de insistir Hernando.

—Somos los hombres los que nos separamos, los que interpretamos, los que elegimos. Dios sigue siendo el mismo; creo que eso nadie lo niega. Vamos a cenar —añadió, al tiempo que se levantaba bruscamente—. El carnero ya debe de estar listo.

Durante la cena, Arbasia rehuyó cualquier diálogo sobre sus pinturas de la capilla del Sagrario y sobre el evangelio de Bernabé. Derivó la conversación hacia trivialidades. Hernando no insistió.

—Que la fortuna y la sabiduría te acompañen —se despidió del morisco a la puerta de su casa.

¿Qué debía hacer con aquel evangelio?, se preguntó Hernando cuando se hallaba ya de nuevo en el palacio. Abbas, según le comentaba Aisha durante sus frecuentes encuentros, se había rodeado de hombres violentos e impetuosos a los que guiaba el rencor y el odio hacia los cristianos. Ya no existía ninguna trama para proveer a la comunidad de la palabra revelada; el nuevo consejo apostaba con decisión por la lucha y los rumores sobre revueltas e intentos de levantamiento corrían de boca en boca por la ciudad de Córdoba, lo que contribuía a exacerbar la animosidad entre cristianos y moriscos. La última tentativa había tenido lugar un año atrás, y originó la inmediata reacción del Consejo de Estado, que solicitó un detallado informe a la Inquisición. Se trataba de una conjura entre los turcos y el rey de Navarra Enrique III, hugonote y enemigo acérrimo de Felipe II, para invadir España con la ayuda interna de los moriscos.

—Son hombres incultos —afirmó Aisha refiriéndose a los nuevos miembros del consejo—. Tengo entendido que ninguno de ellos sabe leer o escribir.

Hernando sabía que no sería bien recibido por Abbas y sus seguidores. ¿Qué iban a hacer aquellos hombres con la copia del evangelio? Probablemente actuarían igual que en su día lo hizo Almanzor: por más que apoyase las doctrinas coránicas, condenarían el libro por herético, en cuanto que había sido escrito por un cristiano. Además, a pesar de su antigüedad, sólo se trataba de una copia y con toda seguridad desconfiarían de él. ¿Habría conseguido el escriba salvar el original de la quema?

Hernando suspiró: si de algo estaba seguro era de que la violencia no mejoraría la situación de su pueblo. Siempre serían aplastados por una fuerza mayor, como ya había sucedido en el pasado, que encontraba en las rebeliones el motivo para dar rienda suelta al profundo odio hacia los moriscos. ¿Existiría, pues, algún otro camino para lograr que unos y otros pudieran convivir en paz?

Ocho días después de la cena con Arbasia, Hernando fue llamado a presencia del duque, que recaló en Córdoba de camino a Sevilla desde Madrid. Se lo comunicaron en las caballerizas de palacio, en el momento en que se disponía a salir a pasear a lomos de Volador, el magnífico tordo que le había regalado el duque y que aparecía herrado con la «R» de la nueva raza creada por Felipe II. Pasara lo que pasase, aquel caballo era suyo, le aseguró don Alfonso, sabedor del problema con Azirat. En prueba de ello, le entregó un documento a su favor, emitido por su secretario y firmado de puño y letra por el duque de Monterreal.

Devolvió a Volador al mozo de cuadras y partió tras el joven paje encargado de transmitirle el requerimiento del duque.

Tuvieron que cruzar cinco patios, todos ellos floridos, todos con una fuente en su centro, antes de llegar a la antesala, donde un nutrido grupo de personas aguardaba a ser recibido por el aristócrata: en cuanto se supo de la llegada del noble, muchos se habían apresurado a solicitar audiencia. En los bancos de las visitas, adosados a las paredes laterales del salón, aparecían sentados algunos sacerdotes, un veinticuatro de Córdoba, dos jurados, varias personas desconocidas por Hernando y tres de los hidalgos que vivían en palacio. En otro banco se sentaban los criados, ocupados en atender a los visitantes durante la espera, y a su lado una banqueta baja donde se sentó el paje que le conducía en cuanto el maestresala se hizo cargo del morisco.

Hernando percibió las miradas de odio con que los visitantes acompañaban su recorrido a lo largo de la sala: pasaba por delante de todos ellos. A diferencia de quienes esperaban ataviados con sus mejores galas, él vestía el atuendo de montar: borceguíes hasta las rodillas, calzas sencillas, camisa y una marlota ceñida, sin adornos. El portero que custodiaba el acceso al despacho del duque llamó suavemente a la puerta al ver acercarse a Hernando y al maestresala, y les franqueó el paso sin que tuvieran necesidad de detenerse.

—¡Hernando! —El duque abandonó el escritorio tras el que se sentaba y se levantó para recibirle como si fuera un buen amigo.

Tanto secretario como escribano fruncieron el ceño.

—Don Alfonso —saludó el morisco, aceptando con una sonrisa la mano que le tendía.

Se dirigieron a un par de sillones de cuero en el otro extremo del despacho, algo alejados del secretario y del escribano. El duque se interesó entonces por su vida y Hernando contestó a sus muchas preguntas. El tiempo transcurría y la gente esperaba fuera, pero aquello no parecía importar al noble, que se explayó a sus anchas sobre los volúmenes que conformaban su biblioteca cuando, por casualidad, surgió ese tema de conversación.

—Me gustaría poder disponer de tanto tiempo como tú para dedicarme a la lectura —anheló en un determinado momento—. Disfrútalo, porque en breve no podrás hacerlo. —La expresión de sorpresa por parte de Hernando no pasó inadvertida al duque—. No te preocupes, podrás llevar contigo los libros que desees. Silvestre —llamó entonces a su secretario—, acércame la cédula. Verás —añadió con el documento en sus manos—, como sabes, tengo el honor de formar parte del Consejo de Estado de Su Majestad. En realidad, lo que te voy a contar es un problema que concierne al Consejo de Hacienda, pero sus funcionarios son tan incapaces de obtener los recursos que el rey necesita que don Felipe no hace más que despotricar contra ellos cuando le niegan los dineros. Las Alpujarras —soltó entonces don Alfonso entregándole el documento—. ¿No me pediste quehacer? —sonrió—. Casi todos los lugares que componen las Alpujarras pertenecen a la Corona, y Su Majestad está colérico porque no rentan lo que deberían, y ello pese a haber concedido a sus repobladores exenciones en el pago de alcabalas y otros beneficios. Aun así, los tercios reales que debería obtener la hacienda del reino no son los que cabría esperar; así me lo comentó enojado, y entonces se me ocurrió que quizá tú, que conociste la zona, podrías investigar para que Su Majestad compare tus informes con los del tribunal de Población de Granada y el Consejo de Hacienda. El rey aceptó de buen grado la propuesta. Le gustaría darles una lección a los del Consejo.

¡Las Alpujarras!, musitó Hernando. ¡Don Alfonso le estaba proponiendo que viajara a las Alpujarras! Erguido en el sillón, incómodo, manoseó el documento que le entregó Silvestre y miró al malcarado secretario que permanecía a espaldas del duque. Estuvo tentado de romper el lacre que cerraba la cédula, pero el discurso de don Alfonso reclamó su atención.

—Tras la expulsión de los cristianos nuevos de las Alpujarras, el rey envió agentes a Galicia, Asturias, Burgos y León para encontrar colonos con los que repoblar esas tierras. A los nuevos habitantes se les asignaron casas y haciendas, y como te he dicho, se les concedieron beneficios en el pago de alcabalas, además de entregárseles alimentos y bestias para fomentar el cultivo de las tierras. Su Majestad es consciente de que la repoblación no fue completa y que muchos lugares quedaron deshabitados, pero aun así…, las tierras no rentan lo que debieran. Tu objetivo será viajar por la zona como enviado personal mío, nunca del rey, ¿has entendido? Su Majestad no quiere que el alcalde mayor de las Alpujarras ni el procurador general crean que desconfía de ellos.

—¿Entonces…? —preguntó Hernando.

—Otro de los beneficios concedido a aquellas gentes es el de poder echar el garañón a las yeguas sin necesidad de consentimiento real, por lo que es de suponer que la cabaña equina habrá aumentado considerablemente durante estos años. Tu misión, la que consta en esa cédula, será la de encontrar buenas yeguas de vientre para mis cuadras. Tú entiendes de caballos. Evidentemente, no te satisfará ninguna. No creo que en esas tierras puedan existir animales de calidad, pero si considerases que alguno realmente merece la pena —sonrió—, no dudes en comprarlo.

Hernando pensó unos instantes: las Alpujarras, ¡su tierra! Con todo, un sudor frío le asaltó de repente.

—Allí todavía vivirán cristianos que padecieron la guerra. ¿Cómo recibirán a un cristiano nuevo…?

—¡Nadie osará poner la mano encima de un enviado del duque de Monterreal! —alzó la voz don Alfonso. Sin embargo, la indecisión que se reflejó en el rostro de Hernando le obligó a replantearse su afirmación—. Tú eras cristiano. Sabías rezar. Lo hiciste conmigo, ¿recuerdas? Rezamos juntos a la Virgen. Ahora también lo haces. Supongo que tendrás amigos que puedan atestiguar tu condición si alguien la pusiera en duda.

Hernando percibió que Silvestre se ponía en tensión y se acercaba por detrás de don Alfonso para escuchar su respuesta. ¿Qué amigos cristianos tuvo en Juviles? ¿Andrés, el sacristán? Le odiaría por lo que su madre le había hecho al sacerdote. ¿Quién más? No lograba recordar a nadie, pero tampoco debía reconocérselo al duque; no podía desvelar que su liberación fue sólo el fruto de una casualidad.

—Los tienes, ¿no? —preguntó Silvestre desde detrás del duque.

Don Alfonso permitió la intervención de su secretario.

—He prometido al rey que se llevaría a cabo esa investigación —insistió el noble.

—Sí…, sí —titubeó Hernando—, los tengo.

—¿Quiénes? ¿Cómo se llaman? —saltó el secretario.

Hernando cruzó su mirada con la de Silvestre. El hombre parecía saber la verdad y le taladraba con los ojos. Era como si hubiera esperado aquel momento con ansiedad: el momento en el que se desvelaría la verdadera fe de quien tantos favores recibía de su señor. ¡Hasta un caballo de la nueva raza le había regalado!

—¿Quiénes? —insistió Silvestre ante las dudas del morisco.

—¡El marqués de los Vélez! —afirmó entonces Hernando alzando la voz.

Don Alfonso se irguió en su asiento, Silvestre retrocedió un paso.

—¿Don Luis Fajardo? —se extrañó el duque—. ¿Qué puedes tener tú que ver con don Luis?

—Igual que hice con vos —explicó Hernando—, también salvé la vida de una niña cristiana llamada Isabel. Se la entregué al marqués y a su hijo don Diego a las puertas de Berja. Salvé a varias personas —mintió al tiempo que miraba descaradamente a Silvestre, cuyo semblante estaba demudado. El duque escuchaba con atención—. Pero para eso tenía que parecer morisco, pues en caso contrario me hubiera sido imposible hacerlo. Algunos llegaron a saber de mí, la mayoría no. Isabel sí que me conoció y, como se trataba de una niña, la llevé adonde se encontraban los Vélez. Podéis preguntarle a ellos.

—Estás hablando del segundo marqués de los Vélez, el «Diablo Cabeza de Hierro» que luchó en las Alpujarras. Murió poco después —le comunicó el duque—. El actual marqués, el cuarto, también se llama Luis. —Hernando suspiró—. No te preocupes —le animó don Alfonso como si hubiera entendido el porqué de aquel suspiro—. Podemos confirmar tu historia. Su hijo Diego, el que le acompañaba en Berja, caballero de la orden de Santiago, sí que vive y además es pariente lejano mío. El Diablo casó con una Fernández de Córdoba. —El duque dejó transcurrir unos instantes—. Te admiro por lo que hiciste en esa maldita guerra —dijo después—. Y estoy seguro de que todos cuantos viven en esta casa comparten este sentimiento, ¿no es cierto, Silvestre?

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