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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (72 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—¿En qué me beneficiará tener a mi favor al provisor?

—Como juez eclesiástico, es quien debe decidir si tu asilo se ajusta a las normas canónicas y a los concilios. En principio, no eres un asesino ni un salteador de caminos; y, por lo que me has explicado, tu delito puede incluirse en aquellos que tienen derecho al asilo eclesiástico. Pero hay otra circunstancia más importante: el derecho de asilo no es indefinido, puesto que en caso contrario los templos se convertirían en moradas de delincuentes. Aquí, en Córdoba, se aplica un plazo máximo de treinta días durante los cuales se supone que el retraído puede hacer las gestiones oportunas para paliar las consecuencias de su falta. Conociendo al conde de Espiel, tú no lo conseguirás. —Hernando asintió con tristeza—. El conde no cederá un ápice. Ni siquiera se avendrá a una pena que no implique castigos corporales, que es una de las formas más usuales de terminar con el asilo: la Iglesia exige a la justicia seglar que se comprometa a tratar con benevolencia al delincuente y, si se firma ese pacto, lo entrega. Ahí es donde más influye el provisor, porque si no obtiene ese acuerdo, puede prorrogar el plazo del asilo sin limitación.

—¿Qué ganaría el conde si no pacta con la Iglesia? No podrá extraerme de la catedral y tampoco obtendrá ninguna satisfacción por mi… ¿delito?

—La mayoría de los cristianos —le contradijo don Julián— no osa contravenir el sagrado. La simple amenaza de excomunión ipso facto para quien atenta contra el asilo es suficiente para amedrentar a sus piadosas conciencias. —Instintivamente, Hernando se llevó la mano a los riñones y recordó la rapidez con la que le soltaron Juan Velasco y sus hombres a la sola mención de la excomunión—. Pero el conde de Espiel, como muchos otros principales —continuó el sacerdote—, puede contratar a gente que actúe en su nombre para no ser excomulgado. No te fíes de nadie. En cuanto se entere de que estás retraído aquí, sus hombres se apostarán en las puertas para impedir que te entren comida, que te visiten; en resumen, para hacerte la vida imposible. No te fíes de quien se te acerque en el huerto, ni siquiera aquí dentro. Podrían secuestrarte y hacerte desaparecer en alguna de las mazmorras de los estados del conde.

—Eso significa que, si no me secuestra… —murmuró Hernando—, ¿tendré que estar aquí toda la vida?

Don Julián se detuvo y, volviéndose hacia el Buceador, le hizo un autoritario gesto para que se apartase.

—Eso significa —susurró don Julián tras comprobar que Pérez se hallaba dos columnas más allá— que quizá sea llegada la hora de que huyas a Berbería.

—¿Y mi madre? —fue todo lo que se le ocurrió preguntar.

—Puede ir contigo. —Los dos hombres se miraron. ¡Cuánto trabajo y cuántos anhelos habían compartido juntos!—. Empezaré a preparar el viaje —añadió don Julián cuando Hernando dejó transcurrir unos instantes sin oponerse a la idea.

—Si preparas esa fuga, ten en cuenta que primero he de pasar por las Alpujarras, por el castillo de Lanjarón…

—¿La espada?

—Sí —afirmó con la mirada perdida en el bosque de columnas—. La espada de Muhammad.

—Será arriesgado, pero imagino que posible —consideró el sacerdote—. A pesar de la prohibición y de las nuevas deportaciones que se han llevado a cabo en Granada, son muchos los moriscos que vuelven a ese reino. —Don Julián sonrió—. ¡Qué mágica atracción tienen sus atardeceres rojos! Bueno. De Granada podríais ir a las costas de Málaga o Almería y embarcar en alguna fusta morisca de las de Vélez, Tetuán, Larache o Salé.

Cuando hubo anochecido, Hernando abandonó la catedral y salió al huerto con la promesa por parte de don Julián de ocuparse de todo, tanto de la huida como de interceder por él ante el provisor. Allí se encontró con Aisha esperándole; don Julián había ordenado que le dieran aviso.

—Huiremos a Berbería —le anunció en un susurro, poniendo fin a una nueva explicación de lo sucedido. En la penumbra, fue incapaz de percibir que a su madre se le demudaba el semblante.

—Ya no estoy para aventuras… —se excusó Aisha.

—Tengo veintiséis años, madre. Me tuviste a los catorce. ¡No eres tan mayor! Primero iremos a Granada y desde allí, o desde Málaga, no nos será difícil cruzar en alguna fusta hasta Tetuán.

—Pero…

—No nos queda otra solución, madre, salvo que quieras que me ponga en manos del conde. Y tampoco nos será sencillo —llegó a concluir con don Julián—. Tendremos que esperar que transcurran los días y los hombres del conde de Espiel se cansen y relajen la vigilancia a la que seguro me someterán. Debes estar preparada.

Pese a la conmoción de la noticia y las prisas, Aisha tuvo la precaución de llevarle algo de comida: pan, cordero y fruta; agua sobraba en el aljibe del huerto. Acababan de terminar los oficios de completas cuando Aisha se despidió de su hijo. Los porteros cerraban las puertas de acceso a la catedral y toda la gente que se refugiaba o se limitaba a merodear por su interior se acomodó en el gran huerto. Algunos lo abandonaron; los retraídos o asilados se agruparon en aquellos lugares que a base de reyertas se habían ido ganando unos a otros. A excepción del espacio que ocupaban la puerta del Perdón, la torre del campanario y una parte cerrada destinada a consistorio del arcediano, las tres galerías que cerraban el huerto se hallaban disponibles para los retraídos y en ellas buscaban cobijo durante las frías noches.

—¿Era tu madre?

Hernando se volvió para encontrarse con el Buceador, quien, ante los evidentes contactos con la jerarquía eclesiástica del nuevo inquilino del huerto, había decidido unirlo a su cuadrilla por si pudiera serles de alguna utilidad.

—Sí.

—Ven con nosotros. Tenemos algo de vino.

Hernando aceptó y, acompañado del Buceador, se dispuso a cruzar el huerto hasta la galería del muro sur desde la puerta del Perdón, donde se había despedido de su madre. La vio pasar bajo la gran arcada, compungida, pese al proyecto de huir a Berbería que le acababa de proponer. ¿A qué venía aquella tristeza?, se preguntó.

—¿Buceador? —inquirió unos pasos más allá, soltando por fin lo que llevaba todo el día preguntándose.

—Sí. Eso es lo que soy —sonrió el rubio—: buceador. Trabajo…, trabajaba —se corrigió—, para un capitán vasco que ostentaba la concesión real para el rescate de naves hundidas y tesoros en las costas españolas. Discutimos por unas monedas de oro que encontré lejos del pecio que estábamos rescatando en Cádiz —dijo chasqueando la lengua—, salí corriendo y logré refugiarme aquí cuando estaban a punto de pillarme.

Pese a las explicaciones que le proporcionó Pérez, que se detuvo frente al morisco para explicárselo mediante palabras y gestos, al llegar a la galería todavía Hernando no lograba entender cómo funcionaba ese imaginario artilugio de bronce bajo el que se sumergían los buceadores y que les permitía el rescate de los tesoros hundidos en la mar.

—No te preocupes —le dijo quien después se presentaría como Luis, un hombre de facciones rectilíneas y nariz quebrada que se tapaba la cabeza con un pañuelo colorado atado en la nuca—, ninguno lo hemos logrado entender todavía. Lo más probable es que sea mentira.

Pérez le soltó una patada que el otro esquivó entre risas.

A la luz de los hachones colocados en los arcos de las galerías que daban al huerto, se hallaban sentados en el suelo otros seis hombres, alrededor de una bota de vino y la comida que les suministraban sus parientes o amigos.

—Bienvenido a la galería de los niños —le saludó un rubio de pelo lacio haciéndole un sitio a su lado.

Hernando miró a lo largo de la galería, donde sólo vislumbró grupos similares.

—¿Niños? —se extrañó al tiempo que se sentaba.

—Hace algunos años que esta galería —le explicó el del pelo lacio, Juan, un cirujano que había tratado de complementar su profesión con negocios poco claros que le llevaron a solicitar asilo ante la denuncia de algunas viudas a las que sanó su cuerpo… y sus bolsas— estaba destinada al recogimiento de los niños expósitos de Córdoba; dormían en cunas aquí mismo —añadió haciendo un amplio gesto con la mano por la galería—, hasta que una noche una piara de cerdos se comió a unas cuantas criaturas. Entonces el piadoso deán catedralicio sufragó un hospital para expósitos y devolvió la galería a los retraídos. Por eso la llaman la de los niños.

Sin poder evitarlo, Hernando recordó a Francisco e Inés. ¡Cuánto había cambiado su vida en poco tiempo! Y ahora, Azirat, su detención… De repente se encontró con los seis hombres mirándolo fijamente.

—Bebe vino —le recomendó Pedro, que todavía seguía con el torso descubierto pese al frío de la noche.

Hernando negó la bota que le ofrecía Pedro. Los sambenitos que colgaban de todas las paredes de las galerías del huerto parecían temblar en la noche con el titilar del fuego de los hachones. Centenares de ellos recordaban a los penados de la Inquisición, otorgando al lugar una imagen macabra.

—¡Dámelo a mí! —El que estaba a su lado, que se apellidaba Mesa, moreno y de rasgos orientales, le quitó la bota de las manos y la escanció directamente en su garganta, bebiendo compulsivamente. Los tragos de vino estaban medidos, pero en esta ocasión nadie impidió a Mesa que casi acabase con él.

—Corre el rumor de que lo van a echar y entregar a la justicia —lo excusó en susurros a Hernando un hombre a quien llamaban Galo—. No sabemos por qué, pero los curas le odian. En realidad, sólo robó una cédula para poder trabajar… Será el primero del grupo al que echen.

—Un día u otro a todos nos harán lo mismo… y nos entregarán. Disfrutemos mientras podamos. —El que hablaba también se llamaba Juan, como el cirujano, y era un armero recién llegado de las Indias que había tenido ciertos problemas relativos a la misteriosa desaparición de una partida de arcabuces.

—No… —empezó a oponerse Pérez.

—¿Quién es Hernando?

El grito resonó en el huerto. La silueta de un hombre en jarras se dibujó a la luz del fuego junto a la puerta de Santa Catalina, allí donde se iniciaba la galería de los niños.

—¡Calla! ¡Estate quieto! —le ordenó el cirujano cuando Hernando hizo ademán de levantarse.

—¿Quién es el hijo de puta que se llama Hernando? —volvió a gritar el hombre desde la puerta.

—¿A qué este escándalo? —preguntó Pérez poniéndose en pie. Todos conocían al Buceador—. Vendrán los curas si continúas gritando. ¿Qué pasa con ese Hernando?

—Pasa que la catedral está rodeada de hombres del conde de Espiel en busca de ese hombre. Y pasa que me han amenazado con que si los demás tratamos de salir, nos detendrán y nos entregarán al justicia… salvo que seamos nosotros quienes les entreguemos a ese morisco.

Pese a que arriesgaban el derecho de asilo, la mayoría de los hombres retraídos se aventuraban en la noche cordobesa. El Potro estaba cerca, y allí les esperaban los naipes, los dados y las apuestas; el vino, las peleas y las mujeres. Los alguaciles y los justicias no podían apostar vigilancia permanente a las cercanías de la catedral; además, poco a poco, aunque fuera tras haber pactado condiciones más benévolas, los delincuentes eran entregados al concejo, por lo que tampoco estaban dispuestos a perder el sueño por un hatajo de desgraciados que tarde o temprano caerían en sus manos. Pero si, por un lado, el conde pagaba la vigilancia, y por otro evitaba que los retraídos disfrutasen de la noche, el asunto se complicaba.

Varios retraídos que se hallaban en otras galerías se acercaron a la puerta de Santa Catalina. En la norte, la de los niños, algunos se pusieron en pie.

—Es cierto. Yo he visto a soldados armados que merodeaban por las calles —afirmó uno de ellos.

—Parece que tú lo tienes peor que yo —afirmó Mesa haciendo una mueca con la boca después de dar otro trago de vino—, y eso que aún no llevas ni un día aquí dentro.

Hernando dudaba y se removía inquieto.

—¡Estate quieto! —masculló el Buceador.

—¿Quién es ese Hernando? —preguntó uno de los de la galería sur.

—¡Hay que entregarlo a los soldados del conde! —se oyó gritar.

En la oscuridad, muchos de los retraídos cruzaron el huerto en dirección a la puerta de Santa Catalina.

—¡Imbéciles! —En esta ocasión fue Luis quien les gritó a todos ellos—. ¿Qué os importa quién es? ¡Hernando soy yo!

—¡Y yo! —se sumó al punto el cirujano, entendiendo adónde quería llegar su compañero.

—¡Yo también me llamo Hernando! —afirmó el Buceador—. Si cedemos, hoy será ese tal Hernando, pero mañana podrá ser cualquiera de nosotros. Tú —añadió, señalando al más cercano—, o tú. A todos nos persigue alguien. Quizá no tengan los dineros del conde para contratar a un ejército de soldados, pero si se enteran de que nosotros mismos echamos a los nuestros… Además, es sacrilegio atentar contra el asilo, lo haga quien lo haga. ¡Mañana sería el obispo quien nos echaría a todos nosotros si lo entregásemos! Y bien contento que estaría Su Ilustrísima si pudiera expulsarnos a todos de aquí.

—Quizá tengas suerte —le dijo Mesa a Hernando ante un momento de duda que pareció asaltar a todos los presentes. Eran los dos únicos del grupo que continuaban sentados, entre las piernas de sus compañeros.

—Pero no podemos salir —insistió alguien. El murmullo que siguió a sus palabras se vio interrumpido por algunas imprecaciones—. ¡Entreguémoslo! El obispo ni siquiera se enterará.

—O quizá sí —añadió Mesa con cierto retintín, volviendo a coger la bota de vino.

—No. No podemos entregarlo —sentenció Luis dirigiéndose a la gente—. Aquellos que quieran salir, que lo hagan en grupos numerosos y por varias puertas a la vez, para dividirlos. Los soldados del conde no querrán arriesgar sus vidas si les dejáis comprobar que ese hombre no está en el grupo; nada ganan con ello, nadie les va a pagar por uno de nosotros. Mostradles vuestras dagas y puñales.

—¡Cualquiera de nosotros puede con tres de ellos! —exclamó alguien en tono soberbio.

Otro murmullo surgió de la gente, en este caso de aprobación, y un grupo se reunió junto a la puerta, con las armas en las manos. Otros se asomaron y comprobaron cómo efectivamente los soldados del conde se amedrentaban al ver salir a varios hombres juntos y les permitían continuar su camino cuando se cercioraron de que el morisco que buscaban no estaba entre ellos. La voz corrió entre los retraídos y un nuevo grupo se apresuró en dirección a la puerta de los Deanes.

—Parece que esta vez te has librado —sonrió Mesa cuando los demás ya se sentaban.

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