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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (73 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Os agradezco… —empezó a decir Hernando.

—Mañana —le interrumpió el cirujano—, intercederás por Mesa ante el bibliotecario.

El morisco miró al ladrón de cédulas. Sus ojos rasgados, afectados por el vino, le interrogaban.

—La fortuna es caprichosa —bromeó Hernando.

Pese a que aquellos delincuentes le prometieron seguridad, Hernando no logró conciliar el sueño durante lo que restaba de la noche, atento a cualquiera que pasara por su lado; aún corría peligro, y era consciente de que un par de coronas de oro serían más que suficientes para que muchos de los allí retraídos, que entraban y salían, peleándose o bromeando, por más sacrilegio y excomunión a la que se arriesgasen, estuvieran dispuestos a extraerlo de la catedral. Sólo un pensamiento lograba tranquilizar sus tormentos y a él se agarró tratando de evitar el recuerdo de su familia muerta o de la vida que se le había venido abajo: ¡Berbería!

El repique de campanas llamando a laudes puso en pie a todos los grupos de retraídos del huerto. Hernando se desperezó para sumarse a ellos antes de que la riada de sacerdotes, músicos, cantores y demás personal de servicio de la catedral, empezara a invadir la zona, pero se detuvo al ver remolonear a sus compañeros de noche.

—¿No os levantáis? —preguntó al cirujano, acostado a su lado.

—Preferimos empezar mejor el día, nunca al mandato de los campaneros. Espera y verás. ¡Va una blanca a que sí! —exclamó después.

—De acuerdo —aceptó la apuesta el Buceador.

—¡Dos a que no acierta! —apostó Luis.

—¡Ésa es mía! —cantó Mesa.

—Mira —le indicó el cirujano, señalándole a un hombre delante de ellos, parado a tres o cuatro pasos de distancia, entre unos naranjos, en la mitad de uno de los caminos que desde la galería se internaba en el huerto.

Hernando lo observó: era calvo, tenía los ojos entrecerrados y una sonrisa apretada como si quisiera esconder los labios, aunque un incisivo le sobresalía entre ellos; estaba en pie, hierático, con una loseta plana de mármol en equilibrio sobre su cabeza.

—¿Qué hace?

—¿Palacio? Espera y lo verás.

Con la gente que entraba en el huerto entraron también algunos cerdos dispersos y bastantes perros que perseguían a los sacerdotes, en pos del aroma del desayuno que algunos curas todavía conservaban en las manos o dispuestos a lamer las losas sobre las que habían cenado los retraídos. Hernando reparó en cómo algunos de los perros escondían el rabo entre las piernas y echaban a correr a la simple vista del tal Palacio.

—¿Por qué…?

—¡Silencio! —le interrumpió el Buceador—. Siempre hay alguno que no lo conoce y pica.

Volvió a prestar atención en el momento en que, efectivamente, un podenco manchado y con el rabo enroscado olisqueaba los zapatos y las andrajosas calzas rojas del hombre. El perro buscó la posición revolviéndose inquieto y cuando por fin levantó la pata dispuesto a orinar sobre la pierna de Palacio, éste calculó la trayectoria e inclinó la cabeza para dejar que la losa resbalara por ella y cayese a peso sobre el lomo del animal, que vio bruscamente interrumpida su micción y salió aullando dolorido. Quieto todavía, como si saludase a la audiencia, Palacio abrió su sonrisa y mostró su incisivo sobresaliente.

—¡Bravo! —gritaron Mesa y el cirujano, al tiempo que extendían las manos en busca de las apuestas ganadas.

—¿Siempre lo hace? —preguntó Hernando.

—¡Cada día! Fijo como las campanadas —le contestó el Buceador—. Y eso que en alguna ocasión ha sido él quien ha tenido que correr delante del dueño del perro, si es que lo tiene. Esa apuesta, la de que aparezca el dueño del perro, la pagamos diez a uno entre todos —añadió riendo.

Esa noche, Hernando no durmió en el huerto.

—Ayer mismo al anochecer, probablemente al tiempo que mandaba a sus hombres a vigilar las calles que rodean la catedral, el conde ya pidió audiencia con el obispo —le explicó don Julián después del oficio de laudes y oír el relato del morisco sobre los sucesos acaecidos la noche anterior—. Tengo entendido que estaba hecho una furia. No creo que el obispo acceda a recibirlo, por lo que el conde de Espiel hará cuanto esté en su mano para apresarte, y si tiene que mandar una partida para que te secuestre, lo hará. Estoy seguro.

—¡Para él era un simple caballo, don Julián! ¡Un desecho de las cuadras del rey! ¿Por qué ese empeño?

—No te equivoques: no es un simple caballo, ¡es su honor! Un morisco ha mancillado su nombre y su derecho; no hay mayor afrenta para un noble.

¡El honor! Hernando recordó cómo hacía años, aquel hidalgo que decía descender de los Varus romanos había llegado a jugarse la vida por la mera sospecha de que alguien osara mancillar su linaje. El recuerdo voló entonces hasta las monedas que había sacado del incauto y que luego había corrido a entregar a Fátima. ¡Su Fátima…!

—Como bien sabes —continuó don Julián interrumpiendo sus pensamientos—, además de bibliotecario soy el capellán de la de San Bernabé, una de las tres pequeñas capillas que existen tras el altar mayor. Esta noche te proporcionaré un juego de las llaves de sus rejas y mientras los porteros cierran el templo y echan a la gente, te esconderás en un armario empotrado que hay en ella y que vaciaré durante el día. Deja transcurrir un tiempo prudencial; luego sal y escóndete en algún otro lugar para dormir, pero lleva cuidado: aun con el templo cerrado, hay vigilantes, sobre todo en el tesoro.

—No debes arriesgarte tanto. Si me descubriesen…

—Ya soy viejo, y tú tienes mucho que hacer por nosotros, aunque sea desde Berbería. Has sufrido muchos reveses, Dios sabrá por qué, pero la esperanza de nuestro pueblo descansa en personas como tú.

Los retraídos no se preocuparían por sus ausencias nocturnas, trató de convencerle el sacerdote, y en cuanto a la intercesión por Mesa, el ladrón de cédulas, que Hernando no olvidó, fue recibida por el sacerdote con un gesto pesaroso y la promesa de hacer cuanto pudiera por él. Por su parte, el conde de Espiel aumentó la presión en las calles y pese a que también estaba considerado sacrilegio y causa de excomunión —lo que terminó de convencerle de la necesidad de refugiarse por las noches en el interior de la mezquita—, Aisha fue despojada de la comida que transportaba, por los esbirros del conde que vigilaban las calles. Mientras tanto don Julián, con la ayuda de Abbas, quien rogó al sacerdote que mantuviera a Hernando ajeno a su intervención, intentaban encontrar una vía de escape a Berbería, pero el conde, consciente de que aquélla era la única posibilidad del morisco, también se movía en esa dirección: sus espías, cargados de dineros y de pocos escrúpulos, pagaban o amedrentaban a todos aquellos que se dedicaban a tales menesteres.

Pese a la relativa facilidad con la que Hernando logró burlar a los porteros mientras éstos hacían salir a la gente que aún estaba en la catedral tras los oficios de vísperas, en momento alguno dejó de notar el frenético palpitar de su corazón, el sudor en sus manos y el temblor que hizo tintinear el manojo de llaves que portaba, obligándole a mover la cabeza de uno a otro lado ante lo que para él era un estruendo. Don Julián se ocupó de engrasar la cerradura y los goznes de la gran reja de la capilla de San Bernabé, excesivamente alta para el diminuto recinto.

—¡Abandonad el templo! —escuchó que exigían los porteros alzando la voz, sin llegar a gritar, después de cerrar la reja tras de sí. A su izquierda, tras un magnífico tapiz, se escondía el armario mencionado por don Julián.

Sin embargo, Hernando se quedó hechizado por los reflejos que la luz de las lámparas de aceite que colgaban del techo de la catedral, así como del millar de velas que titilaban en las capillas y los altares, arrancaban al mármol blanco del interior de la capilla. Había pasado infinidad de veces por delante de esa capilla pero entonces, rozando con sus dedos el mármol del altar y del retablo que cubría la totalidad de su pared frontal, percibió la gran diferencia entre aquélla y todas las demás. La de San Bernabé era una joya de aquel estilo romano tan difícil de introducir en unas tierras exacerbadamente católicas como las regidas por el rey Felipe. Las diferentes escenas de los retablos en mármol blanco habían sido esculpidas por un maestro francés, como si peleasen con la profusión de colores, molduras doradas e imágenes oscuras o apocalípticas que adornaban el resto de la catedral.

Hernando respiró hondo, en un intento de impregnarse de la serenidad y belleza que reinaba en el lugar, cuando oyó cómo los porteros volvían tras haber cerrado las puertas de acceso a la catedral y comprobaban las rejas de las capillas. Oyó sus risas y sus comentarios y saltó hacia el tapiz, introduciéndose en el interior del armario justo en el instante en que los porteros se asomaban a la de San Bernabé.

Esa noche no abandonó su escondite. Rendido por el cansancio, por las muchas noches pobladas de dolorosas pesadillas, se acurrucó en el suelo y se dejó vencer por el sueño. Le despertó el alboroto que se produjo en la catedral al amanecer y no le fue difícil salir del pequeño armario: los oficios de prima se desarrollaban en el altar mayor y en el coro, al otro lado de la gran construcción en cuya parte trasera estaba la capilla. Para que no le pillasen con ellas, escondió las llaves, atándolas con un alambre herrumbroso por debajo del barrote inferior de la reja.

Tampoco abandonó el armario a lo largo de las siguientes noches, temeroso de ser descubierto: dormía medio sentado, con las piernas encogidas, dormitaba en pie o simplemente lloraba a Fátima y a sus hijos, a Hamid y a todos cuantos había perdido; disponía del largo y tedioso día para recuperar fuerzas. Despidió a sus compañeros de la primera noche sin mayores explicaciones e hizo caso omiso de su curiosidad y una mañana, algo alejado de ellos, sabiéndose observado, contempló cómo definitivamente extraían a Mesa, el ladrón de cédulas, para entregarlo a la justicia seglar, cuyos alguaciles lo esperaban en la calle frente a la puerta del Perdón. Aisha había recurrido a hermanos fieles de la comunidad para que llevaran comida a Hernando, y cada día, alguno de los muchos moriscos acudía al huerto provisto de alimentos. Aisha también tuvo que encontrar refugio junto a los moriscos, cuando sin miramientos, el cabildo catedralicio la desahució de la casa patio de la calle de los Barberos por impago del alquiler.

—Para hacerse cobro de las rentas atrasadas se han quedado con todo lo que nos dieron nuestros hermanos —sollozó—. Los jergones, los cazos…

Hernando dejó de escucharla y sintió que se rompía el último hilo que le unía con su anterior vida; allí donde había encontrado una felicidad que al parecer les estaba vetada a los seguidores de la única fe.

—¿Y el Corán? —la interrumpió de repente, hablando sin precauciones. Fue Aisha quien, sorprendida, miró a uno y otro lado por si alguien había oído a su hijo.

—Se lo entregué a Jalil cuando me avisaron del desahucio. —Aisha dejó transcurrir unos instantes—. Lo que no le entregué fue esto.

En ese momento, discretamente, deslizó entre los dedos de su hijo la mano de Fátima, la pequeña joya de oro que su mujer lucía justo donde nacían sus pechos. Hernando acarició la alhaja y el oro le pareció tremendamente frío al tacto.

Esa noche, escondido en el armario de la capilla de San Bernabé, con lágrimas en los ojos, besó mil veces la mano de Fátima, con el aroma de su esposa vivo en sus sentidos y sus palabras resonándole en los oídos, aquellas que Fátima había pronunciado allí mismo, en la casa de los creyentes:

—Ibn Hamid, recuerda siempre este juramento que acabas de hacer y cúmplelo suceda lo que suceda.

Le juró por Alá que algún día orarían al único Dios en aquel lugar santo. Apretó la joya de oro en su mano. «¡Cúmplelo suceda lo que suceda!», había insistido Fátima con seriedad. Besó una vez más la joya y notó el sabor salado de las lágrimas que empapaban sus manos y el oro. ¡Lo juró por Alá! También le juró poner a los cristianos a sus pies… y ahora Fátima estaba muerta. ¡Tenía que cumplir aquel juramento!

Abandonó su refugió y salió a la tenue luz de lámparas y velas. Intentó hacerse una idea del tiempo transcurrido, pero en el interior del armario perdía la noción. ¡Suceda lo que suceda!, se repetía una y otra vez. El templo se hallaba en silencio, salvo por los rumores de voces provenientes de la sacristía del Punto, en el muro sur, donde se guardaban los enseres para celebrar las misas que no eran cantadas, junto al tesoro y las reliquias de la catedral. A la derecha de la sacristía del Punto se ubicaba la sacristía mayor, luego el sagrario, en la capilla de la Cena del Señor y, junto a ella, la capilla de San Pedro, donde se hallaba el fantástico
mihrab
construido por al-Hakim II, ahora profanado y convertido en vulgar y simple sacristía.

Rodeó el altar mayor y el coro, construidos en el centro de la catedral, con el corazón desbocado, atento siempre a la entrada de la sacristía del Punto, desde donde le llegaban las voces de los guardias. Alcanzó la parte trasera de la capilla de Villaviciosa, en la misma nave en la que se encontraba el
mihrab
. Rodeó también la capilla de Villaviciosa hasta situarse pegado a su muro sur, justo enfrente del lugar sagrado de los creyentes, a sólo nueve columnas de distancia.

«Hoy te juro que algún día rezaremos al único Dios en este lugar santo.» El juramento que le hiciera a Fátima resonó en sus oídos. ¡Suceda lo que suceda!, le exigió ella. De repente, amparado en el bosque de columnas erigido en homenaje a Alá, se sintió extrañamente tranquilo y los murmullos de los guardias fueron dando paso a los cánticos de los miles de creyentes que habían orado al unísono en aquel mismo lugar durante siglos. Un escalofrío le recorrió la columna dorsal.

No tenía con qué purificarse: ni agua limpia ni arena. Se descalzó y con la humedad de sus lágrimas en las manos, se las llevó al rostro y se lo frotó. Luego hizo lo mismo con las manos, frotándose hasta los codos y, tras pasarlas por su cabeza, las bajó a los pies para continuar frotando hasta los tobillos.

Luego, ajeno a todo, se postró y oró.

Cada día, escondido a la mirada de las gentes, cuidaba de purificarse debidamente antes del cierre de las puertas de la catedral con el agua del aljibe del huerto, entre los naranjos. Por las noches repetía sus oraciones, intentando llegar a Fátima y a sus hijos a través de ellas.

En alguna ocasión los guardias habían salido de ronda desde la sacristía del Punto, pero en todas ellas, como si Dios le avisara, Hernando se percató a tiempo: se limitó a pegar la espalda al muro de la capilla de Villaviciosa y a permanecer inmóvil, casi sin respirar, mientras los vigilantes paseaban por la catedral charlando distraídamente.

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