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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (48 page)

—No vas a volver, ¿verdad?

—Quiero ver a Sarah antes de marcharme.

K
UFSTEIN
(A
USTRIA
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15 DE MARZO DE 1939
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Himmler tardó dos días en darse cuenta de que Otto Rahn había robado un coche oficial y tres en descubrir que se había llevado la lanza de Antioquía de Wewelsburg. En cuanto se dio cuenta de lo que Rahn le había hecho, llamó a la Gestapo y puso al coronel Bachman al cargo.

—Me da igual lo que cueste, me da igual lo que tarde: ¡quiero que descubra dónde la ha escondido!

—¡Por supuesto, Reichsführer

—En cuanto al doctor Rahn, en cuanto recupere lo que se ha llevado, quiero que lo traiga a Berlín para que pueda intercambiar algunas impresiones con él antes de fusilarlo.

Bajo órdenes directas de Himmler, Bachman dirigió una persecución por todo el país. Además, envió hombres al sur de Francia y a Ginebra, en Suiza, donde sabía que Rahn contaba con algunos viejos amigos. Bachman estableció su cuartel general en Berlín, desde donde coordinaba a varios equipos. Tenía un avión siempre disponible, día y noche. Dio orden de que lo avisaran en cuanto detuvieran a Rahn. El quinto día después de la huida, Bachman estaba pasando otra noche de insomnio cuando, de repente, se sentó de golpe en la cama, completamente despierto. Se dio cuenta de que no habían encontrado a Rahn ni en Francia, ni en Suiza, ni en ninguno de los puestos fronterizos porque Rahn no estaba huyendo, sino que seguía en Alemania.

«¡Tramamos el asesinato de Hitler!», había dicho de broma una noche, cuando Bachman lo pilló susurrándole algo a Elise. Y vio algo en sus ojos mientras lo decía...

A la mañana siguiente, Bachman ordenó que revisaran de nuevo todo lo que contenían el despacho y el piso de Otto. Tardó tres días y diez agentes en descubrir que le había echado un vistazo al Nido del Águila. Hitler iría allí para su cumpleaños en poco más de un mes, y Rahn, aquel condenado romántico con sus fantasiosas ideas sobre el bien y el mal, ¡pretendía estar allí!

Bachman voló a Berchtesgaden el lunes 13 de marzo y empezó a registrar discretamente las aldeas y pueblos. Buscaban a un soldado de permiso que disfrutaba con calma de su tiempo. A última hora del miércoles, uno de sus agentes le informó de que un capitán de las SS joven y bastante alto tenía una habitación alquilada en casa de una viuda de la aldea de Kufstein, a menos de cuarenta kilómetros de Berchtesgaden. Bachman fue allí justo después de anochecer.

Rahn viajó en coche hasta el centro de Alemania, después en tren hasta Munich. Llegó antes que los primeros investigadores e hizo autoestop hacia el sudeste, hasta la aldea de Kufstein, en el lado austríaco de la frontera. Comprobaron sus papeles falsificados en el paso, pero no despertaron mayor interés. Consiguió una habitación en la casa de una viuda, después de contarle a la mujer que estaba de permiso médico del ejército y que deseaba hacer excursiones por la zona durante unas cuantas semanas, antes de presentarse en Berchtesgaden para regresar al servicio activo. Ella no le pidió pruebas, pero, para satisfacer su curiosidad, dejó encima del escritorio, para que ella las viera, sus órdenes de presentarse en Berchtesgaden el 19 de abril. El uniforme lo colgó en el armario.

A veces hablaba con la mujer sobre sus padres y su novia, que había roto el compromiso con él sin darle explicaciones. Le contó una buena historia y se ganó la simpatía de la anciana. Ella le aconsejó que se reconciliase con sus padres antes de que fuera demasiado tarde, ya que en algún momento se arrepentiría de la pelea. En cuanto a la joven, ella se lo perdía. ¡Los corazones rotos solo necesitaban algo de tiempo para recuperarse! Él contestó que seguramente estaba en lo cierto, pero que, por el momento, necesitaba estar solo. Ella pareció entenderlo y, sin duda, no daba muestras de preocupación cuando veía que se encerraba en su habitación o que se iba solo a andar por el bosque, semana tras semana.

La noche que fueron a por él, Rahn la oyó abrir la puerta y después gritar sorprendida cuando la empujaron al interior de la casa. Sacó su uniforme militar y sus papeles antes de que golpearan la puerta del dormitorio. Fue lo único que pudo llevarse en la apresurada huida. Salió por una ventana, tiró las botas y el uniforme al suelo, y se arriesgó a bajar por la tubería del desagüe. Ninguno de sus perseguidores se atrevió a hacer lo mismo, así que lo observaron correr. Podrían haberlo derribado de un tiro fácilmente, por lo que Rahn dedujo que Elise había hecho lo que le había pedido. Si Himmler seguía teniendo esperanzas de recuperar la lanza, lo necesitaba vivo.

Se puso su uniforme cuando llegó a la base del Wilder Káiser. Se escondió cerca de un delgado saliente, desde donde, en los tiempos antiguos, lanzaban a los prisioneros de guerra. Un buen lugar para la muerte de un soldado.

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15-16 DE MARZO DE 1939
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Bachman ordenó que varios pelotones que vigilaban las carreteras se uniesen en la montaña. Una vez iniciada la búsqueda, hizo lo que pudo por asegurar la zona de manera discreta. No quería que Rahn huyera, pero tampoco que los aldeanos notasen movimiento militar.

Encontraron ropas de civil una hora después de la medianoche. Veinte minutos más tarde encontraron a Rahn. Llevaba puesto un uniforme de capitán, aunque se escondía como un esclavo huido, dentro de un tronco hueco. Cuando llegó Bachman, los soldados llevaban vigilando al prisionero casi una hora y, siguiendo sus instrucciones, no le habían hecho daño, aunque sí le habían quitado el sombrero de capitán y, por supuesto, su anillo Totenkopf. Un sargento entregó a Bachman los papeles de traslado falsificados.

Bachman examinó los papeles con su linterna y después se acercó a su viejo amigo con una sonrisa fría.

—No habría funcionado, Otto. Te habrían detenido en cuanto hubieses enseñado estos papeles. ¡Te conozco, Otto! ¡Sé cómo piensas! —Dejó que calase la información antes de añadir—: Sabes que tendré que matarte, ¿verdad?

—¿Lo harás tú o se lo ordenarás a alguien, Dieter? —repuso él sonriendo.

—Supongo que no te importará mucho quién lo haga, pero quizá quieras pensar sobre el dolor que estás dispuesto a sufrir. El Reichsführer Himmler me ha concedido total autonomía al respecto. Puedo seguir siendo tu amigo, Otto. Puedo hacer que sea muy rápido. No sentirás nada. Sin embargo, para eso, amigo mío, necesito que me devuelvas lo que le quitaste al Reichsführer.

Rahn miró a los hombres que lo sujetaban y después a Bachman.

—¡Júralo! ¡Júrame por los ojos de tu hija que harás que sea lo menos doloroso posible!

—¡Te lo juro por los ojos de mi hija!

—Entonces te diré la verdad, pero solo a ti, Dieter.

Bachman estudió durante un momento la expresión de su viejo amigo.

—Si me mientes, Otto...

—No te miento. Te debo la verdad, Dieter.

—¡Déjennos solos! —ordenó Bachman, y los soldados se alejaron unos quince metros, estableciendo un cordón a su alrededor. El terreno estaba más o menos nivelado por tres lados, y cubierto de árboles. El cuarto lado era el precipicio. Había doce hombres en total, todos apuntando a Bachman y Rahn con sus linternas. Los dos hombres estaban cerca el uno del otro, iluminados por la luz artificial.

Rahn se restregó las muñecas y movió los pies, intentando recuperar la circulación.

—¿Dónde has escondido la lanza? —le preguntó Bachman.

—Debes comprender una cosa, Dieter. Cuando te diga la verdad, tendrás que mentir a Himmler al respecto. Es mejor para ti no saber nada.

—Resulta conmovedor que te preocupes tanto por mi bienestar, Otto, pero me arriesgaré. ¿Dónde la has escondido?

—¿Estás hablando de la lanza de Antioquía?

—¿De qué si no?

—No la he escondido en ninguna parte. ¿Cómo iba a hacerlo? ¡No la he visto nunca!

—¡Los dos sabemos que no es así!

—¡Ah, eso! ¡Te refieres a lo que traje de Francia! No es la lanza de Antioquía, Dieter. Lo que tú creías un relicario fue una caja que encargué dorar a un metalurgo suizo, para que luego le pegara las piedras preciosas que compré en una tienda. ¿Por qué crees que te pedí dinero? ¡Las falsificaciones creíbles cuestan una fortuna! En cuanto al trozo de hierro del interior, lo que tú llamas la lanza de Antioquía, tuve más suerte con él. Lo desenterré por casualidad de tu jardín.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Bachman, mirándolo sin comprenderlo.

—Estoy diciendo que mataste a aquellos hombres, no, que matamos a aquellos hombres ¡por nada! Yo puse la preciada reliquia de Himmler en la cueva, Dieter. Por eso insistí en ir antes que el resto del equipo, por eso dirigí la búsqueda como lo hice. ¡Fue todo un espectáculo para poder darle una tontería a un loco y seguir conservando las ventajas que conllevaba ser sus favoritos!

—¡No te creo!

—No quieres creerme, pero te juro que es cierto. Lo juro por los ojos de mi hija.

—No —repuso Bachman, sacudiendo la cabeza. Después intentó sonreír—. ¡Es una táctica, un truco! ¡Dirías cualquier cosa para evitar que te torturen! ¡Tú sabes dónde está!

—Sé que la lanza de Antioquía desapareció en Constantinopla hace más de ochocientos años, Dieter. Nadie sabe dónde está. En cuanto a la lanza ensangrentada de los cataros... descansa en el corazón de los auténticos caballeros.

—¡Pero dijiste que Raimundo la envió de vuelta al Languedoc con su hijo menor!

—Si la poseía y decidió someterse a la tortura antes que entregarla, es que era más idiota que Pedro Bartolomé. Y, si algo sé sobre Raimundo, es que no era un idiota —Rahn se rio al ver la consternación de Bachman—. No dejo de intentar imaginarme cómo se tomará Himmler todo esto. Sabes que te echará la culpa, ¿verdad? A nadie le gusta que lo engañen, y menos a los locos. ¿Mi consejo? Dile que me llevé el secreto a la tumba. Dile que seguirás buscando, pero que me escapé y no pudiste hacer nada. Sin embargo, por tu vida, amigo mío, ¡no le cuentes la verdad si no quieres que ese hombre te mate!

—Cierto o no, ¡le devolveré lo que le robaste!

—No puedo permitírtelo, Dieter.

—¡No tienes elección!

—Siempre hay elección... aunque no sea una elección agradable.

Rahn salió corriendo hacia el borde del precipicio. Tres de los hombres que lo vigilaban estaban lo bastante cerca para interceptarlo, pero él tenía el tamaño y la voluntad suficientes para no dejarse detener. Se lanzó con fuerza contra el mayor de los tres y dio un traspié cuando chocaron. Los otros intentaron agarrarlo por la chaqueta mientras daba dos pasos más. Al tercero, desapareció.

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16 DE MARZO DE 1939
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Oyó el viento mientras caía. Vio el rostro negro de la montaña volverse cada vez más borroso. Pensó en Elise, sentada junto a él en Montségur. Le daba un suave beso en la mejilla y le decía que quería recordarlo como estaba en aquel preciso instante, los dos por encima del mundo, descansando durante unos momentos entre aquellos bellos fantasmas.

B
ERLÍN

11 DE ABRIL DE 2008
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Un par de semanas después de su regreso a Zúrich, Ethan recibió una carta de Frau Sarah von Wittsberg, una de los paladines de la Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada. Lo invitaba a visitarla en su piso de Berlín la tarde del día 11 de abril. Según decía, quería pedirle un favor.

Frau von Wittsberg vivía en un piso del siglo XIX que había sido restaurado sin perder del todo su encanto original. Situado en el antiguo Berlín Oriental, el barrio tenía un aire acogedor y bohemio, y a Ethan le sorprendió que la anciana dama de sociedad berlinesa encajase con tanta facilidad en un lugar tan poco pretencioso.

Tenía setenta y tantos años, y seguía siendo una belleza de cabello plateado e intensos ojos redondos y negros. Poseía el porte y la confianza de la aristocracia, los modales de alguien acostumbrado a recibir a diplomáticos y el carácter impávido de los supervivientes de los campos de concentración.

En el recibidor y el salón no había fotografías suyas en las paredes para conmemorar sus treinta años de esfuerzos por proteger la libertad de Berlín Occidental. Lo que sí había eran cuadros de distintos artistas alemanes a los que habían expulsado de Berlín en los años treinta. Su arte había sido declarado decadente por las autoridades nazis. Ethan reconoció a los artistas, aunque no aquellas obras en concreto, así que dedicó unos minutos a estudiarlas mientras la dama preparaba el té.

—Giancarlo me ha contado que usted solía robar cuadros como estos y se hizo rico gracias a ello —comentó ella mientras colocaba el servicio de plata en una mesita frente a un sofá.

—Si le preocupa que vuelva a por ellos, tranquila, me he retirado —respondió Ethan, sonriendo afablemente.

—Eso me dijo. Y también que había encontrado la religión o algo así. —Examinó los cuadros, como si los mirase por primera vez en años—. ¿Sabe? La verdad es que no me gustan mucho. No los entiendo, pero adoro lo que representan. Estos artistas fueron fieles a su visión del mundo, aunque eso significase su ruina. Ahora los artistas se venden por dinero, cuando, en realidad, no lo necesitan. —Después de reflexionar durante un momento, añadió—: Estuve en los campos de concentración, ¿sabe?

—Sí, señora. Lo leí en uno de los primeros artículos que los Caballeros publicaron sobre usted.

—Mi madre y yo pasamos gran parte del primer año en Buchenwald.

—¿Y hoy es el aniversario de su liberación?

—Muy bien, muy bien, señor Brand. —La dama se quedó pensativa un instante—. Giancarlo me dijo que me impresionaría, y empiezo a entender por qué. Mi madre era todavía encantadora cuando llegamos, así que los guardias la utilizaron como prostituta. Al cabo de un año, cuando acabaron con su belleza, nos trasladaron a uno de los campos secundarios, donde intentaron matarnos trabajando o de hambre. Lo habrían conseguido de haber tenido un poco más de tiempo. Sin embargo, fue en Buchenwald donde empezó todo. Allí es donde voy cuando sueño con el infierno.

»¿Quiere que le cuente una ironía muy cruel? —preguntó la dama, después de un momento de silencio contemplativo. Como Ethan no contestó, siguió hablando—. Varios años después, mi madre me confesó que mi padre había estado de guardia en el campo de Buchenwald. Pasamos allí los últimos meses de 1943 y todo 1944. Mi padre había servido en el mismo lugar unos cuantos meses, en otoño de 1938.

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