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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada

 

En marzo de 1939, aparece en una remota aldea austriaca el cadáver de Otto Rahn, el conocido oficial de las SS al que Himmler encargó la búsqueda del Grial, y cuya investigación sobre la lanza sangrada de los cátaros provocará una trágica sucesión de acontecimientos que perdurarán en el tiempo. Casi sesenta años después, lady Catherine Kenyon se halla de viaje de novios en las peligrosas laderas del monte Eiger con su marido, lord Robert Kenyon, un financiero que pertenece a la organización filantrópica de los Caballeros de Lanza Sagrada.

Después de sufrir el ataque de unos desconocidos que la dan por muerta, Kate quedará viuda y buscará venganza. En la Alemania de 2008, un estafador multimillonario se da a la fuga y a T.K. Malloy, antiguo agente de la CIA, le confían la misión de encontrarlo. Su rastro lo lleva hasta los misteriosos Caballeros de la Lanza Sagrada. ¿Qué oculta es lanza que la tradición relaciona con la que traspasó el costado de Jesucristo? ¿Es realmente capaz de poner en manos de su poseedor el destino del mundo?

Craig Smith

La lanza sagrada

ePUB v1.0

Enylu
22.02.12

Nº de páginas: 366

Editorial: ALGAIDA

Lengua: ESPAÑOL

ISBN: 9788498773484

Año edición: 2010

PRÓLOGO

K
UFSTEIN
(A
USTRIA)
16 DE MARZO DE 1939
.

EL MUERTO LLEVABA EL UNIFORME, EL ABRIGO Y LAS ALTAS botas negras de montar de los oficiales de las SS.

Le faltaban la gorra, el arma, la documentación y el anillo Totenkopf que lucían todos ellos. Los primeros miembros del personal militar que negaron a la escena entendieron de inmediato la gravedad de la situación y se comunicaron con Berchtesgaden para solicitar ayuda. Al fin y al cabo, la región del Wilder Káiser entraba dentro de las defensas exteriores del Nido del Águila.

Menos de una hora después, el coronel Dieter Bachman apareció en Kufstein escoltado por dos secciones. El coronel, un hombre alto, grueso y medio calvo, observaba con indiferencia cómo sus hombres registraban el pueblo. Obviamente, los austríacos estaban asustados, pero salían de sus casas sin ofrecer resistencia. Satisfecho con el progreso de la operación, Bachman se llevó a un pelotón de sus hombres al pie de la montaña. Era un día frío, igual que la noche anterior; la nieve caía en ráfagas mezclada con aguanieve, el cielo estaba gris, y la tierra se veía helada y blanca. Bachman se reunió con los dos guardias austríacos de las SS que vigilaban el pie de una colina cubierta de árboles jóvenes. Le señalaron la ubicación del cadáver. Después de ordenarles que volvieran al pueblo para ayudar en el registro, Bachman subió solo la colina.

Al acercarse, vio que la víctima estaba boca arriba. Tenía los ojos abiertos, mirando al cielo, aunque el cuerpo y la cabeza estaban hundidos en la nieve. Los brazos y las piernas parecían haberse relajado al producirse el impacto. El coronel sacudió la cabeza, asombrado, y levantó la vista hacia el saliente nevado del que había caído el hombre. Notaba los aguijonazos de la nieve mientras intentaba calcular los metros; en cualquier caso, eran suficientes para una caída de varios segundos, al menos tres o cuatro; una larga y angustiosa espera antes del final. ¿En qué estaría pensando al acabarse su vida? ¿Qué imagen se habría llevado con él montaña abajo? solo Dios lo sabía.

Bachman se acercó un poco más para examinarle mejor la cara y, entonces, dejó escapar un sollozo. La emoción lo golpeó de forma tan repentina que no pudo controlarla. Hincó una rodilla en el suelo con la esperanza de ocultar el llanto, con la esperanza de parecer un hombre al que le costaba agacharse, pero fue un esfuerzo inútil, ya que los demás no parecían haberlo oído... o fingieron no haberlo hecho. Se quitó uno de los guantes y acarició la fría y cerosa mejilla del atractivo rostro. Notó la barba de un día y siguió recorriendo con los dedos la delicada curva de los labios. Después le tocó la frente, con su elegante forma arqueada. Le desconcertaba su expresión de serenidad, ¿cómo era posible?

Levantó de nuevo la vista. Había ocurrido de noche, claro, puede que no hubiese visto cómo la montaña pasaba volando a su lado. En cualquier caso, aunque mirase al cielo sin ningún punto de referencia, seguro que habría oído el salvaje rugido del viento, que habría sentido el tirón de la gravedad.

Cuatro segundos de vida bastaban para aterrorizar a cualquier hombre, pero allí tenía la pura verdad, mirándolo a la cara. «Sí —pensó Bachman—, se ha enfrentado a la muerte como un cátaro que se dispone dichoso a meterse en la hoguera del gran inquisidor...».

CAPÍTULO UNO

C
ARA NORTE DEL
E
IGER (SUIZA)
24 DE MARZO DE 1997
.

LOS QUE LO CONOCÍAN MEJOR LO LLAMABAN EL OGRO. A sus solitarios vecinos los habían bautizado como el Monje y la Virgen. Durante casi cien años después de que el alpinismo se convirtiese en deporte, mató a todos los que se atrevieron a subir por su retorcida cara norte. En el proceso, sus repisas, hendiduras, grietas y empinadas pendientes monolíticas se habían ganado una letanía de nombres extravagantes. En los alrededores de la roca estaban la Chimenea Roja y el Nido de Golondrinas. Más arriba se encontraba el Vivac de la Muerte, donde dos alpinistas alemanes, después de llegar más lejos que nadie hasta entonces, murieron congelados en 1935. Estaba la Travesía de los Dioses, un vertiginoso pedazo de roca que había que cruzar antes de llegar a la Araña Blanca, el último y más peligroso campo de hielo, llamado así por las numerosas grietas que surgían de su parte central. Y, por último, las Fisuras de Salida, unos finos canales de piedra, casi verticales, que conducían a la cumbre.

La primera subida con éxito por la cara norte del Eiger tuvo lugar en el año 1938. Dos equipos, uno alemán y otro austríaco, habían empezado con un día de diferencia, pero se unieron para subir por las Fisuras de Salida atados con una sola cuerda. La siguiente ascensión fue nueve años después, con mejor equipo y los rastros de la primera expedición todavía en su sitio. Como ocurrió con el primer equipo, el segundo dejó también sus cuerdas y anclajes tras de sí, y salió por el flanco occidental. Los equipos posteriores hicieron lo mismo, lo que simplificó las pendientes más difíciles con anclajes en lugares estratégicos y alguna que otra cuerda.

A partir de ahí, la cara oscura del Eiger se convirtió en un campo de pruebas para batir marcas. Primero intentaron llegar a la cumbre equipos nacionales, después alpinistas en solitario. Una mujer llegó a la cima de la cara norte en 1964. Un año antes, un equipo de guías suizos logró hacer un descenso aterrador con cuerda desde la cumbre para rescatar a dos alpinistas italianos. Salvaron a uno y perdieron a tres de sus compañeros en el intento. Había una ruta más directa, a la que habían bautizado John Harlin en homenaje al alpinista que había muerto al intentar recorrerla. A todo ello se sumó un descenso esquiando por el flanco occidental del Eiger, la subida del alpinista más joven, e incluso una subida en ocho horas y media en 1981, algo que parecía imposible y que batió todos los récords.

Sin embargo, a pesar de haberlo domesticado con cuerdas y anclajes, detalladas narraciones de sus numerosos retos y rescates en helicóptero, el Ogro a veces despertaba de su letargo para salir rugiendo del sur alpino con aullidos semejantes a los de un animal herido. Sus vientos eran capaces de arrancar a los alpinistas de sus débiles asideros a la montaña y, por tanto, a la vida. El hielo era famoso por su inestabilidad, la piedra estaba picada y resultaba frágil. La niebla solía ir detrás del claro foehn como la noche sigue al día, barriendo la pared con una cortina tan espesa y cercana que obligaba a depender del tacto para avanzar. Después estaban las avalanchas de rocas, hielo y nieve, el implacable frío de las sombras que nunca recibían el calor de los rayos de sol y el cansancio que penetraba hasta los huesos al arrastrarse por unas paredes verticales. Nueve personas murieron antes de lograr una subida completa. Más de cuarenta perecieron en las décadas posteriores.

Cuando Kate Wheeler lo intentó por primera vez, en 1992, daba la impresión de que ya se había conseguido todo. El Eiger era una roca de los Alpes Berneses con una historia llena de relatos; peligroso, sí, pero muy recorrido y casi cómodo para ser una montaña. Kate tenía diecisiete años, ni siquiera era la alpinista más joven en subir al Eiger. Llevaba tres años dedicada en serio a ese deporte y ya había alcanzado la cima de muchas de las glorias de Europa, incluida la legendaria Matterhorn.

El primer día, Kate y su padre ascendieron durante diez horas y bromearon sobre ser el primer equipo padre hija; la lista de récords había crecido tanto que no era más que un chiste. Pensaban llegar a la cima a última hora de la tarde siguiente, ya que todo iba tan bien, pero una fuerte tormenta de nieve los sorprendió aquella noche y los obligó a retroceder. Acamparon e intentaron esperar a que amainase, hasta que escasearon los suministros y tuvieron que rendirse.

Kate volvió a intentarlo el verano siguiente, junto con un joven alpinista alemán al que había conocido en primavera. Después de abrirse paso entre los bajos campos de hielo durante dos días, hicieron el amor en el Vivac de la Muerte. Pretendían empezar a escalar al tercer día, que les recibió con un tiempo perfecto. Empezaron con confianza, ascendieron la rampa y recorrieron la Travesía de los Dioses. Entonces se rompió un tornillo de hielo en la Araña y el compañero de Kate sufrió una caída de varios cientos de metros por hielo y roca. Tuvo suerte de salir de allí con tan solo dos piernas rotas.

En el tercer intento, Kate formó equipo con lord Robert Kenyon y un guía suizo que había subido a la montaña más de doce veces. A Robert se le había ocurrido convertir el viaje de novios en una escalada.

—O lo conseguimos —le había dicho a Kate con la serena confianza de un hombre que nunca fallaba— o nos mata a los dos. Una cosa o la otra.

Alguien sin la pasión de Kate podría haber vacilado ante una promesa tan terrible, pero a ella le encantaba. Robert Kenyon no era una persona de medias tintas y paciencia; él aprovechaba el momento con audacia y saboreaba sus victorias como si le correspondiesen por derecho divino.

Siguieron la ruta clásica de la subida de 1938 y planearon un viaje de tres días. La noche del segundo día, Alfredo, su guía, encontró un poco de nieve invernal rezagada en una grieta y excavó una cueva, mientras Kate y Robert se hacían con una estrecha repisa que colgaba como una pesadilla sobre el abismo.

Después de dos días de atravesar pendientes y clavar sus piolets en bloques de hielo descompuesto, Kate estaba agotada, pero, con la perspectiva de solo tres o cuatro horas más de subida a la mañana siguiente y el buen tiempo prometido, se dio cuenta de que nunca había sido tan feliz. Aunque, bajo ellos, la noche ya había caído sobre el pueblo de Grindelwald, desde donde estaban todavía podían ver el débil brillo de la puesta de sol reflejada en los lejanos picos nevados del oeste. Una vez asegurados con cuerdas, se sentaron con las piernas colgando de la repisa para tomarse una cena fría con té negro caliente.

Cuando terminaron de comer guardaron un agradable silencio, como un viejo matrimonio, a pesar de haber intercambiado los votos hacía tan solo cuatro días. Al final, deseosa de compartir sus pensamientos de nuevo con Robert, Kate suspiró y susurró:

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