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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (47 page)

BOOK: La lanza sagrada
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—Es la versión que más me gusta.

—¿Y la noche de sitio en el parque? —preguntó Josh, después de pensarlo un momento—. No podemos echarles también la culpa a Jim y Dale, ¿no?

—Seguro que fue la gente de Chernoff, ¿no te parece?

B
ERL
Í
N

F
EBRERO DE 1939
.

La carta no tenía remitente, pero, como todo su correo del último año, estaba claro que se la habían abierto. Dentro, Rahn encontró una nota que decía: «Te están investigando».

Elise no la había firmado, pero él conocía su letra. También sabía que se había arriesgado mucho al enviarle semejante advertencia. Él sospechaba desde hacía tiempo que leían su correo y escuchaban sus llamadas, por supuesto. Si Himmler había ordenado una investigación, el tema era más serio. Significaba que no se sentirían satisfechos hasta tenerlo todo: un comentario aislado, una cita imprudente, una carta interceptada como aquella, y, por supuesto, un detallado perfil racial...

El mundo había cambiado en los últimos dos años, no tanto en dirección como en velocidad. Había visto cosas horribles en Dachau en 1937, pero eran cosas que palidecían al lado de la hostilidad abierta en el campo de trabajo (el campo de esclavos) de Buchenwald. Ya no estaban interesados en la contención. Aunque el nombre no lo indicara, Bunchenwald era un campo de muerte. Obviamente, no llevaban a la gente al paredón para fusilarla, sino que se limitaban a matarlos a trabajar. Al final venía a ser lo mismo. Cansaban a los prisioneros, y los que no se morían enseguida, los jóvenes y los fuertes, morían de hambre. Después estaban los que se ganaban el tratamiento especial de la esposa loca del director del campo, a la que incluso los guardias llamaban la Bruja de Buchenwald.

Lo que todavía no lograba comprender era cómo se había metido él en todo aquello. ¡No era de esa clase de personas! Sin embargo, claro está, había muchos grandes hombres que no eran de esa clase. En realidad, lo habían moldeado a su imagen y semejanza dándole lo que más quería. Había disfrutado de las comodidades que Himmler le ofrecía; le gustaba su sueldo; le gustaba la notoriedad; disfrutaba con la compañía de los intelectuales; le gustaban las mujeres que acudían a él y hacían... cualquier cosa; apreciaba los buenos restaurantes y los mejores asientos en la ópera; incluso era feliz dando discursos a las damas y respetables ancianos que lo adoraban.

Podía reprenderse por el trato al que había llegado con Himmler, pero había disfrutado cada segundo, antes de comprender que, en el proceso, se había convertido en un asesino como el resto. Se trataba de un pacto con el diablo: ¡su alma a cambio de la libertad para escribir! Lo gracioso era que ya no podía seguir escribiendo. Casi todo su segundo libro lo había escrito antes de que Heinrich Himmler lo convirtiera en caballero de la Orden de la Calavera. El resto se lo llevaron para reescribirlo y hacer que pareciese que despotricaba contra los judíos. ¿Por qué no había renunciado después de ver cómo reescribían su libro? Sabía la respuesta, lo que pasaba era que no le gustaba oírla. En realidad no hacía falta preguntarlo. A pesar de que odiaba lo que le habían hecho a su libro, seguía disfrutando del esplendor de los caballeros, de las SS rúnicas, de los apuestos hombres que lo observaban, de las bellas mujeres que lo deseaban..., de todo el gran espectáculo que el Reich había levantado, ante el terror de sus enemigos. Hasta que la sangre de los doce mineros le salpicó el alma, ¡había sido un gran viaje! Después, al ver lo que había hecho, llegó a odiar la doble S rúnica más que las puertas del infierno. Le revolvía el estómago mirarse la mano y ver el anillo que lo unía en un juramento de sangre al mismísimo diablo.

No tendría que esperar mucho a que terminasen la investigación. Lo sabía. Lo encontrarían rápidamente, averiguarían su secreto más oscuro: que, aparte de paganos y herejes, entre sus antepasados había también judíos. En 1935, aunque era obligatorio hacerlo, nadie se había molestado en pedirle que rellenase un certificado de pureza racial, y nadie había preguntado por sus abuelos. ¿Por qué iban a hacerlo? No intentaba unirse a las SS, ¡lo habían reclutado ellos mismos! Obviamente, en los primeros días de su ingreso en la Orden nadie se había atrevido a pedirle los papeles necesarios. Había recibido el formulario algunos meses después y, al darse cuenta del problema, no le había prestado atención. Nadie dijo palabra, como él esperaba. Era el preferido de Himmler. Lo que hiciera con su tiempo era cosa suya, y puede que no le agradara rellenar papeleo rutinario. Sin embargo, la situación había cambiado. Krystalnacht, la noche de los cristales rotos del otoño de 1938, había sido una declaración de guerra contra los judíos de Alemania, y la elevada posición de Rahn ya no era la misma. No podía seguir haciendo caso omiso de la petición de información sobre sus antepasados. Lo que él no proporcionara, lo descubrirían ellos solos, era cuestión de tiempo.

Resultaba extraño darse cuenta de que era un enemigo del Reich. Absurdo, en realidad. Recordaba a los mineros que Bachman había asesinado. No se preguntó sobre la mirada vacía de sus ojos mientras comían en silencio. Lo había tomado como señal de cansancio, pero después vio la misma mirada en Buchenwald; era la mirada del que se sabe condenado. A veces, al mirarse en el espejo, la veía en sus propios ojos. Nadie sobrevivía a los campos, todos caían tarde o temprano, así que siguió con sus asuntos diarios, todavía miembro del personal civil de Himmler, preguntándose qué día y a qué hora irían a detenerlo para llevarlo con el resto.

A veces se reía de lo absurdo que era todo. ¡No se lo podía creer! A veces le dolían las tripas de miedo, pensaba que iban a por él y que lo mejor era suicidarse. Una investigación burocrática era lenta, pero también meticulosa. ¡En algún momento se darían cuenta de que habían reclutado a un judío! Vio que la gente lo miraba y supo que se había corrido la voz sobre la investigación. Se les daban bien aquellas cosas. Todos guardaban silencio al verlo llegar, y Bachman se pasó por allí para decirle que Elise no se encontraba bien.

—¡Me temo que esta semana nos quedamos sin cenas! —le dijo, y desapareció. A la semana siguiente le tocó a Sarah ponerse enferma.

Una vez se acercó sin invitación a su casa, sabiendo que Bachman no estaba. La doncella le dijo que Frau Bachman estaba ocupada y no podía recibirlo. ¿Tenía algún mensaje para ella? El creía que Elise lo dejaría entrar, así que, cuando se negó, supo que todo estaba perdido.

No se decidió a actuar por eso, sino que la idea se presentó sola un día, mientras examinaba los informes que solían llegarle: una nota sobre el trabajo en Berchtesgaden. El Nido del Águila, una espléndida cabaña de estilo bávaro en lo alto de las montañas, se terminaría aquella primavera, en lo más profundo del complejo. Se le entregaría al Führer el 20 de abril, como culminación de la celebración nacional de su cincuenta cumpleaños.

Berchtesgaden estaba vigilado por las tropas de las SS.

La primera semana después de que surgiera la idea de entre el caos de sus miedos, Rahn consiguió apartarla por completo. Iba a su despacho todas las mañanas, trabajaba mucho, con la cabeza metida en los libros. Comía y bebía solo por las noches, observando la puerta con la curiosidad de un fugitivo que se pregunta si irán a por él esa noche o quizá le quedasen algunos días más. Los viejos amigos parecían no fijarse en él cuando se los encontraba por la calle. Incluso los de peor calaña afirmaban estar ocupados y no poder verlo en sociedad.

Las secretarias procuraban no mirarlo a los ojos cuando aparecía, o corrían a realizar recados que las alejaban de sus puestos.

—Soy un fantasma —murmuró frente al espejo una tarde y, al decirlo, se dio cuenta de que debía hacer algo.

Al menos, tenía que intentar salir. Entonces recordó de nuevo la idea, aunque ya sin considerarla una fantasía. Huir no era la respuesta, no para un caballero de la Lanza Ensangrentada.

28 DE FEBRERO DE 1939
.

Los últimos días de aquel mes, Rahn le entregó un sobre a uno de los ayudantes de Himmler.

—Asegúrese de que el Reichsführer lo vea mañana a primera hora —pidió.

—¿Qué es? —preguntó el hombre, con una suspicacia que inquietó a Rahn.

—Mi carta de renuncia.

—¡Pero prestó un juramento! —exclamó el hombre poniéndose blanco.

—Si el Reichsführer está interesado, será un placer explicarle mis razones en persona. Por el momento, si no le importa, limítese a entregarle mi carta.

Rahn no estaba seguro de poder salir sin más del edificio, pero había decidido que debía dimitir. Si lo demás fallaba, si la Gestapo lo detenía antes de poder actuar, al menos habría declarado que ya no era un caballero juramentado de la Orden de la Calavera. Con su carta todavía cerrada en el escritorio de Himmler, se dirigió al almacén de coches oficiales y pidió uno de ellos para hacer una excursión por la mañana temprano. Como había falsificado a la perfección la firma de Himmler, los papeles eran impecables, y Rahn salió de Berlín conteniendo el aliento durante todo el camino.

La tarde siguiente, Rahn presentó otra carta con la firma de Himmler al guardia de las SS de la entrada de Wewelsburg. El cabo hizo una llamada y pareció tardar más que la última vez. Mientras observaba al soldado asentir y responder, la imaginación de Rahn veía cada vez más cerca la condena. Sin embargo, al final, le hizo un gesto para que entrara.

—Puede aparcar dentro, doctor Rahn.

Como esperaba, su dimisión tardaría varios días en pasar el filtro de la burocracia. En aquellos momentos, al menos fuera de Berlín, el doctor Rahn seguía siendo un hombre importante.

Himmler guardaba la reliquia que Rahn le había entregado en una habitación cerrada cerca de los apartamentos de los oficiales, en la planta superior de la fortaleza. Un sargento le dio indicaciones e incluso le abrió la puerta. Después esperó mientras Rahn cogía aquella cosa.

Himmler no había respondido bien ante la lanza de Antioquía porque, en realidad, era un hombre sin imaginación. Eso no quería decir que no le interesara el objeto. Adoraba las ceremonias ocultas, las sociedades secretas y cualquier cosa que tuviese alguna posibilidad de ser un talismán mágico. Creía en los fantasmas y en el poder de los objetos tocados por la mano del destino. Y, aunque Himmler pudiera decirle al Führer que la lanza de San Mauricio había atravesado el costado de Cristo, en el fondo creía en Rahn, creía que poseía la lanza verdadera... y, con ella, el destino del mundo. Sin embargo, por el momento, como era un hombre joven, había guardado su talismán secreto en su castillo secreto.

Rahn sabía que nada podía hacerle más daño que perderlo, sobre todo si se lo robaba un judío.

Elise le dijo a la doncella que no dejara entrar al doctor Rahn. Cuando apareció, con la doncella corriendo detrás, Elise le pidió a la mujer que subiera a la otra planta.

—¿Quiere que llame a la policía, señora?

—No —respondió Elise, con una calma que no sentía—. Yo me encargo.

Solos, los dos se sentaron en el sofá del salón, y ella le dijo:

—Otto, no podemos seguir viéndote. Lo siento, pero Dieter insiste en que mantengamos las distancias, al menos hasta que las cosas se aclaren.

—No he venido por eso —respondió él—. He venido a preguntarte si Sarah es nuestra.

—Estaba segura de que ya conocías la respuesta —respondió ella con sinceridad, tras la sorpresa inicial.

—¿Lo sabe también Dieter?

—Hace años que no pasa nada entre nosotros, así que es imposible que la suponga hija suya.

—¿Protegerá a Sarah... si alguien la amenaza?

—¿Protegerla? ¿Crees que está en peligro?

—Si alguien descubre que es mi hija, sí.

—Nadie lo sabrá nunca. Dieter ha ocultado muy bien nuestro secreto. También le interesa a él, como ya habrás supuesto.

—No lo entiendo.

—¿Nunca has notado su afinidad con los hombres jóvenes?

Rahn se sorprendió. Siempre había... bueno, había visto cosas, pero no estaba dispuesto a creer que Bachman de verdad pudiera...

—Supongo que, en el fondo, lo sabía...

—Sarah y yo lo protegemos del escándalo, aunque su amor por nosotras también es genuino. Sarah lo es todo para él, y es muy bueno conmigo. Es un hombre muy cariñoso, Otto.

Rahn levantó la mochila que había dejado a sus pies y la colocó entre ellos.

—Si le enseñas esto a Dieter, él te lo quitará, y no tendrás nada que pueda ayudaros a Sarah y a ti si vienen a por vosotras.

—No lo entiendo, ¿por qué iban a...?

—Si lo escondes hasta que lo necesites, creo que él podrá usarlo para salvaros.

—Otto, ¡nadie va a venir a por nosotras! ¡Nuestro secreto está a salvo!

—Ya no hay ningún secreto a salvo. Con que una doncella lea tus cartas o un burócrata investigue a tu familia...

—¿Crees que soy judía?

—Sé cómo hacer una investigación genealógica básica, Elise.

—Entonces, ¿lo sabes?

—Vamos —dijo él—, échale un vistazo. Podría salvarte la vida.

Ella observó la mochila con interés. —¿Qué es? —Ábrela.

Ella sacó la maltrecha caja dorada de la bolsa y la dejó sobre su regazo.

—Mira dentro —le pidió él.

Tras abrir la tapa, Elise vio el trozo de hierro y la tela de lino podrida que tenía debajo. Miró a Rahn sin entender nada. Estaba claro que Bachman no se lo había contado.

—Estás muy misterioso, Otto.

—Prométeme que esconderás esto en un lugar donde nadie lo encuentre.

—¡No lo entiendo!

—Es algo que Himmler quiere, y con esto Dieter podrá salvaros si no lo ha devuelto antes. —Otto, ¿qué has hecho?

—Elise, prométeme que solo se lo contarás a Dieter si Sarah y tú tenéis problemas..., si no por ti, ¡al menos hazlo por el bien de Sarah!

—¿Crees que no puedo confiar en él? ¿Ni siquiera aunque él sepa que podría salvarle la vida a Sarah?

—Se convencerá de que a Sarah no le va a pasar nada. Se le da muy bien mentirse a sí mismo. Creo que se nos da bien a todos nosotros, en realidad.

—¡Si Himmler lo quiere, lo encontrará! ¡No me estás salvando con esto, Otto! ¡Vas a meterme en algo horrible!

—Todos estamos metidos en algo horrible, Elise. Además, no se le ocurrirá buscarlo aquí. Me estará persiguiendo a mí.

Ella se quedó mirándolo, con la tragedia pintada en el rostro. Rahn no la había visto así nunca.

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