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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (2 page)

Manchego levantó una ceja.

—Aquí las cosas son como son. Los plazos son los que son. No aceptamos pagos, ni sobornos, ni nada de eso para agilizar los trámites, como ustedes comprenderán.

—¿Pero de qué habla? —se maravilló el otro—. Nos referimos a muestras de ADN, fotografías de la víctima, datos bancarios, localizador de llamadas, matrícula del coche que conducía cuando fue visto por última vez…

El inspector carraspeó. Se revolvió en su asiento. Contraatacó.

—Así que me ha ocultado el hecho de que el señor
Crasman
conducía un coche cuando fue visto por última vez.

—No hemos ocultado nada —protestó Bestman—. Ha sido usted el que no ha preguntado.

—No estará insinuando que no sé hacer mi trabajo, ¿verdad?

Posición de dominio, se recordó Manchego, posición de dominio.

—Por supuesto que no.

—Entonces dígame de una vez todo lo que saben sobre el caso. Y le advierto que si descubro que me ocultan alguna información importante, serán ustedes dos objeto de investigación.

Los ingleses intercambiaron algunas frases en voz baja. Después abrieron sus maletines a la vez y sacaron sendas carpetas que colocaron delante del ordenador de Manchego. La noche sería larga, se lamentó el inspector; tendría que leer todo aquello para poder redactar la denuncia.

—Esta carpeta contiene todos los datos en inglés y esta otra su traducción al español —explicó el intérprete.

—Muy bien.

—Como carecemos de un estudio de ADN del joven señor Craftsman —añadió el inglés—, tal vez sería conveniente que tomara usted una muestra a mi jefe, su padre.

Manchego se rascó la nuca. Jamás en su vida se había visto en una situación como aquélla.

—Tendrán que esperar un momento —anunció.

Se levantó y abandonó el despacho a toda prisa. Salió a la calle, cruzó el semáforo, entró en la farmacia de Adelina y pidió unos bastoncillos de algodón. Pagó en efectivo. Regresó a la comisaría, entró en el cubículo donde aquellos dos hombres le aguardaban intrigados y dijo:

—A ver, señor
Crasman
, abra usted la boca.

Atticus Craftsman recordaba perfectamente el ruido que hizo el tendón de su rodilla al romperse, en plena regata contra Cambridge, y también el del remo contra el agua. Por séptimo año consecutivo, por culpa de su lesión, la Universidad de Oxford quedó segunda en aquella competición que sólo contaba con dos equipos participantes. La rivalidad con los de azul celeste formaba parte de los cientos de pequeñas o grandes tradiciones ancestrales del campus; como la de la corbata de rayas de colores, el juramento —sobre la Biblia— de abstenerse de comer chicle dentro de la Biblioteca Bodleiana, la cursilada de las fresas y el
champagne
en las praderas de Christ Church o la prohibición de pisar la hierba del parterre central del colegio, con la consecuente incomodidad de tener que dar la vuelta entera al patio para atravesarlo.

Todas aquellas normas resultaban chocantes al principio, pero después de sobrevivir al primer año, no sólo se obedecían con devoción, sino que se perpetuaban para los restos porque misteriosamente entraban a formar parte del espíritu colectivo del rebaño estudiantil.

Tampoco había olvidado Atticus lo que sintió al contemplar por primera vez la placa conmemorativa que colgaba de la puerta de su dormitorio: «Aquí residió el famoso escritor J. R. R. Tolkien».

No era casualidad. Marlow Craftsman, propietario de la editorial Craftsman&Co, había insistido mucho al rector para que a su hijo Atticus le fuera asignada la habitación en la que se había concebido
El señor de los anillos
—a sus ojos una de las obras más representativas de la literatura universal—, y aquel deseo le había sido concedido sin demora, dada su condición de miembro del patronato del colegio y benefactor de la biblioteca. Antes que Atticus, su hermano mayor, Holden, había ocupado aquel cuarto y en él había concebido a su primer hijo, Oliver, con el consiguiente disgusto de su madre, que hubiera preferido una boda por todo lo alto, sin bebé en camino. El propio Marlow, su padre Dorian y su abuelo Sherlock, miembro fundador de los Apoláusticos, también habían sido en su momento inquilinos de aquella habitación cuya posesión había llegado a ser tan sagrada para los Craftsman como la vieja costumbre familiar de poner a sus niños el nombre del protagonista de alguna novela de culto.

El caso es que Atticus, indefenso ante la puerta de su nueva vida, lo que realmente sintió no fue el orgullo del que tanto le había hablado su padre, sino una presión insoportable en la boca del estómago porque comprendió que aquella placa le exigía una capacidad intelectual y una inquietud artística de las que carecía por completo.

Así que, después de sufrir durante unos días la angustia de no ser capaz de hacerle los honores a Tolkien, pegó sobre el rectángulo de plata un adhesivo con el escudo del Chelsea y se apuntó al equipo de fútbol, al de
punting
y al de remo, disciplinas en las que destacó notablemente.

También se contrató como guía del museo del campus, a pesar de que no necesitaba el dinero y de que el uniforme era una especie de vestimenta medieval ridícula, pero es que la chica de sus sueños, que sí necesitaba el dinero, trabajaba en la taquilla cobrando la entrada, y éste fue el mejor modo que se le ocurrió de acercarse a ella sin levantar sospechas.

La chica se llamaba Lisbeth y aquel día, el de la rotura del tendón, estaba siguiendo la regata desde lo alto del puente, con una pañoleta azul marino atada al cuello. Cuando la trainera de Atticus perdió el ritmo, ella, desolada, se alejó del río abrazada a un alumno de Lincoln College.

Las seis semanas que siguieron a su operación de rodilla las pasó el joven Craftsman convaleciente en la casa de campo de la familia, en el condado de Kent. Aunque su padre se empeñaba en dar el nombre de «granja» a aquella extensión de prados verdes en los que sólo se cultivaba pasto, la propiedad era, a todas luces, una finca de recreo, con su mansión victoriana, sus cuadras, sus jardines y su lago con patos.

Contaba con una biblioteca de caoba que conservaba más de ocho mil volúmenes encuadernados en cuero, algunos de los cuales eran auténticos tesoros. Aquél fue el lugar preferido por Atticus para pasar los solitarios días de su encierro, viendo llover por las ventanas, recordando a Lisbeth, alimentando el fuego y curioseando entre aquellos libros, que, hasta el momento, sólo le habían parecido objetos de adorno. Descubrió filosofías antiguas, mentalidades vanguardistas, grabados valiosísimos, postales en blanco y negro de lugares ya inexistentes, perversiones asombrosas, vidas de santos, Byron, Keats y Beckett, todos mezclados en su biblioteca y en su cabeza, en una amalgama de miel y limón.

Los fines de semana la casa se llenaba de vida. Regresaban sus padres de Londres, aparecían sus amigos, Holden traía al pequeño Oliver en una mochila colgado a la espalda y la biblioteca se transformaba en un salón donde se tomaba el té y se hablaba a gritos.

El domingo por la tarde, Atticus sentía una ansiedad inexplicable, como de bicho raro, anticipando el momento en que todos ellos se subieran a sus coches y desaparecieran por el camino de los castaños y él, por fin, recuperara el control de su ejército de relatos y poemas.

La rodilla sanó al tiempo que su cabeza se esponjaba y su espíritu absorbía aquellos sentimientos ajenos para convertirlos en propios.

Cuando regresó a Oxford era otro hombre. Más valiente.

Fue a buscar a Lisbeth al museo, la sacó de la taquilla y la condujo por las calles empedradas del centro hasta la pequeña iglesia de su
college
, siempre vacía. Una vez allí, cerró la puerta por dentro, abrió la tapa del piano, tocó
Puente sobre aguas turbulentas
, en recuerdo del fatídico día de la regata, tocó gotas de lluvia cayendo sobre su cabeza, tocó su mano suave, tocó su pelo y su cara. Le dijo: «¿Quieres ver mi cuarto?».

Durmieron abrazados en la cama estrecha de la habitación. Las visitas femeninas estaban prohibidas en Exeter College, pero Mr. Shortsight, el vigilante, tenía la manga muy ancha y la vista muy gorda, sabía fingir un sueño muy profundo en el butacón de la garita y además disfrutaba escuchando los suspiros nocturnos de las amantes prohibidas. La única norma de obligado cumplimiento, y eso lo sabían todos los alumnos sin excepción, era desalojar el cuarto de visitas clandestinas antes del amanecer, porque el bedel de día llegaba a las siete en punto con las gafas de ver de lejos y el listado de infracciones.

Lisbeth tenía el sueño ligero. Se despertó antes que Atticus. Estaba esperando a que él abriera los ojos, incorporada sobre la almohada, cuando se encontró frente a frente con un hombre de unos ochenta años y cara de sabio que fumaba en pipa y se hacía acompañar por un Hobbit chiquitín. Le dio los buenos días, cruzó el cuarto de lado a lado, se abrochó el chaleco y se esfumó.

—Creo que he visto el fantasma de Tolkien —le susurró a Atticus al oído.

Pero él le calló la boca a besos.

De todas formas, debía de ser cierto que por aquellas estancias se paseaban los fantasmas de varios profesores viejos. Había corrientes de aire inexplicables, susurros en la noche, pianos que tocaban solos, pasos ahogados, risas sofocadas, y algunas mañanas el parterre del centro del patio amanecía cuajado de pisadas.

La ceremonia de graduación fue solemne y protocolaria, los alumnos envueltos en capas y bandas, los turistas convencidos de haber saltado hacia atrás en el tiempo y las campanas doblando alegres y alocadas.

La despedida fue desgarradora. Con el curso terminaban muchas amistades, muchos proyectos, muchos amores.

Lisbeth regresó a la pequeña isla de Guernsey, perdida en el Canal; Atticus recorrió el mundo con una mochila a la espalda, conoció Europa, conoció Arabia, la India, Estambul. Después se instaló en Londres, cerca de Knightsbridge, en un piso empapelado de libros, a dos manzanas de la editorial Craftsman&Co, donde empezó a trabajar a las órdenes de su padre. Poco a poco dejó atrás los recuerdos dulces del primer amor y los sustituyó por otros de sabores varios: ácidos, picantes, sabrosos y exóticos. Se compró un modelo clásico de Aston Martin igualito al de James Bond para regresar puntualmente, todos los domingos, a la biblioteca de su casa de Kent, donde lo esperaban ansiosos sus miles de libros ordenados alfabéticamente y su chimenea encendida. No necesitaba más.

Hasta que un día Marlow Craftsman lo llamó a su despacho.

—Atticus, hijo, hay un tema desagradable que necesita una solución urgente. Te necesito.

Para entonces, el joven Craftsman había cumplido treinta años. Tenía la vida resuelta, las amistades sólidas, un buen dinero en el banco, un físico envidiable y la libertad de andar de acá para allá despreocupadamente, sin más obligaciones que atender que las de su placentero trabajo en la editorial de lunes a viernes, sus amores de sábado y sus libros de domingo.

—Siéntate, anda —le invitó su padre, señalándole una de las dos butacas de cuero del despacho.

Atticus se sentía en aquella estancia igual de cómodo que en el salón de su casa. En las paredes colgaban los retratos de los mismos señores, en los marcos de plata las fotos de la misma familia y su jefe era el mismo héroe que de niño le espantaba las pesadillas. Tuvo la tentación de apoyar los pies en el escritorio de caoba, pero la expresión preocupada de su padre se lo impidió. Optó por una actitud más formal, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y una mano en la barbilla. Igual que el abuelo Dorian en su retrato.

—Verás, Atticus —comenzó a hablar el padre antes de transformarse en el jefe—, antes de nada quiero felicitarte por tu trabajo. Te has convertido en una pieza importante en la compañía y me siento muy orgulloso de ti. Ya sabes que el próximo año, cuando se jubile el señor Bestman, te nombraremos director de desarrollo.

—Ajá —asintió Atticus, que frecuentemente recibía la misma información de boca de su padre: felicitación y recuerdo del próximo ascenso como preludio de algún encargo delicado. Ahora venía, seguro, la sorpresa.

—Bien. —Pausa. Carraspeo.

—¿Ajá?

—Es un asunto desagradable.

—Sí.

—Necesita una solución urgente.

—Ya.

Marlow tomó aire. Se levantó. Se puso a pasear por el despacho.

—Empezaré por el principio —dijo—, para ponerte en antecedentes —añadió—. La cuestión se remonta al año 96. —Pausa. Carraspeo—. Por lo tanto, como habrás calculado, el problema se originó hace seis años. Aunque al principio no fue un problema, no, sino una inversión.

Realmente, le estaba costando arrancar. Atticus sintió el deseo de levantarse de su butaca y agitar a su padre como a una bola de cristal, a ver si nevaba de una vez.

—En aquel momento nos encontrábamos en plena expansión de la empresa —explicó—. Fue la época en la que abrimos oficinas en varias capitales europeas. Una de ellas, como sabes, está en Madrid, España.

Atticus asintió.

—El señor Bestman tuvo una idea visionaria. —Frunció el ceño—. Pensó que para apoyar las ventas de nuestros libros sería aconsejable que Craftsman&Co editara también unas pequeñas revistas literarias en cada país, para poder promocionar nuestros títulos.

—Muy listo —reconoció Atticus.

—El caso es que pusimos en marcha aquellos proyectos y debo decir que, hasta la fecha, han cumplido correctamente su misión. Como comprenderás, no son empresas que ganen mucho dinero, pero sí son herramientas válidas. Algunas, como la alemana Krafts, han logrado además colocarse entre las publicaciones literarias de mayor prestigio en su territorio.

Marlow regresó a su mesa. Se dejó caer pesadamente en su butaca.

—Todas menos una.

Aquella tarde, después de la reunión, Atticus Craftsman sintió la necesidad de beber en solitario. Se arrimó a la barra de un pub de barrio y pidió una pinta helada. Acto seguido, se la bebió de un solo trago. Eructó.

En su cartera descansaban los documentos que le había confiado su padre. En efecto, el asunto era peliagudo, de ahí la reticencia de Marlow a hablar del tirón. Para Atticus significaba subir un escalón en su carrera, de eso no cabía duda: se trataba de un tema que requería de alguien con experiencia y en quien la compañía pudiera confiar a ciegas. Pero también comportaba un cambio importante en su rutina. Necesariamente, Atticus tendría que abandonar Inglaterra durante un periodo de tiempo indefinido y posponer otros asuntos que ahora le ocupaban todos sus esfuerzos.

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