Carmen sonrió.
—Lo estudié en la escuela desde pequeña. Y he viajado a Texas. Soy la que mejor habla inglés de la familia —dijo orgullosa.
—¿Lo de Lafayette Park? —instó Stone.
—Le gustaba ir a mirar la Casa Blanca. Me decía «Carmen, este es el mejor país del mundo. Aquí una persona puede hacer lo que quiera». Una vez me hizo ir. Me llevó a hombros. Miramos la «grande casa blanca». Dijo que su presidente vive allí y que era un gran hombre.
Stone se puso en pie.
—Lo siento mucho, de verdad.
—¿Hay alguien que pueda venir a quedarse con usted? —preguntó Chapman.
—No pasa nada. Ya he estado sola otras veces.
—Pero ¿tiene otros parientes? —insistió Chapman.
Carmen se sorbió los mocos y asintió.
—Tengo parientes que me llevarán de vuelta a México.
—¿A México? Pero ¿y los médicos? —preguntó Stone.
—No sin el tío Freddy —repuso—. Mis padres murieron en un accidente de autobús. Yo iba en el mismo autobús. Por eso tengo las piernas así. Tío Freddy también nos acompañaba. Le quitaron el bazo y otras cosas, pero se recuperó. Y era como un padre para mí. —Se calló—. Yo … yo no quiero vivir aquí sin él. Aunque sea el mejor país del mundo.
—Si necesita ayuda, ¿se pondrá en contacto con nosotros? —Stone le anotó el número de teléfono en un trozo de papel y se lo tendió. Hizo una pausa—. Si pudiera darnos algo de su tío … Un peine o un cepillo de dientes. Para que podamos … —Se le apagó la voz.
Se marcharon con un par de artículos que contenían el ADN de Alfredo Padilla para compararlo con los restos del hombre. Los guardaron precintados en bolsas de pruebas que Chapman había traído. Stone estaba convencido de que era el hombre, pero el ADN resultaría concluyente.
Mientras caminaban de vuelta al coche, Chapman dijo:
—Lo reconozco, soy una vieja cínica, pero tengo ganas de echarme a llorar.
—Está claro que Alfredo Padilla estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado —dijo Stone—. Y ella paga el pato.
—Él también pagó un precio muy elevado —le recordó Chapman.
Volvieron al coche.
—¿Y ahora qué? —dijo ella.
—Esperemos que el agente Gross haya tenido más suerte que nosotros, pero algo me dice que mejor que no contemos con ello.
Dejaron un mensaje para Gross y compraron comida para llevar en un chino camino de la casa de Stone. Hacía un buen día, así que Stone puso la pequeña mesa redonda de la cocina y dos sillas en el porche delantero. Colocó dos platos y cubiertos y sacó dos cervezas de la neverita que tenía en la cocina.
Se sentaron y Chapman levantó la cerveza y brindó con la de Stone.
—Chin-chin. Sabes cómo tratar a una dama.
—Tú has pagado la comida y no tengo ni idea de cuánto tiempo lleva esta cerveza en la nevera.
Ella tomó una cucharada de sopa
wonton
. Picaba tanto que se le humedecieron los ojos y volvió a dar un sorbo a la cerveza.
—¿Demasiado picante para ti? —preguntó Stone mientras la miraba un tanto divertido.
—De hecho, me va lo de sufrir. Uno de los motivos por los que hago este trabajo, supongo.
—Trabajé con el MI6 en mis tiempos. Entonces no conocí a ninguna agente.
—No abundamos. Es un mundo en el que reina la testosterona pura y dura.
—¿Tenías claro que querías dedicarte a esto o fue por casualidad?
—Un poco de ambas cosas, supongo. —Tomó un pedazo de pollo y arroz—. Mi padre era poli, y mi madre, enfermera.
—Eso no explica la conexión con el MI6.
—Sir James McElroy es mi padrino.
—De acuerdo —dijo Stone lentamente mientras bajaba el tenedor.
—Él y mi abuelo estuvieron juntos en el ejército antes de que sir James entrara en el servicio de inteligencia. Supongo que se encaprichó conmigo. En realidad se convirtió en una figura paterna cuando mi padre perdió la vida.
—¿Cómo murió tu padre? ¿En acto de servicio?
Chapman se encogió de hombros.
—Eso es lo que dijeron. Nunca he sabido los detalles exactos.
—¿Y así es como llegaste a formar parte de las fuerzas del orden?
—Supongo que sir James fue preparándome el terreno. Los colegios adecuados, la formación adecuada, los contactos correctos. Parecía inevitable.
—¿A pesar de tus deseos, quieres decir?
Dio un sorbo a la cerveza y la retuvo en la boca un momento antes de tragársela.
—De vez en cuando me lo pregunto.
—¿Y cuál es la respuesta?
—Varía. Tal vez esté donde tengo que estar. Quizás incluso averigüe qué le pasó a mi pobre padre. —Apartó el plato y se recostó en el asiento, apoyó los pies en la barandilla del porche—. ¿Y tú? Es obvio que conoces a sir James desde hace mucho tiempo. Y que sabe cosas de ti que supongo que yo nunca sabré.
—No significarían nada para ti.
—¿Qué sentiste al cumplir con tu deber?
Stone se levantó y se quedó mirando las lápidas bajo la luz cada vez más tenue. El clima de Washington D.C., terriblemente húmedo y caluroso en verano, y sumamente crudo en invierno, de repente podía variar y quedar así, perfecto, y uno deseaba que el día nunca acabara.
Ella se puso de pie a su lado.
—Mira, no voy a insistir —dijo Chapman con voz queda—. En realidad no es asunto mío.
—Llegó un momento en que ya no sentía nada —reconoció Stone.
—Pero ¿cómo saliste?
—No sé si he salido.
—¿Fue por tu esposa?
Stone se giró hacia ella.
—Pensaba que tu jefe era más discreto.
—No ha sido él —se apresuró a decir—. Me he limitado a suponerlo basándome en mis observaciones.
—¿Qué observaciones? —preguntó Stone abruptamente.
—De ti —se limitó a responder ella—. De las cosas que te importan. Como las amistades.
Stone se giró.
—Has supuesto bien —dijo.
—Entonces, ¿por qué volviste al redil? ¿Después de eso?
—No me quedaba otra opción.
—Creo que alguien como tú siempre tiene otra opción.
Stone guardó silencio un buen rato. Se limitó a observar las tumbas. Corría una ligera brisa y Chapman se rodeó con los brazos.
—Me arrepiento de muchas cosas —reconoció Stone al final.
—¿O sea que ha llegado el momento de resarcirse?
—Creo que no podré resarcirme jamás, agente Chapman.
—Por favor, llámame Mary. Ahora no estamos de servicio.
Él la miró.
—Vale, Mary. ¿Has matado a alguien alguna vez? ¿A propósito?
—Una vez.
Stone asintió.
—¿Y cómo te sentiste?
—Al comienzo, feliz. De que la muerta no fuera yo. Y luego me mareé. Me había preparado para ello, por supuesto, pero …
—Es imposible prepararse para ello.
—Supongo que sí. —Sujetó con fuerza la barandilla del porche—. ¿Y a cuántas personas calculas que has matado?
—¿Qué más te da?
—Supongo que me da igual. Y no es por curiosidad morbosa. Yo … no sé por qué es, exactamente.
Antes de que Stone tuviera tiempo de contestar, le sonó el móvil. Era Tom Gross.
—Volvemos a estar de servicio, «agente Chapman» —dijo Stone.
Se reunieron con Gross no en su despacho del FBI, sino en una cafetería cercana al Verizon Center. El agente federal vestía de modo informal, con pantalones caqui, un polo y una chaqueta con cremallera de los Washington Capitals. Pidieron un café y se sentaron a una mesa del fondo. A Gross se le veía pálido y nervioso, iba recorriendo el pequeño espacio con la mirada continuamente, como si sospechara que le hubieran seguido.
—No me gusta cómo está saliendo todo esto —reconoció Gross. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y la apartó de inmediato.
—¿Eres ex fumador? —preguntó Stone.
Gross asintió.
—En este preciso instante me arrepiento de haberlo dejado.
—Cuéntanos.
Gross se inclinó hacia delante y agachó la cabeza.
—Primero contadme cómo ha ido con Carmen Escalante.
Stone y Chapman se fueron alternando para informarle sobre la joven lisiada y apesadumbrada.
—Pobrecilla … entonces, ¿es un callejón sin salida?
—De todos modos, nunca hemos albergado grandes esperanzas al respecto —dijo Stone—. Es una víctima, al igual que su tío.
—Lugar equivocado en el momento equivocado. Pobre hombre. Ama América y mira lo que le pasa.
—¿Qué tal te han ido a ti las cosas? —preguntó Chapman.
Gross se removió en el asiento y dio un sorbo de café antes de responder.
—He decidido no andarme por las ramas y he pillado a todo el personal del Servicio Nacional de Parques que trabajó en la instalación, incluido el supervisor, y me los he llevado a la Oficina de Campo de Washington. El supervisor se llama George Sykes. Siempre ha trabajado para el Gobierno; el tío tiene seis nietos. Un historial impecable. Estuvo constantemente con su equipo y juró ante una pila de biblias que ninguno de ellos está implicado. Le creo. Unas siete personas participaron en la entrega y posterior plantación del árbol. Es imposible que los compraran a todos.
—¿Y por qué seguía el agujero sin cubrir? —preguntó Stone.
Gross sonrió.
—Me han dado una buena lección al respecto. El Servicio Nacional de Parques es muy quisquilloso con lo que planta en Lafayette Park. Al parecer solo se instalan ejemplares que existieran durante la época de George Washington. Estos tíos son en realidad historiadores que de vez en cuando excavan un agujero. Hoy he aprendido mucho más de lo que me hacía falta. Pero el motivo por el que dejaron el agujero sin tapar es porque tenían que preparar una tierra especial y un arboricultor analizaría el árbol para asegurarse que el transporte no lo había dañado y tal. Estaba previsto que cubrieran el agujero al día siguiente.
—Entonces la bomba estaba en el cepellón antes incluso de que lo colocaran en el sitio —dijo Chapman—. No hay otra posibilidad. El personal del Servicio Nacional de Parques no está implicado.
Stone la miró a ella y luego a Gross.
—¿Sabemos la cronología del árbol? ¿De dónde vino? ¿Quién lo manipuló?
—Estoy en ello. La cuestión está en que no sé cómo llega un árbol al Lafayette sin que nadie compruebe si hay un puto explosivo. Me refiero a que, como mínimo, un perro debería olisquearlo cuando llega al lugar donde va a plantarse. Ese árbol era enorme. Como visteis en el vídeo hubo que meterlo con una grúa.
—Bueno, ¿hay constancia de que algún perro lo husmeara en busca de explosivos? —preguntó Stone.
—No que yo sepa. Y nadie del equipo de instalación recuerda que pasara.
—Otro agujero de seguridad, si es verdad —dijo Chapman.
—Sí, pero ¿una bomba en el cepellón? —se planteó Gross—. ¿Quién se imagina algo así?
—Sí, igual que un jumbo que se estrella contra dos rascacielos —dijo Stone—. O explosivos en la ropa interior o en los zapatos. Tenemos que dejar de pensar así o morirá más gente inocente.
Gross dio otro sorbo al café con el ceño totalmente fruncido.
—¿Algo más? —preguntó Stone, que le observaba con atención.
Al hablar, Gross bajó tanto la voz que Stone y Chapman tuvieron que inclinarse hacia delante para oírle.
—Me cuesta creer lo que estoy diciendo, pero creo que nuestro bando nos observa. Nos jode, quiero decir. Por eso os he pedido que nos reuniéramos aquí.
—¿Nuestro bando? —preguntó Chapman—. ¿Qué te hace pensar tal cosa?
Gross miró a Stone con recelo.
—Ya sé que perteneces al Consejo de Seguridad Nacional y, francamente, he trabajado demasiados años como para mandar mi carrera al garete pero tampoco pienso quedarme de brazos cruzados y fingir que todo va bien.
Stone se inclinó todavía más.
—Yo estoy con las personas de esta mesa. Ahora dime por qué sospechas que los de tu bando están en tu contra.
Gross parecía molesto y azorado a la vez.
—Para empezar, creo que me han pinchado el puto teléfono. En el despacho y en casa. Cuando hago preguntas hay más huellas dactilares en la línea de las que debería haber. —Observó a Stone y luego a Chapman—. Decidme una cosa y quiero la verdad.
—De acuerdo —dijo Chapman rápidamente mientras Stone guardaba silencio, a la espera.
—¿Las imágenes de vídeo de la noche de la explosión? ¿Después de la detonación? Tengo que deciros que no me trago lo de que la explosión dañó las cámaras de forma permanente. Tal como han dicho hoy los del Servicio Secreto, hay muchos ojos en el parque. Pero no todos comparten lo que ven. —Dejó de hablar y los observó—. Así pues, ¿hay algo más?
Chapman lanzó una mirada a Stone.
Gross frunció el ceño.
—Sí, me lo imaginaba. También vosotros me estáis tomando el pelo. ¿Cómo coño voy a llevar a cabo una investigación si tengo las manos atadas a la espalda? ¿Sabéis qué? La única persona de este mundo en la que confío en estos momentos es mi mujer. Os lo juro por Dios.
—No me extraña.
—¿Y por qué coño estabais vosotros dos enterados del vídeo completo y yo no? —Miró a Chapman enfadado—. Joder, tú ni siquiera eres americana.
—No hay ningún motivo de peso por el que te mantuvieran al margen —reconoció Stone. Miró a Chapman—. ¿Tienes el portátil en el coche? —Chapman asintió—. Ve a buscarlo.
Al cabo de un momento ya estaba de vuelta y con el ordenador en marcha. Al cabo de unos segundos estaban mirando el vídeo. La grabación completa.
Cuando terminaron, Gross se recostó en el asiento, supuestamente apaciguado.
—Bueno, sigo estando cabreado por el hecho de que me dejaran en la estacada, pero no he visto nada ahí que merezca dejar al margen al FBI.
Era cierto, pensó Stone. Pero, a juzgar por lo que había descubierto, ¿había algo que se le escapaba?
—Ponlo otra vez a partir del momento en que todo el mundo empieza a marcharse del parque. A cámara lenta —indicó a Chapman.
Ella hizo lo que le pedía. Al cabo de un momento, Stone dijo:
—Páralo ahí. —Contempló el vídeo en pausa. Se enfadó por no haberlo visto antes, sobre todo después de lo que había descubierto ese mismo día.
—¿Puedes ampliar la imagen?
Pulsó varias teclas y se vio la imagen a mayor tamaño.
—¿Puedes mover el encuadre hacia la izquierda?
Chapman manipuló el ratón y la imagen se desplazó hacia la izquierda.