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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (16 page)

BOOK: La esquina del infierno
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Stone puso el dedo en un punto de la pantalla.

—¿Lo veis?

Gross y Chapman se acercaron más.

—¿El qué? —‌preguntaron ambos al unísono.

—Los faros de ese coche iluminaron esa ventana. Se ve una cara reflejada claramente en el cristal tintado.

Los otros dos se inclinaron hacia delante.

—Vale —‌dijo Chapman‌—. Ahora lo veo.

Gross asintió.

—Pero ¿quién es?

—Es el hombre del traje. Por eso no te enseñaron esta parte del vídeo.

—Un momento —‌dijo Gross‌—. ¿Cómo sabes que es el tío del traje?

—Porque hoy le he conocido.

Gross se enfureció y se levantó.

—¿Sabéis dónde está? Hijo de puta. Estáis continuamente ocultándome la información, joder. A lo mejor sois vosotros quienes me habéis pinchado el teléfono.

Stone lo miró de hito en hito.

—Baja la voz y contrólate. Y siéntate ahora mismo.

El tono de Stone tenía algo que hizo obedecer al agente federal. Se sentó, aunque seguía teniendo una expresión airada.

—El hombre del traje —‌continuó Stone— estaba en el parque aquella noche para reunirse con alguien acerca de una misión de alta prioridad para este país.

—¿Y cómo lo sabes?

—Te digo que es lo que me ha contado hoy mismo una fuente fidedigna. Como he dicho, he conocido al hombre cuyo rostro está reflejado en esa ventana. Su misión consiste en rastrear a alguien que es enemigo de este país. Tal vez su mayor enemigo —‌añadió Stone.

La expresión de Gross denotó que iba cayendo en la cuenta.

—Hostia, ¿te refieres a …?

Stone levantó la mano.

—Una misión de alto secreto. Lo bastante secreta como para que el FBI haya recibido un vídeo incompleto de la escena del atentado para que sus facciones no se aprecien. Dejémoslo así.

—¡Pero entonces es posible que el objetivo fuera ese tipo! —‌exclamó Gross.

—No. Si lo hubiera sido no habrían fallado.

—¿Y dónde está ese hombre?

—Cerca.

—Vale —‌dijo Gross‌—. Entonces, ¿qué nos queda?

—Poca cosa —‌dijo Chapman de mal humor‌—. Poca cosa, joder.

31

Chapman dejó a Stone en su casa y luego se dirigió a su alojamiento. Stone se paseó por el cementerio recogiendo cosas mientras pensaba en lo acontecido durante el día. Habían llegado a un callejón sin salida. Habían investigado a todas las personas presentes en el parque aquella noche y habían descubierto que no guardaban relación alguna con el estallido de la bomba ni con los disparos. Alfredo Padilla había saltado por los aires por error. Marisa Friedman trabajaba cerca y había llamado a su amante. Fuat Turkekul estaba allí para reunirse con Adelphia y hablar de su importante operación. El policía británico estaba allí por orden del MI6. Cuatro pistas prometedoras que no habían conducido a nada.

Stone entró y se sentó detrás del escritorio. Era tarde y debería dormir, pero no estaba cansado; la mente le funcionaba a demasiada velocidad como para dormir. Intentó leer un libro para ver si se relajaba, pero su mente seguía rememorando lo que había ocurrido en Lafayette Park.

Alguien había llevado a cabo un atentado terrorista que era toda una hazaña en medio de una de las zonas más protegidas del mundo, y lo había hecho sin motivo aparente. No se creía la declaración de la organización yemení. Aquella operación debía de haber llevado mucho tiempo y exigía unos recursos ingentes. Si bien los terroristas islámicos poseían ambos con creces, sus activos no eran infinitos. No podían permitirse el lujo de desperdiciarlos. Por consiguiente, no se realizaba tamaña operación por motivos simbólicos, igual que nadie se tomaría la molestia de secuestrar un jumbo y pilotarlo de forma «simbólica» cerca de un rascacielos en vez de estrellarlo contra el mismo.

Tampoco se tragaba la teoría de la que había visto parlotear a unos cuantos expertos en la tele. Que ahora a la gente le daría miedo ir a Washington D.C. ¿Y qué? El Gobierno no se arruinaría porque los autocares llenos de turistas de Iowa o Maine decidieran cambiar el destino de sus vacaciones. No se trataba de un «atentado repetible», tal como algunos expertos en contraterrorismo solían denominarlo. Aquello no era un centro comercial ni el mostrador de billetes de un aeropuerto. Si una bomba explota en uno de esos sitios, se aterroriza a toda la población y no querrá ir a los centros comerciales ni a los aeropuertos. Eso sí que supondría un descalabro para la economía. Pero solo hay una Casa Blanca. Solo un Lafayette Park.

«Si no tiene sentido del modo en que lo planteo, entonces es que el planteamiento es erróneo. Pero ¿cuál es el correcto?»

Estaba a punto de probar otro enfoque cuando se hundió en el asiento después de apagar con un movimiento de la mano la lámpara del escritorio.

Había alguien en el exterior.

Se dejó caer y golpeó una parte del suelo de tablones situado bajo el hueco del escritorio. El tablero corto giró sobre sí mismo. En el interior de una pistolera sujeta en la parte inferior del tablón había una pistola personalizada que había llevado muchos años para su trabajo. En aquella época la sentía tan próxima a su cuerpo como la mano. Stone la cogió y giró el tablón para recolocarlo.

Se arrastró hasta la ventana trasera y atisbó al exterior. Había luna, pero, aunque los hombres se desplazaban con sigilo por entre la maleza, Stone los vio porque sabía dónde y cómo mirar.

Deslizó el teléfono móvil desde el bolsillo de la camisa y estaba a punto de enviar un sms cuando oyó la voz.

—¿Stone? Me gustaría hablar contigo.

Stone tenía el dedo encima de la tecla de envío. Reconoció la voz. Repasó rápidamente las razones por las que el hombre podría estar allí para verle.

—¿Sobre qué? —‌respondió.

—Me parece que lo sabes. Estoy seguro de que tienes una pistola y me han dicho lo bien que la manejas. Y estoy seguro de que has visto a mis hombres a pesar de todos mis esfuerzos. Así que, para que nadie resulte herido, propongo entrar en tu casa y hablar contigo. De tú a tú. ¿Te parece bien?

—¿Y si no me lo parece? —‌espetó Stone.

—Nos iremos.

—¿Por qué será que no me lo creo?

—Estamos los dos en el mismo bando.

—Pues yo no lo siento así ahora mismo.

—Te doy mi palabra. Solo quiero hablar.

—Entonces, ¿por qué vienes a estas horas con un equipo de asalto?

—Es que yo viajo así. No te lo tomes como algo personal. Pero solo quiero hablar.

Stone pensó con rapidez. En realidad no tenía ninguna ventaja. Y la información podía ser una vía de doble sentido.

—Tú solo —‌respondió‌—. Y sí que tengo una pistola. Si veo tan siquiera un punto rojo flotando en el aire, la cosa se pondrá muy fea de inmediato. ¿Entendido?

—Entendido. Voy a entrar.

—Despacio.

—Vale. Despacio.

Al cabo de unos momentos, Riley Weaver, el jefe del NIC, apareció en el umbral de la modesta casa de Stone, rodeada por los muertos y ahora también por al menos media docena de hombres armados.

32

—Cierra la puerta tras de ti —‌ordenó Stone‌—. Y apártate de la misma, hacia la izquierda.

Se levantó desde detrás del escritorio, manteniéndose fuera de la línea de fuego procedente de la ventana.

—Ábrete la chaqueta.

—No voy armado.

—Ábrete la chaqueta.

Weaver obedeció. Se sorprendió cuando una mano lo registró rápidamente.

—Eres rápido —‌dijo Weaver. Stone se apartó del hombre mientras le apuntaba con la pistola‌—. ¿Encendemos una luz? —‌sugirió—. No veo nada.

—Si no te hubieras presentado aquí con una sección de artillería te habría tratado de forma más educada. —‌Mientras hablaba, Stone no había dejado de moverse, dando vueltas alrededor del hombre. Supuso que el ex marine poseía una capacidad para la visión nocturna excelente y no se equivocó.

—Bueno, ahora te veo y sé que tú me ves —‌reconoció Weaver‌—. ¿Cómo quieres que hagamos esto?

—¿Ves las sillas que hay junto a la chimenea?

—Sí.

—Tú en la de la izquierda.

—¿Y dónde estarás tú?

—En otro sitio.

Weaver avanzó y se sentó en una silla de madera desvencijada. Giró la cabeza ligeramente hacia la derecha.

—Ya no te veo.

—Ya lo sé. ¿Qué quieres?

—Nuestra última reunión acabó de forma demasiado brusca.

—Culpa tuya.

—Lo sé. Lo reconozco. Ahora trabajamos para el NSC. Y el FBI.

—¿Y?

—Pues ¿qué te parecería colaborar con el NIC?

—Ya pertenezco a demasiadas organizaciones con siglas, gracias.

—No habéis avanzando nada desde el momento en que explotó la bomba.

—Bueno, ya tienes a tus espías de entre agencias colocados. El hombre al que sustituiste hacía lo mismo. No siempre con consecuencias positivas.

—Yo no soy Carter Gray. Ya sé que os conocíais desde hacía mucho tiempo y que la relación dejaba mucho que desear.

—Era excelente en su trabajo. Lo que pasa es que no siempre estaba de acuerdo con sus actos.

—He leído más sobre John Carr.

—Me alegro por ti. ¿Por qué estás aquí? No será solo para ofrecerme un trabajo que sabes que no aceptaré.

—Tienes el apoyo del presidente. Sé por qué.

Stone observó al hombre en la oscuridad. Estaba a tres metros de Weaver, detrás y ligeramente a su derecha. Un ángulo para matar perfecto, puesto que la mayoría de las personas eran diestras y para repeler el ataque no era normal que se giraran hacia la derecha, era demasiado incómodo. Lo lógico es que se giraran hacia la izquierda. Y entonces, por supuesto, sería demasiado tarde.

—¿Y adónde nos lleva eso? —‌preguntó.

—No soy de los que se regodea en el pasado. Ahora me interesan la bomba y las metralletas de Lafayette Park.

—Algunos dicen que es simbólico.

—¿Tú te lo crees? —‌preguntó Weaver.

—No. A los terroristas les da por el simbolismo siempre y cuando provoquen muchas muertes.

—Estoy de acuerdo. A esto dedicaron demasiado tiempo y recursos. Tiene que haber algún motivo.

—Intentaba pensar en alguno precisamente cuando has aparecido.

—Si trabajamos juntos quizá lleguemos a eso más temprano que tarde.

—Ya te he dicho que tengo a un equipo trabajando en esto.

—Estamos todos en el mismo equipo.

—Me sacaste de la cama del hospital antes de que el FBI pudiera contactar conmigo, te hiciste el matón en el NIC, ridiculizaste mi intento de decirte lo que sabía o pensaba y luego apagaste las luces cuando hice una pregunta. Si esta es tu versión del juego amoroso nunca tendrás suerte.

—De acuerdo, me lo merecía. Me hice el duro contigo y me salió el tiro por la culata. Ahora me doy cuenta.

—¿Y estás aquí para ser amable?

—¿Es tan difícil de creer?

—Pues sí. Esto es Washington, donde se comen a los jóvenes y a los mayores. Así que, una vez más, ¿por qué estás aquí?

Stone contó diez segundos para sus adentros y el silencio persistía. Alineó la silueta de Weaver con la del punto de mira. Trató de oír el sonido de las botas negras avanzando hacia él.

«No puede ser tan imbécil», pensó Stone. Actuar como distracción. A Stone no le importaba que los hombres del exterior trabajaran para el mismo gobierno que él. Tenía experiencia de sobra para saber que la ciudadanía no protegía de nada si uno se interponía en los planes de otro. O de una conspiración, lo cual para Stone era básicamente lo mismo.

—Tengo miedo, Stone.

Ese comentario inesperado hizo que Stone alzara la vista del punto de mira.

—¿Por qué?

—Porque va a pasar algo. Algo grande y no tengo ni idea de qué podría ser. Y si el jefe de inteligencia de la nación no tiene ni idea, pues, vamos, mal asunto. No quiero que se me recuerde por no haberme enterado de una gorda.

Stone se relajó un poco.

—¿Una gorda? ¿Basándote en qué? ¿Habladurías?

—Eso y mi intuición. ¿Cómo colocaron esa bomba en el agujero? ¿Por qué las metralletas no alcanzaron a nadie? Y tengo otro interrogante que creo que tú no te has planteado.

—¿Cuál?

—¿Qué pasó con el arce que ya estaba en el parque? Mis fuentes dicen que se murió de repente. Por eso tuvieron que cambiarlo. Llevaba allí décadas, como una rosa, y entonces se murió y nadie sabe por qué.

Esa información dejó paralizado a Stone. Hacía mucho que no había ido a Lafayette Park. De todos modos, recordaba ese arce, con una copa enorme y alta, un ejemplar hermoso. Que siempre había estado sano.

«Y entonces se murió. Y nadie sabe por qué.»

Se sentó al lado de Weaver y deslizó la pistola en la cinturilla. Cuando Weaver vio el arma, Stone dijo:

—Estoy autorizado para llevarla.

—Por mí no hay inconveniente. Y probablemente la necesites antes de que acabe todo esto.

—¿O sea que crees que sabotearon el árbol a propósito?

—O eso o se trata de la mayor de las coincidencias. Si no hubiera hecho falta otro árbol la bomba no habría llegado a Lafayette Park. Porque llegó en el interior de ese árbol. Creo que a estas alturas todos somos conscientes de ello.

—El agente Gross del FBI dijo que estaban investigando ese supuesto, pero no están descubriendo gran cosa.

—Qué interesante.

—¿Me estás diciendo que todavía no lo sabías?

—El FBI siempre ha ido por libre. Sin embargo, yo me mantengo al corriente. Y creo que lo que descubran por ese lado es una gran nadería.

—¿Por qué? ¿El rastro está bien oculto?

Weaver trató de mirar a Stone en la oscuridad.

—No pasaron el cepellón por el escáner. Iba a ir al parque, a la tierra. No es el árbol de Navidad para la Casa Blanca.

—¿Barrido canino?

—No estoy seguro, pero no lo creo.

—¿Por qué no?

—No tengo una respuesta concluyente al respecto.

—La ATF considera que la detonación se activó de forma remota.

—Humm.

—¿No estás de acuerdo?

—Permíteme que te diga una cosa. No hay ninguna bomba infalible. Una vez casi me quedo sin mano manejando un explosivo «infalible» mientras estaba en los marines.

—Entonces, ¿cuál es tu teoría?

—¿Podemos encender la luz? Me siento como si estuviera otra vez en el instituto birlándole algún licor a mi viejo.

—Prefiero la oscuridad.

—Bueno, como quieras. La bomba estalla mediante un detonador remoto. Probablemente un teléfono móvil. El agujero del árbol se tapa. Y la detonan justo en el momento que quieren. Pero resulta que un tío huye de los disparos, salta dentro del hoyo para salvarse y pum.

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