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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (17 page)

—Era una mentira —murmuró Carmen.

—No. Lo dije de veras; pero no te lo pude repetir, porque aquella noche mataron a tu tío y tu padre se volvió como loco. Tu madre se te llevó lejos y hasta hace una semana no te volví a ver; pero siempre pensé en aquella niña con quien hablé tantas veces en Remedios.

—¿Aún sigues enamorado de ella?

—No. Ahora estoy enamorado de ti, que eres la más parecida a aquella niña.

De pronto, Carmen apretó con fuerza la mano de Luis.

—¿Has oído? —preguntó en voz muy baja—. Parece como si alguien anduviera por aquí.

Los dos escucharon; pero la sombra que se había ido aproximando al rincón del jardín donde se encontraban se detuvo y pareció fundirse con las otras sombras que proyectaba una media luna que flotaba en un cielo sin nubes. Allí aguardó varios minutos antes de dar otro paso más silencioso que el de un felino que va hacia su presa.

—No era nada —sonrió Luis.

—Desde ayer no vivo —dijo con temblorosa voz Carmen Coronel—. Siempre temo que ocurra algo, que te quieran matar para que seas uno menos a repartir la herencia. ¿Por qué extendió papá semejante testamento? Parece como si nos hubiera odiado a todos.

—Debía de odiarnos; pero no adivino el motivo.

La sombra había llegado ya muy cerca. Tanto, que casi se confundía con las que proyectaban los cuerpos de los dos jóvenes. La luna se reflejó un breve instante en una superficie metálica. Luego se oyó un silbido, un golpe sordo, un grito cortado en seco, y en seguida, la caída de un cuerpo que quebró ramas y arbustos floridos para quedar tendido en medio de un rectángulo de luz plateada.

Al sonar el primer ruido, Luis Vanegas se colocó de forma que con su cuerpo cubriera el de Carmen, a la vez que su mano derecha desenfundaba el largo revólver que pendía de su cintura. Luego, cuando la luz de la luna reveló la figura del hombre que yacía en tierra con un puñal hundido en la espalda, hasta la cruz, Luis amartilló el arma, preguntando:

—¿Quién está ahí?

—Un amigo —contestó una voz.

—Salga de donde está —ordenó Luis Vanegas—; pero hágalo con las manos en alto.

—Guarde el revólver, señor Vanegas —replicó la voz—. Si quisiera hacerle daño podría hacérselo desde aquí, en lugar de reducir en su favor el número de herederos.

—¿Qué quiere decir? —tartamudeó Luis acercándose al cadáver, cuyo rostro quedaba parcialmente iluminado por la luna—. ¡Es Mariano Vázquez! —exclamó al reconocer al muerto.

—¡El segundo de la lista! —exclamó Carmen.

—Si lo maté, no lo hice por salvar a su novio, señorita —dijo la voz, que ahora llegaba desde más cerca.

Luis Vanegas levantó la cabeza y vio ante él a un hombre que llevaba el rostro cubierto por un negro antifaz y que vestía a la mejicana. De su cintura pendían dos revólveres.

—¿Quién es usted? —preguntó Carmen.

Fue Luis quien dio la respuesta, murmurando:

—¡
El Coyote
! —y luego agregó—: ¡Nunca creí que existiera de verdad!

—Lo ha comprobado muy oportunamente para usted —dijo el enmascarado—. No tuve más remedio que matarle, pues ya se disponía a lanzar un cuchillo contra la espalda de usted, señor Vanegas.

—¿Por qué? —preguntó el joven.

—Es usted el tercero de la lista de herederos, ¿no? Sin duda, el señor Vázquez pensó que, una vez saltado el turno al tercero, el segundo, o sea él, quedaría libre de todo riesgo.

—¿Por qué nos ha ayudado? —preguntó Carmen—. He oído hablar mucho de usted, señor
Coyote
. Unos le llaman bandido. Otros dicen que es usted bueno. ¿Quiénes tienen razón?

—Ninguno. No soy un bandido; pero no soy bueno. Sólo los débiles son buenos, porque no pueden ser otra cosa. Los fuertes solemos ser malos. Esto es una muestra —y
El Coyote
dio con el pie al cuerpo de Mariano Vázquez.

—Pero él trataba de matar a Luis —dijo Carmen.

—Sí; es cierto. Pensaba hacer una cosa mala y yo le castigué. Ya no volverá a hacer nada malo… ni nada bueno.

—Nunca olvidaré lo que ha hecho usted por nosotros —dijo Carmen.

—Tal vez algún día tenga que pedir su ayuda, señorita. Y ahora voy a seguir ayudándola. Usted debe de saber lo que son unas maniobras militares, ¿verdad, señor Vanegas? Unas maniobras militares es reñir una guerra en la cual un cartel colocado en un puente basta para que se suponga que el puente ha sido volado y no se puede pasar por él. Un pelotón de soldados que van charlando alegremente son supuestos cadáveres. Pues bien, de no haber intervenido yo, usted, señor Vanegas, sería a estas horas un cadáver, ¿no?

—Puede que…

—Tenga la seguridad de que estaría convertido en un cadáver exacto al del señor Vázquez. Es decir que, de acuerdo con las leyes de maniobras militares, usted ha sido muerto y está fuera de combate.

—Pero usted me ha salvado…

—No le he salvado. Le he transformado de cadáver en prisionero… Durante veinticuatro horas se hallará usted fuera de combate, y, de acuerdo con las cláusulas del testamento, perderá, automáticamente, todo derecho a la herencia. De esta forma quedará a salvo de los ataques de los herederos ansiosos de limitar a dos o tres el grupo que debe repartirse la herencia de don Fernando Coronel.

Luis se volvió hacia Carmen.

—¿Lo has preparado tú? —preguntó.

—No, no —se apresuró a replicar
El Coyote
—. Todo ha sido ideado y realizado por mí. Desde el lanzamiento del cuchillo contra la espalda del señor Vázquez, hasta este golpecito que me enseñó un chino…

Mientras pronunciaba estas palabras, la mano de don César cayó de plano, como si fuese un cuchillo, contra el cuello de Luis Vanegas, que sin lanzar ni un grito desplomóse sin sentido en los brazos del
Coyote
, que lo dejó en el suelo, junto al cadáver de Mariano Vázquez.

—¿Qué le ha hecho? —preguntó, llena de angustia, Carmen.

—Calmar un poco su espíritu batallador, señorita —replicó
El Coyote
—. Su padre tenía grandes motivos de odio contra trece hombres. Le habría gustado mucho vengarse; pero jamás hubiera podido matarlos a todos sin exponerse a ser ahorcado. Por eso proyectó el maquiavélico plan de que fuesen ellos mismos quienes se mataran entre sí. Creo que lo está logrando y que incluso ha logrado algo más, o sea que
El Coyote
matara a Mariano Vázquez. Su plan era, como he dicho, maquiavélico. Deja a sus enemigos una hipotética fortuna a repartir entre aquellos que queden vivos al cabo de treinta días de convivencia con los demás herederos. Y los sitúa en un lugar donde, a causa de determinadas circunstancias, no hay Ley y se pueden cometer toda clase de crímenes en la mayor impunidad.

—¿Cómo pudo hacer mi padre semejante cosa? —preguntó Carmen.

—¿No le contó su madre por qué se separó de él?

—Sólo recuerdo que me decía que mi padre era bueno; pero que, a veces, veía las cosas de muy distinta manera de como las vemos nosotros.

—Así debió de ser. Su odio exacerbado y complicado con algún trastorno mental le hizo poner en práctica esta terrible trampa. Su novio ha caído en ella. Si le dejamos, su vida seguirá peligrando. En cambio, si pasa treinta o cuarenta horas fuera del rancho, perderá sus derechos y usted tendrá un novio o un marido que, de otra manera, hubiera muerto a manos de cualquier ambicioso.

—¿De veras cree que todos esos hombres se matarán entre sí para reducir a uno o a dos el número de herederos?

—Y hasta es posible que a última hora los dos supervivientes se maten entre sí y el tesoro quede perdido para siempre. Si tiene algún reparo que oponer, me retiraré y no trataré de seguir ayudándoles.

—No; haga lo que usted crea más conveniente… Pero sálvele la vida.

—Se la salvaré con la condición de que usted me cuente algunas cosas acerca de su familia.

—¿Qué desea saber?

—Ahora nada; pero a su debido tiempo la visitaré para hacerle unas preguntas. Ahora llevaré a su novio a un lugar seguro y dentro de un día y medio se lo devolveré sano y salvo y asegurado de accidentes.

—¿Por qué nos quiere ayudar? —preguntó Carmen en tanto que
El Coyote
cargaba sobre su hombro el cuerpo de Luis Vanegas.

—Porque son ustedes jóvenes —sonrió
El Coyote
—. Nunca me ha gustado ver unos ojos jóvenes y tan bonitos como los suyos humedecidos por las lágrimas, y mucho menos, ver cerrados para siempre unos ojos como los de su novio. Ahora sólo le pido que no diga a nadie que
El Coyote
ha intervenido en este asunto.

—Pero preguntarán los motivos de la desaparición de Luis…

—Deje que supongan lo que más les guste.

—No podré resistir mucho tiempo esta situación —murmuró Carmen Coronel—. Usted no sabe lo que es vivir en medio del odio.

—Haremos lo que podamos para que la situación se abrevie lo más posible. Entretanto me llevaré a su novio y le ocultaré hasta que pueda volver sin ningún riesgo.

—Yo le creo muy bueno, señor —dijo Carmen, tendiendo la mano al
Coyote
, quien se la llevó a los labios y la besó suavemente, partiendo en seguida a través del bosque.

Cuando Carmen dejó de oír sus pasos volvió hacia el rancho de su padre, preguntándose qué motivos pudo tener el autor de sus días para odiar con tanta intensidad a trece hombres hasta el punto de condenarlos a que se destrozaran entre sí por una cantidad de dinero.

Capítulo V: Los herederos de don Fernando

Los huéspedes de la hacienda vivían casi todo el día encerrados en sus habitaciones. La ausencia de Mariano Vázquez y de Luis Vanegas fue interpretada aquella noche como una prueba segura de que el número de herederos habíase reducido en dos más, o sea, a diez. Nadie expresó asombro ni miedo, y cuando fue hallado el cadáver de Vázquez, se le enterró en el cementerio del rancho Coronel, junto a la tumba en que reposaba Henry Hancock. Carmen observó que eran varios los que miraban de reojo y con rencor a Juan Nepomuceno Mariñas. Le creían autor de varios crímenes, y el menor motivo podría servir para que aquellos hombres tan rudos y salvajes convirtieran los salones del rancho en un campo de batalla. Al principio sólo algunos exhibían las armas de que eran portadores, mas después de la muerte de Redondo ni uno sólo dejó de ir provisto de un revólver o dos.

Ya no se comía en la mesa rectangular. La mayoría de los herederos lo hacían en sus habitaciones, con la puerta cerrada o trancada. Carmen e Irina eran las únicas que comían en el comedor. Dos días después de la muerte de Vázquez y de la desaparición de Vanegas, Irina preguntó de pronto a Carmen, durante el desayuno:

—Usted sabe que Luis Vanegas no ha muerto, ¿verdad?

Carmen miró, inquieta, a Irina, quien, adivinando lo que pasaba por el pensamiento de la joven, sonrió tristemente.

—De todas formas ya ha perdido su derecho a la herencia —dijo Carmen.

—Aunque no lo hubiese perdido, mi esposo no habría intentado nada contra él. No es el peor de los que se encuentran aquí.

—Su fama es terrible.

—Ha dejado ya atrás su pasado y ha emprendido una nueva vida.

—Pero se dice que dos hombres murieron a sus manos.

—Unos jueces le condenaron a muerte —dijo Irina—. Faltaban sólo unas horas para su ejecución; pero entonces intervino otro juez que lo indultó y le ayudó a huir.

—¿Quién fue ese juez? —preguntó Carmen.


El Coyote
.

Carmen se sobresaltó.

—¿Es amigo suyo
El Coyote
? —preguntó.

La mirada de Irina se perdió en un punto vago.

—Sí —dijo al fin—. Yo estuve enamorada de él. Tal vez aún lo estoy. Espero que acuda a ayudarnos.

—¿Por qué espera que venga
El Coyote
? —preguntó Carmen.

—Le envié un mensaje. Estoy segura de que lo escuchará.

—¿Fue usted quien…?

Irina apretó fuertemente la mano de Carmen.

—¿Está aquí
El Coyote
? —preguntó, llena de ansiedad.

Carmen no se atrevió a contestar, mas por la expresión de Irina comprendió que ésta adivinaba.

—Fue
El Coyote
quién arregló lo de su novio, ¿verdad? —siguió Irina.

—No puedo decir nada —contestó Carmen.

—Por favor, si vuelve a verle, pídale que me busque. Necesito hablar con él.

Carmen se vio librada de la respuesta por un coro de voces que sonaron ante la puerta principal del rancho. Seguida por Irina fue a ver qué ocurría. Frente al rancho cinco hombres estaban hablando a la vez, tratando de explicar lo mismo, pero haciéndolo cada uno a su manera.

—Son los criados que pedí a San Francisco —explicó Marcos Ibáñez, cuando Carmen se acercó a preguntarle los motivos de aquella algarabía—. Ha debido de haber algún error, pues sólo dos de ellos sirven para criados; los otros tres son peones.

—Pero sabemos guisar muy bien —dijo uno de los tres peones—. Mis hermanos y yo hemos sido cocineros de varios equipos de vaqueros.

Irina observó atentamente a los tres hermanos. Aquellos hombres no le eran totalmente desconocidos. Los había visto en alguna parte; pero no podía precisar dónde.

—No teniendo nada mejor, debemos aceptarlos en lo que valen —dijo Marcos Ibáñez—. Siempre serán mejor que los indios que ahora nos sirven. ¿Cómo os llamáis?

Los tres hermanos se llamaban Juan, José y Pedro Sánchez, y los otros dos eran Jesús Roldan y Martín Hidalgo. Marcos Ibáñez los guió hacia la cocina y les expuso cuáles eran sus obligaciones. Juan y José Sánchez se quedarían en la cocina y harían lo posible por preparar comidas apetitosas para los que se encontraban en el rancho. Los otros tres harían las camas y limpiarían la casa. Marcos Ibáñez esperaba escuchar protestas y temía que los cinco hombres no se quisieran quedar allí; pero en cuanto anunció que el sueldo de cada uno de los criados sería de cinco dólares diarios, con un mes de trabajo asegurado, todas las protestas, si estaban a punto de producirse, fueron acalladas y en los cinco rostros brillaron otras tantas sonrisas.

Aprovechando esta favorable circunstancia, Marcos previno a los cinco criados que no debían asombrarse de nada de cuanto viesen, ya que en la hacienda podían ocurrir cosas algo raras; pero que sólo interesaban a los huéspedes, y en modo alguno a los criados.

—Mientras no os falte ni la comida ni el sueldo, deberéis ver, oír y callar —terminó Marcos.

Aquella tarde, Luis Vanegas regresó al rancho Coronel. Los ocupantes del mismo se encontraban en la terraza, respirando lo único puro que allí había: el aire.

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