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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (13 page)

Nadie se movió; pero don César vio por entre sus entornados párpados cómo la mirada de Tiburcio Cadenas se posaba en el viajero a quien Echagüe había visto introducir algo en el bolsillo de su vecino.

—Está bien —siguió el bandido—. Continuaremos. ¿Quién eres tú?

—Me llamo Romualdo Pacheco, señor —respondió el nuevo interrogado, un grueso mejicano que parecía sudar manteca derretida—. Vengo de Los Ángeles y voy a San Francisco a vender una partida de vacas…

—¡Cállate! —ordenó el maleante, comenzando, por si mismo, a registrar los bolsillos del mejicano. Encontró algunas cartas y documentos, así como una cartera llena de billetes de banco. Esta última se la tendió a uno de sus hombres, provocando un abatido suspiro en Romualdo Pacheco, que no se atrevió a expresar mejor su angustia.

—Sin ese dinero pesarás algo menos —dijo el bandido—. Y eso te conviene. Si tuviera tiempo te haría azotar para quitarte el exceso de grasa que llena tu cuerpo.

—Sí, señor —gimió Pacheco—. Tiene usted razón.

El bandido se apartó de él y preguntó al siguiente viajero:

—¿Quién eres?

—Francisco Reyes, de San Lucas… Voy a San Francisco a comprar maíz.

El comprador de maíz se interrumpió bruscamente cuando el bandido que le registraba le sacó del bolsillo una cartera de piel que ofreció al jefe. Éste la abrió y comenzó a examinar su contenido. Por la lentitud con que leía los documentos extraídos de la cartera era fácil comprender que en ellos encontraba el bandido grandes motivos de interés. Varias veces quiso Reyes decir algo; pero el bandido que le vigilaba le obligó a callar. Cuando el jefe hubo terminado el examen de los documentos, devolvió la cartera a Reyes, diciendo:

—Bien, Francisco, bien. Por fin volvemos a encontrarnos. Creíste que no te reconocería, ¿verdad? Han pasado años y has cambiado bastante; mas sigues siendo el canalla que me traicionó.

—Pero… señor… Usted se confunde.

—El que se confunde eres tú, Francisco; pero pronto te convenceré.

Mientras hablaba, el bandido desenfundó el revólver y con rápido movimiento lo amartilló.

—¡No! ¡No! ¡Por Dios!…

Tres rápidos disparos convirtieron en un estertor la invocación del infeliz que, doblándose hacia adelante, giró lentamente sobre sí mismo y cayó por fin a los pies del bandido.

Un cuarto disparo terminó con las convulsiones del caído cuerpo. Luego se hizo un profundo silencio, del que brotaron, primero, unos apagados gemidos que lanzaba Romualdo Pacheco, en seguida la voz del bandido, que, mientras extraía del cilindro de su revólver las cuatro cápsulas vacías y las sustituía por otros tantos cartuchos nuevos, declaró:

—Dicen bien quienes aseguran que
El Diablo
no olvida ni perdona.

Luego, volviéndose hacia sus hombres, ordenó:

—Desenganchad los caballos de la diligencia y de ese coche y lleváoslos con vosotros.

Y otra vez, dirigiéndose hacia los viajeros, prosiguió:

—Perdonen las molestias que les ocasiono, caballeros; pero debo tomar algunas precauciones y lamento no poder confiar en que ustedes no se apresurarían a lanzar en pos de mí algún celoso
sheriff
: y a su gente. Por tanto, les privaré de toda posibilidad de seguir su viaje cómodamente. No muy lejos encontrarán una casa donde les darán cobijo por esta noche. Mañana tal vez puedan encontrar caballos para sus carruajes. En cuanto a usted, don César, aquí tiene la cartera del señor Pacheco. Hay en ella dinero de sobra para pagarle los animales que nos llevamos. Adiós y buena suerte.

Montando a caballo, el jefe de los bandidos se alejó seguido por sus hombres, dejando a los viajeros reunidos en torno al cadáver de Francisco Reyes o Francisco Redondo.

Capítulo II: En el rancho Coronel

Dirigiéndose hacia los demás viajeros, don César de Echagüe comentó:

—Creo que debemos hacer algo, señores.

—¡Claro que debemos hacerlo! —chilló Romualdo Pacheco—. Mi cartera…

—Aquí la tiene —interrumpió don César, tendiendo la cartera a su dueño, que se apresuró a cogerla.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó John Temple.

—Ante todo, ver si ese pobre hombre está muerto o no —propuso Echagüe.

—Está muerto del todo —dijo el viajero que se encontraba a su izquierda, agregando—: No sé quién era; pero sí puedo afirmar que en su pecado llevó la penitencia. Debió de quitarme la cartera durante el viaje y más tarde se encontró con que pagaba con la vida su delito. Yo soy en realidad Francisco Redondo y a mí era a quien buscaba
El Diablo
.

—¿Cree que el bandido que nos atacó era de veras
El Diablo
? —preguntó otro de los viajeros.

—Él lo dijo —replicó el verdadero Francisco Redondo, que estaba recogiendo sus documentos.

—Puede que sí lo dijese —declaró otro viajero—. Habló de que
El Diablo
no perdona ni olvida; pero creí que Juan Nepomuceno Mariñas no se atrevía a permanecer en California después de lo que hizo en Los Ángeles
[2]
.

—Al
Diablo
le sobra audacia para eso y para mucho más —comentó Francisco Redondo—. Además, tiene que dirigirse al rancho Coronel y habrá aprovechado la oportunidad, aunque no comprendo por qué deseaba matarme.

—Entonces, a ese hombre lo ha matado por error, ¿no? —preguntó John Temple.

—Claro —replicó Francisco Redondo—. A mí era a quien quería matar.

—¿Y él era Francisco Reyes? —Preguntó don César, acercándose al cadáver—. Sería curioso averiguar si lleva otra documentación.

Tiburcio Cadenas se acercó también y sin reparo a mancharse de sangre registró los bolsillos interiores del traje del muerto y sacó otra cartera en la cual aparecieron suficientes papeles a nombre de Francisco Reyes para que no cupiesen demasiadas dudas acerca de la identidad del asesinado.

—Ha sido usted muy afortunado —comentó don César.

—Mucho —dijo Tiburcio Cadenas, con cierto retintín en la voz. Luego agregó—: Creo que lo mejor será enterrarlo y más adelante dar aviso a las autoridades del condado. En la diligencia tengo un pico y una pala por si ocurre algún accidente durante el viaje. Los utilizaremos para esto.

Ayudado por Morales, Cadenas abrió una sepultura bastante profunda y a ella fue descendido el cuerpo de Francisco Reyes. Cuando terminó la breve oración fúnebre que le dedicaron sus compañeros y don César, éste propuso:

—Busquemos la casa de que habló nuestro interesante bandido.

—La única vivienda cercana es el rancho Coronel —dijo Tiburcio Cadenas—. Está a unos quince minutos de aquí.

—¿Puede guiarnos? —preguntó don César.

—Claro —respondió Cadenas, como ofendido de que pudiesen dudar de su capacidad para algo tan sencillo—. Síganme.

Cada uno cargó con su equipaje y Matías Alberes con el de don César. Así siguieron a Tiburcio Cadenas, quien, después de conducirles un rato por la carretera, se desvió por un amplio y bien cuidado camino, a cuya entrada se veía un cartel con esta inscripción:

Camino particular RANCHO CORONEL.

Al principio el camino discurría entre dos masas de robles y encinas. Más adelante el bosque se aclaraba y los viajeros pudieron ver a lo lejos una gran y vieja construcción de tipo colonial.

—Es el rancho —explicó Tiburcio Cadenas, sin volverse hacia los que le seguían.

Tras una media hora más de los quince minutos prometidos por el malhumorado conductor de la diligencia, los viajeros llegaron ante la puerta del rancho, en la cual esperaba ya un hombre de cabellos negros y encorvada espalda, cuyos oscuros ojos escrutaron suspicazmente, uno por uno, a los nueve desconocidos que estaban ante él.

—¿Qué quieren? —preguntó, al fin, en español.

—Nos ha ocurrido un accidente —explicó Cadenas—. La diligencia fue asaltada por
El Diablo
, que mató a uno de los que iban en ella.

Al hombre pareció despertársele un súbito interés por los viajeros y por sus problemas.

—¿A quién mató? —preguntó.

—Creyó matarme a mí; pero se equivocó y mató a otro —dijo Redondo, adelantándose hacia el viejo y explicando—: Soy Francisco Redondo. El notario señor Marín me envió una carta y una copia del testamento.

—Ya sé, ya sé, señor Redondo —interrumpió el criado—. Es usted el único que faltaba por llegar. Celebro que no le haya ocurrido nada. Don Pablo Marín le aguardaba ayer. La lectura oficial del testamento se ha retrasado ya muchos días. En cuanto a los señores…

—¿Es que no se les podrá alojar? —preguntó Redondo.

—El señor ya conoce las cláusulas del testamento de don Fernando —recordó el criado.

—Es verdad —replicó Redondo—. Tendrán que marcharse. No se puede permanecer aquí.

—¿Por qué no han de poder quedarse? —preguntó una voz femenina.

El servidor se volvió hacia la muchacha que acababa de aparecer en la puerta.

—Señorita Carmen —dijo—. No debía usted haberse levantado aún.

—¿Les ha ocurrido algún accidente a esos caballeros, Marcos? —siguió preguntando la joven.

—Fueron asaltados por unos bandidos, que mataron a uno de ellos.

—Además de eso se llevaron nuestros caballos, dejándonos en una situación muy apurada —intervino don César—. Si no pueden darnos alojamiento en esta casa, tendremos que seguir el viaje a pie, a menos que puedan prestarnos algunos caballos.

—Todos nuestros animales son de montar, no de tiro —dijo el llamado Marcos.

—Que pasen la noche en casa —dijo la muchacha—. Mañana por la mañana puede ir uno de ellos en busca de los caballos que les hacen falta. Creo que es lo menos que podemos hacer en su favor.

—Basta con que usted lo desee para que así se haga, señorita Carmen —dijo Marcos. Y dirigiéndose hacia los viajeros, agregó—: Entren ustedes, señores.

—Pero… si se quedan deberán oír… —empezó Francisco Redondo.

—¿Y qué más da que asistan a la lectura del testamento de mi padre? —Preguntó la joven con irritado acento—. Si él dispuso que a la lectura de su última voluntad debían hallarse presentes cuantos se encontraran en la casa en aquel momento, no por ello debemos faltar a las más elementales normas de la ley de la hospitalidad a fin de que sólo se encuentren presentes los que figuran como herederos.

—Desde luego, señorita —intervino Marcos—. Basta con que usted no se oponga a que estos caballeros pasen la noche aquí para que puedan hacerlo sin ningún inconveniente.

—Sí, sí, deseo que se queden —dijo Carmen Coronel.

—Muchas gracias, señorita —dijo don César—. Creo que todos se lo agradecen tanto como yo, y creo también que todos procuraremos causarles las menores molestias posibles.

—La casa es bastante grande para que nadie moleste a nadie. Cuando el rancho se empezó a construir se pensó dedicarlo a convento; luego se transformó en un rancho… ¿Es usted californiano?

—De Los Ángeles, señorita —replicó don César—. Me llamo César de Echagüe y soy propietario de dos excelentes ranchos.

—Yo soy Carmen Coronel. Mi padre murió hace dos meses y dejó un testamento algo extraño… Por eso han venido a esta casa muchas personas que estarían mejor fuera de ella.

Al decir esto, Carmen Coronel miró duramente a Francisco Redondo, que hizo como si no hubiese oído las palabras de la joven.

—Tendrán que pasar la noche en casa y escuchar la lectura del testamento —siguió Carmen, guiando a don César hacia el interior del rancho.

Éste se hallaba amueblado con gran lujo, con profusión de valiosos y notables muebles antiguos. Sus constructores debieron de hallar gran dificultad en alterar por completo los planes del proyectado convento, y la enorme casa era, en su parte interior, un verdadero convento, con altos techos, abundancia de arcos y una frialdad que en vano se trataba de disimular con tapices, muebles y abundantes cuadros.

—Ése es el último retrato que se hizo papá —dijo Carmen, indicando un retrato al óleo que se hallaba colocado sobre la chimenea del vestíbulo.

Don César observó curiosamente el duro rostro de un hombre de cabellos y ojos negrísimos, que parecía mirar con odio a cuantos se encontraban ante él. Vestía a la moda californiana, y la parte inferior de su rostro desaparecía tras una muy poblada barba entrecana.

—Creo que los demás también deben presentarse —dijo don César, volviéndose hacia los viajeros—. Conozco al señor Temple y al señor Romualdo Pacheco, así como al señor Redondo; pero a los otros dos caballeros no tengo el gusto de conocerlos ni de haber oído sus nombres.

—Soy William Chapman —dijo uno de los dos cuyos nombres ignoraba don César—. Me dedico al comercio de fincas y grandes propiedades. Regresaba de Monterrey.

—Y yo soy Henri Hancock —explicó el otro viajero, cuyo traje, finas manos y pálido rostro le denunciaban como jugador profesional—. Iba a San Francisco cuando ocurrió el incidente de que le han hablado, señorita.

No indicó cuál era su profesión, que ya todos habían adivinado, ni de dónde venía, ya que todo el Oeste era como un mismo pueblo para los de su clase, y lo mismo podía proceder de Los Ángeles o Monterrey que de un poblado minero perdido en las sierras.

—Marcos les indicará cuáles son sus habitaciones —dijo la joven. Y dirigiéndose especialmente a don César, explicó—: Marcos Ibáñez era el criado de confianza de mi padre. El único que ha querido permanecer en la casa. Los demás se marcharon cuando mi padre agonizaba. Creo que no tenía muy buen carácter.

Tanto los viajeros como Cadenas y Morales fueron conducidos a sus habitaciones. En la disposición de éstas se confirmaba la impresión de que la casa había sido proyectada como convento, pues más que cuartos eran celdas conventuales. Cada dos celdas habían sido convertidas en una habitación, que así cobraba la amplitud necesaria. A don César le fue adjudicada una mayor que las otras, adjunta a la cual había otra más reducida para el criado. Las dos estaban amuebladas con recios y antiguos muebles de caoba.

Antes de cerrar la puerta, Marcos Ibáñez anunció:

—Deberán perdonarnos si la cena no es enteramente de su gusto; pero, como ya dijo la señorita Carmen, los criados se marcharon y hemos tenido que recurrir a los servicios de unas indias que no son todo lo eficientes que fuera de desear.

—Tenemos que agradecerles demasiado el favor que nos hacen al permitirnos pasar aquí la noche para que pensemos en criticar cosa alguna —replicó don César.

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