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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica

 

Episodios 23 y 24 de las aventuras de don César de Echagüe, un hombre adinerado, tranquilo, cínico, casi cobarde. Oculta así su otra personalidad: él es el héroe enmascarado «el Coyote», el justiciero que defenderá a sus compatriotas de los desmanes de los conquistadores yanquis, marcando a los malos con un balazo en el lóbulo de la oreja.

José Mallorquí

La esposa de don César/La hacienda trágica

El Coyote 023-024

ePUB v1.0

Cris1987
01.01.12

José Mallorquí, 1946.

Ilustraciones: Julio Bosch y José Mª Bellalta

Diseño portada: Salvador Fabá

Cris1987 (v1.0)

ePub base v 2.1

Capítulo I: Un hombre asustado

Borax
MacAdoo miró fijamente al carcelero mientras éste abría la puerta de la celda. Había llegado el temido momento de ser puesto en libertad. Durante tres días había permanecido en la cárcel de Los Ángeles y, al revés que la mayoría de los presos, aquel instante se le antojaba el más peligroso de todos los de su vida.

—Ya estás libre,
Borax
—dijo el carcelero, haciéndose a un lado y evitando la mirada del preso.

—Cecilio: te daré cien dólares si me dejas encerrado unos días más —dijo MacAdoo—. ¿Sabes la cantidad de cosas que tú podrías hacer con cien dólares?

Cecilio Castro miró, temeroso, al preso. De tener valor para ello hubiera dicho que cien dólares son muy pocos dólares para vender por ellos su propia vida. Y la vida sería lo que perdería si llegaba a aceptar la oferta del minero.

—No puedo hacerlo,
Borax
—replicó—. Debes salir de aquí ahora.

—¿Ahora mismo? ¿Por qué no más tarde?

—Ahora se cumplen los tres días.

—Si a todos los borrachos de Los Ángeles los encerraseis tres días en la cárcel, necesitaríais una cárcel capaz para tres mil personas —dijo irónicamente MacAdoo—. Y veo todas las celdas vacías.

—Sólo se les encierra cuando arman escándalo como los que tú armas cuando te emborrachas.

—Es curioso que sólo me emborrache en Los Ángeles —dijo
Borax
—. Es decir, en el sitio donde menos bebo, un par de copas me tumban; en cambio, en otros sitios he bebido una botella entera sin que me ocurriese nada.

—Tal vez sea cosa del clima —sugirió Cecilio—. Vamos, sal de la celda.

Borax
MacAdoo siguió al carcelero hasta el despachito de la pequeña prisión. Abriendo uno de los cajones de la mesa escritorio que se encontraba en un rincón de la estancia, Cecilio sacó una bolsa de papel y vació su contenido encima de la mesa.

—Aquí está todo lo tuyo —dijo—. Compruébalo por ti mismo.

MacAdoo examinó los documentos que contenía su cartera, así como los siete mil dólares que guardaba en ella. No faltaba ni un centavo.

—Eres más honrado de lo que imaginaba, Cecilio —dijo—. ¿Por qué no te aprovechas para quedarte una parte del dinero? Hubieses podido decir que me lo quitaron mientras estaba borracho. Yo te habría creído.

—No se me ocurrió esa solución —declaró Cecilio.

—Eso demuestra que eres más decente de lo que tú mismo supones. O acaso más tonto. Quédate con los siete mil dólares y envía a su destino una carta.

La frente de Cecilio se perló de gotitas de sudor. ¡Aquella tentación!

—No… no puedo hacerlo,
Borax
. Te aseguro que si me fuese posible lo haría.

—¿Y si te diera unos puñetazos? ¿No tendrías que encerrarme?

Cecilio negó con la cabeza.

—No… Debes salir. Coge tu dinero, tus documentos y… tus armas.

Al decir esto, Cecilio Castro empujó hacia el preso dos revólveres «Colt» con sus fundas y su cinturón canana. Cecilio había sido educado en la misión de San Luis Obispo. Casi todo cuanto allí le enseñaron fue olvidado totalmente; pero algo, muy poco, quedó en el alma del californiano. Por eso, no pudiendo resistir más, declaró:


Borax
, tú has sido buen amigo mío. Me has ayudado alguna vez y… En fin, no puedo decirte nada más que esto: Quieren matarte y lo harán en cuanto salgas. Creo que ya lo supones, ¿verdad?

—Sí, ya lo supongo. Lo he temido desde que me encerrasteis aquí. ¿Es cosa de don Jerónimo?

—No puedo decírtelo —replicó Cecilio, en tanto que su rostro expresaba claramente que
Borax
MacAdoo no iba descaminado en sus sospechas. Luego prosiguió—: ¿Por qué no vendes tus denuncias en el Valle de la Victoria?

—Porque tengo fe en ellas. Lo mismo le ocurre a don Jerónimo. Él también tiene fe en esas tierras.

—¿De qué te servirán si mueres?

—Aún no me han matado.

—Están más cerca de hacerlo de lo que tú crees. Vende.

—Cecilio: entrega mi carta al comandante del Fuerte Moore. Él enviará una escolta de soldados. Te daré diez mil dólares.

El carcelero movió negativamente la cabeza.

—No puedo hacerlo. No te ayudaría en nada y, en cambio, me perjudicaría mucho. Ya hago demasiado al advertirte. Además, no sé nada. Lo único que puedo hacer por ti es ir a anunciar que te desprendes de tus tierras del Valle. ¿Por qué no te decides a venderlas?

Cecilio hablaba suplicante.

MacAdoo sonrió. Si había llegado el momento de jugarse la vida a cara o cruz, estaba decidido a tentar la suerte, aunque sospechaba que sus adversarios utilizarían una moneda en que ambos lados serían idénticos.

—Ya veo que no puedo conseguir nada —dijo—. Si al menos supiese lo que pretenden… Bien; saldré de la cárcel. Cecilio, el que va a morir te saluda.

Cecilio Castro no se atrevió a aceptar la mano que le tendía MacAdoo. Con temblorosa voz, declaró:

—Te aseguro,
Borax
, que quisiera poder hacer algo por ti. ¿Por qué no vendes tus tierras? Eso sería lo prudente.

—No las venderé. Si yo me quedo sin ellas, don Jerónimo no podrá tampoco adquirirlas.

¿Era eso cierto? MacAdoo no estaba muy seguro de que don Jerónimo no hubiese ideado algún plan para quedarse como único dueño del Valle de la Victoria, que ahora compartía con él.

Se ciñó los revólveres al cinto, comprobó que seguían cargados, aseguróse de que salían fácilmente de las fundas, y, por último, dejó sobre la mesa quinientos dólares, diciéndole a Cecilio:

—De todas formas, te los regalo. Si me han de matar, tú podrás disfrutar de ellos mejor que yo.

Hasta mucho después de haberse marchado
Borax
, Cecilio no se atrevió a coger el dinero y guardarlo.

Por su parte, MacAdoo salió de la pequeña prisión, y al llegar a la calle se detuvo un momento a contemplar la gente que transitaba a aquellas horas por allí. Si lograba llegar a su hotel… Desde allí podría pedir ayuda al fuerte.

Mientras permanecía a la puerta de la prisión iba trazando y desechando diversos y audaces planes. Todo parecía tranquilo. Sin duda, nadie intentaría nada contra él mientras estuviese cerca de la cárcel y del edificio donde la escasa y poco eficaz policía de Los Ángeles tenía su cuartel general. ¿Y si subiera a pedir ayuda a Mateos? Mas, ¿qué le diría? ¿Que don Jerónimo deseaba quitarle sus tierras del Valle de la Victoria? Él sabía que esto era cierto; pero no tenía ninguna prueba tangible de dicha certidumbre.

De pronto vio avanzar por la acera a una mujer hermosa, vestida con discreta elegancia; joven, de expresión a la vez bondadosa y enérgica. Una súbita inspiración le asaltó. Quitándose el sombrero fue al encuentro de la mujer, cuya expresión se trocó en desconfianza.

—Perdóneme, señorita —dijo MacAdoo—. Quisiera pedirle un favor.

La mujer acentuó su desconfianza, acompañándola de altivez. Luego miró hacia la puerta de la cárcel, y de allí condujo su mirada hasta MacAdoo. Éste, comprendiendo lo que pensaba la mujer dijo:

—Sí; acabo de salir de la cárcel. Por eso necesito un favor.

La mano de la mujer fue hacia el bolso que pendía de su brazo. MacAdoo lo contuvo con un ademán.

—No, señorita, no es dinero lo que necesito —dijo—. Es su ayuda personal. Mi vida corre peligro. Quieren asesinarme.

El interés apareció por primera vez en los ojos femeninos.

—¿Por qué quieren asesinarle? —preguntó.

—No lo sé; pero no me cabe duda alguna acerca de las intenciones de mis enemigos.

—¿Quiénes son sus enemigos?

—Sólo tengo sospechas. No puedo acusar a nadie.

—¿Y qué puedo hacer por usted?

—Quisiera llegar hasta mi hotel. Una vez allí estaré algo más seguro. Si usted me acompañara, creo que no se atreverían a intentar nada contra mí.

—¿Por qué no iban a intentar nada contra usted yendo conmigo? ¿Es que sabe quién soy?

—No, señorita; pero…

—Soy casada.

—Perdone mi error, señora. Como no vi ninguna alianza en sus manos…

La mujer se turbó. Haciendo un esfuerzo, dijo:

—Soy la esposa de don César de Echagüe.

—¿El propietario del Rancho de San Antonio y del Rancho Acevedo?

—Sí.

—No sabía que estuviese casado. Perdone mi ignorancia.

Guadalupe respiró profundamente. Sentía un amargo placer en decir a quienes lo ignoraban que ella era la esposa de don César; pero ¿lo era en realidad? No… no lo era. Su matrimonio era una burda… Haciendo un esfuerzo alejó aquellos pensamientos. No quería amargarse.

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