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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (12 page)

Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos de Anita.

—Ya me callo —gimió.

—¡Vaya por Dios! ¿Se puede saber por qué lloras?

—Me ha hablado usted así… Y yo sólo deseo servirle…

—Perdóname; pero… ¿por qué demonios se habrá marchado Lupe?

—Quizá… porque cree que usted no la quiere.

—¡Pero si estoy loco por ella!

—Como el señor sabe disimular tan bien… A lo mejor…

—¡Claro! Eso es. A lo mejor la he convencido. ¡Pronto! Que arreglen mi equipaje más ligero.

—¿Se marcha el señor?

—Sí. Me voy a San Francisco.

De nuevo las lágrimas llenaron los ojos de Anita.

—¿Puedes decirme por qué lloras ahora, criatura?

—Porque… porque… Porque pienso en lo feliz que será la señora cuando le vea llegar.

Y sollozando por todo lo alto, Anita salió del cuarto, dejando a don César recapacitando, como antes lo hiciera su hijo, acerca de lo extrañas que son las mujeres.

—Ahora comprendo por qué en las fuentes siempre que pueden colocan estatuas femeninas. Una mujer sin humedad en los ojos es algo incomprensible e inaudito.

Pero ¿por qué se habrá marchado Lupe? ¿Cómo no se había dado cuenta de que él estaba loco por ella? ¡Pero si todo estaba tan claro! Él se había dado cuenta desde el principio de que estaba enamorado. Y ella, en cambio…

Saltando de la cama, don César empezó a dar grandes voces, orden tras orden, y una hora después marchaba en pos de Guadalupe hacia San Francisco y, sin sospecharlo, hacia una de sus más peligrosas aventuras.

Capitulo I: El asalto a la diligencia

Tiburcio Cadenas se sentía feliz. Muy feliz. Tiburcio era uno de esos hombres que nunca se sienten felices y satisfechos; que maldicen cuando llueve porque no hace sol; que se quejan cuando hace sol porque no llueve; que echan pestes del calor y añoran el frío cuando hace calor, y que añoran el calor cuando hace frío y entonces juran como condenados. En resumen: Tiburcio era uno de esos que quisieran cambiar el mundo por completo, enmendar la plana al que lo hizo y que a última hora lo dejarían todo tal como está en estos momentos, quedándose muy satisfechos por la magnífica obra realizada.

El motivo de que por una vez en su vida Tiburcio se sintiera plenamente feliz era bastante complejo. Se sentía feliz porque los seis caballos que tiraban de la diligencia eran muy veloces y estaban aún frescos. Se sentía feliz porque la diligencia era lo bastante grande para obstruir casi toda la carretera entre San Francisco y Los Ángeles. Se sentía feliz porque hacía tiempo que no llovía y la carretera hallábase alfombrada por un palmo de polvo que era levantado por los cascos de los seis caballos y las ruedas de la diligencia. Claro que todo esto no explica satisfactoriamente el hecho de que un hombre tan difícil de contentar se sintiera complacido de los caballos, a los que hasta poco antes había llenado de improperios; de la diligencia, que en otros momentos consideraba una cárcel; del sol que quemaba como el plomo derretido y del polvo que amortiguaba el batir de los casos, pero que luego se metía dentro del vehículo, manteniendo a los viajeros en medio de una densa niebla calina que casi les impedía verse unos a otros.

Pero aquel polvo que fastidiaba a sus viajeros y también le fastidiaba a él y a Carlos Morales, su compañero, fastidiaba mucho más al
imbécil
de don César de Echagüe, que en su buen coche iba detrás de él, tratando inútilmente de pasarle, pues la estrechez de la carretera se lo impedía y, además, Tiburcio Cadenas no estaba dispuesto a dejarle sitio. Mientras don César marchase a cuarenta o cincuenta metros de él, todo el polvo que levantaba la diligencia iba a molestar al acaudalado estanciero. Esto satisfacía a Tiburcio y, además, le hacía sentirse importante.

Por su parte, don César se hallaba recostado contra un rincón de su coche, envuelto en un largo guardapolvo con el que trataba de defender su traje de la polvareda que se metía dentro del carruaje. Con un gran pañuelo de hacer paquetes se cubría la cara y, mal que bien, iba conservando la respiración. De cuando en cuando reunía fuerzas para gritarle a Matías Alberes, su criado, que guiaba los caballos:

—¡Pásale de una vez!

De no haber sido mudo, Matías habría dicho que si algo había deseado alguna vez con toda su alma era el adelantar a aquella condenada diligencia, de la cual no veía otra cosa que el denso penacho de polvo que dejaba atrás, y a la que maldecía mentalmente con todas sus energías.

Varias veces el criado de don César llevó sus caballos hasta que rozaron las ruedas de la diligencia; pero el conductor de ésta hizo caso omiso de los deseos de los viajeros que iban tras él y no se apartó ni un centímetro. Hasta el próximo parador no podrían, ni don César ni Matías, vengarse de Tiburcio Cadenas y hacerle tragar todo el polvo que él les había echado a la cara.

—¡Déjale ya! —Gritó al fin, entre violentas toses, don César—. Que siga adelante y salgamos de esta nube.

Cuando don César terminó de dar esta orden empezó a toser y a ahogarse a causa de la gran cantidad de sequísimo polvo que se le había metido camino de los pulmones. Abatido, envolvióse de nuevo con el pañuelo y se recostó contra el rincón, pensando que era un hombre muy desgraciado y que le ocurrían cosas tan extraordinarias que merecían figurar en un libro de narraciones fantásticas. Sólo a él podía sucederle tener que perseguir a su esposa para asegurarle que estaba enamorado de ella y contarle que había luchado para realizar lo que la joven creía haberle pedido en vano.

Matías Alberes redujo la velocidad de los caballos y comenzó a salir de la nube de polvo.

Tiburcio Cadenas observó la maniobra y se sintió feliz a medias. Si por una parte lograba que don César viera fracasar sus esfuerzos por adelantarle, por otra parte perdía el placer de empolvarle. Por ello también él tiró de las riendas de los caballos, a fin de que a menos que el conductor del carruaje de don César se detuviera, tuviese que seguir rodeado de polvo.

La atención de Tiburcio Cadenas fue devuelta, violenta e inesperadamente, a las realidades del mundo en que se encontraba. Ocho jinetes con el rostro enteramente cubierto por unas oscuras máscaras acababan de aparecer frente y a ambos lados de la diligencia. Cada uno de aquellos jinetes iba armado con abundancia de revólveres, rifles y municiones. Las intenciones del grupo no podían ser más claras.

Cadenas había aprendido que lo mejor que se podía hacer en aquellos momentos, era frenar en seco y levantar las manos al cielo, agradeciendo que los salteadores no le hubiesen detenido por el expeditivo procedimiento de meterle unas cuantas balas en el cuerpo. Así lo hizo. En cuanto los seis caballos se hubieron parado, él y Morales levantaron las manos y se mostraron dispuestos a hacer lo que quisieran aquellos dignos salteadores de caminos.

—Desde el momento en que esconden las caras es que no piensan matarnos —dijo Morales—. Si tuvieran intención de acabar con nosotros, tanto les daría que les viésemos, pues una vez muertos no podríamos informar a nadie.

—¡Eh, vosotros! —Gritó uno de los enmascarados jinetes, dirigiéndose al conductor y a su ayudante—. ¡Saltad a tierra!

Cadenas y Morales obedecieron inmediatamente, en tanto que el enmascarado que diera la orden se dirigía hacia la diligencia, pidiendo:

—Señores viajeros, ¿quieren tener la bondad de descender?

A todo esto, Matías Alberes había seguido conduciendo sus caballos a poca velocidad, a través de la cada vez menos densa nube de polvo. Estaba seguro de que la diligencia iba ya muy lejos y su sorpresa fue enorme cuando, de pronto, se encontró con que la tenía enfrente y, además, tenía también delante a unos cuantos jinetes enmascarados que le ordenaban que se detuviera, levantase las manos y saltara al suelo.

Todo esto lo hizo Matías Alberes en unos pocos segundos y a plena satisfacción de los salteadores.

Por su parte, don César, al oír a través de la tela que le cubría la cabeza, unas voces que no podían pertenecer a su criado porque éste tenía el defecto, o la cualidad, de ser mudo, se libró del sofocante pañuelo a tiempo de ver asomar por la abierta portezuela del coche un rostro cubierto por un trozo de seda rectangular, en el cual habíanse abierto dos agujeros para los ojos. La improvisada máscara era tosca, pero eficacísima y al más sagaz de los observadores le habría sido imposible adivinar quién se ocultaba tras ella. Su portador, al enfrentarse con don César lo hizo acompañado de un revólver de seis tiros, cañón larguísimo, calibre elevado, y cuyo levantado percusor parecía el amenazador pico de un ave de presa dispuesta a descargar un mortífero golpe.

—¿Es usted de verdad o es un sueño? —preguntó don César, acabando de librarse del protector pañuelo.

—¡Baje ya, mamarracho! —gritó el bandido. Agarró de un brazo a don César y, sacándolo casi de un vuelo del interior del carruaje le colocó junto a su criado.

Don César se sacudió el polvo de la ropa y del calzado. Luego dirigió una distraída mirada a los ocho hombres que se encontraban reunidos junto a la diligencia.

—¿Es un asalto? —preguntó al bandido que le había arrancado del interior del coche.

—No, es una fiesta campestre —replicó, burlonamente, el enmascarado.

—¡Ah! Ya comprendo —sonrió don César—. Una fiesta acompañada de baile de máscaras.

Uno de los enmascarados se acercó a Echagüe y preguntó al bandido que lo tenía encañonado con su revólver.

—¿Es ése?

—No lo sé —replicó el bandido, encogiéndose de hombros.

—¿Es usted Francisco Redondo? —preguntó el otro enmascarado.

—No tengo ese honor o ese disgusto —replicó don César—. Soy César de Echagüe, de Los Ángeles, y voy a San Francisco por asuntos familiares.

—Regístrale —ordenó el que parecía el jefe.

El bandido obedeció. Mientras era registrado, don César observó que uno de los pasajeros de la diligencia introducía algo en el bolsillo del viajero que estaba a su derecha.

—Aquí hay unos papeles —dijo el bandido que registraba a César.

El otro los tomó ávidamente y los examinó con gran cuidado. Al terminar preguntó:

—¿No hay nada más?

—No —contestó el otro.

—Bien; si no encontramos otra cosa, después registraremos el equipaje.

Dirigiéndose a Alberes, el bandido preguntó:

—¿Quién eres tú?

Alberes movió negativamente la cabeza y don César apresuróse a explicar:

—No puede contestarle, señor. Es mudo.

—¿Mudo y me oye? —replicó, suspicazmente, el enmascarado.

—Le cortaron la lengua —explicó don César. Y continuó: Es mi criado, mi cochero y mi ayuda de cámara. Se llama Matías Alberes, y no creo que lleve encima ninguna documentación.

—Abre la boca —ordenó secamente el jefe de los bandidos, dirigiéndose a Matías.

Éste obedeció, mostrando su mutilada lengua.

—Bien; ya puedes cerrar la boca —replicó el bandido—. ¿Es verdad todo lo que ha dicho tu amo?

Alberes asintió con la cabeza.

—Está bien, veremos a los otros. Si acaso, luego me ocuparé de vosotros.

Don César y su criado quedaron custodiados por el hombre que les había vigilado hasta entonces, mientras el jefe se dirigía hacia el grupo de viajeros que aguardaban, inquietos, junto a la diligencia, bajo la vigilancia del resto de los bandidos.

Los viajeros eran seis, todos ellos hombres, y parecían asustados por igual. Don César sentóse en una roca inmediata a la carretera y pareció sumirse en una aburrida contemplación de lo que estaba ocurriendo ante sus ojos.

El jefe de los bandidos comenzó a interrogar a los pasajeros, empezando por la derecha. El sistema que seguía era exacto al empleado con Echagüe.

—¿Quién es usted y de dónde viene? —preguntó al primer viajero.

Éste, después de atragantarse un par de veces con la respuesta, pudo decir:

—Soy John Temple, trafico en bisutería y vuelvo de Los Ángeles, donde no se ha vendido casi nada…

Entretanto, uno de los bandidos que le había estado registrando tendió a su jefe una colección de talonarios y cartas comerciales, que una vez examinadas superficialmente, fueron devueltas con esta amenaza:

—Si no encuentro lo que busco, luego volveré por usted.

Dirigiéndose a los restantes viajeros, el bandido anunció:

—Quiero decirle algo a Francisco Redondo. Sé que viaja en esta diligencia y tengo un aviso para él. Que dé un paso al frente.

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