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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (19 page)

BOOK: La esclava de azul
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Las oficinas del anfiteatro estaban situadas en un lateral del recinto, frente a la plana de entrenamiento. Como era previsible el portero salió a los pocos instantes con la respuesta de que el amo estaba muy ocupado, lo seguiría estando, según todos los indicios, durante lo que quedaba de año y el siguiente y que probablemente buscaría nuevas ocupaciones antes que recibir a un preguntón ocioso. De modo que me encogí filosóficamente de hombros y regresé junto a Marcia y Alyx.

Mi ayudante, con el casco del númida calado hasta las orejas, acometía a éste con su propia espada, en furiosos mandobles que el gladiador esquivaba con una ancha sonrisa.

—Tiene reflejos de mirmillón —aprobó Alyx—. Con un par de lecciones particulares podría combatir en la arena.

—Con tal de tener espectadores sería capaz de eso y de más —aseguré—. Hay un pequeño contratiempo: Timoleón no quiere recibirme y su declaración es fundamental para mis pesquisas.

—Es un problema —convino el númida—. Es el amo y no hay manera de obligarle.

—¿Alquila gladiadores para combates en provincias? —se interesó de pronto Marcia. Alyx asintió con sorpresa. La joven continuó preguntando: —¿Puedes conseguirme polvos de arroz?

—Los gladiadores no acostumbramos a usar cosméticos —respondió Alyx, dirigiéndome una mirada llena de interrogantes sobre el equilibrio mental de mi ayudante. Me encogí una vez más de hombros, declinando toda responsabilidad.

—Voy un momento detrás de esa columna. No os asoméis —y, como era de esperar, reapareció a los pocos instantes con la peluca negra y el atuendo faraónico, bisutería escarabajiforme incluida. Un hombre que transitaba por las inmediaciones se detuvo y se frotó con incredulidad los ojos, mientras Marcia le interpelaba—: ¡Eh, mozo!

—No es un mozo —aclaró el númida—. Es el secretario particular de Timoleón.

—Tanto mejor —decidió la joven—. Dile a tu amo que Nefertitis de Tanis quiere alquilar el mejor gladiador que tenga, para el festival anual en honor del dios Ra. Y no reparará en gastos —añadió triunfalmente. El hombre hizo un gesto reverente.

—Seguidme —tal hicimos, mientras yo susurraba a Marcia:

—¿Pero qué idea tienes tú de Egipto? Nadie se ha llamado Nefertitis desde hace mil años, no hay un solo templo de Ra en funcionamiento ni creo que exista ya la ciudad de Tanis. Y solamente las momias de los faraones deben de ir adornadas como tú.

—No es fácil que un palurdo director de anfiteatro domine el tema mucho mejor que yo. Verás cómo te cuenta lo que quieras saber sobre Siderobros, el apostador epirota y hasta la bruja de Ishtar —la miré con verdadero pasmo.

—¿Cómo te has enterado de todo eso?

—Alyx es un hombre encantador, mucho más amable que algunos.

Pese a lo discutible de los métodos de Marcia, cuando el propio Timoleón acudió a abrirnos la puerta y dobló servilmente su espinazo tuve que admitir que, por el momento, daban resultado. Era un litocéfalo de espesas cejas y mirada torva, a quien identifiqué como el sujeto que en los prolegómenos del festival acudió a enseñar a Siderobros la espada enjoyada que conmemoraría su retirada de la arena.

En aquellos momentos le contemplé con redoblado interés. Aquel hombre había convocado al anfiteatro al mendigo Poreo, le había disfrazado de noble apostador y, probablemente, le había proporcionado una fortuna para jugarla contra mi cliente. Aún quedaban, por supuesto, muchas piezas que encajar, pero por primera vez en mi corta experiencia como exquiriente me hallaba ante un verdadero sospechoso.

—Pasad y acomodaos, por favor —ofreció—. Es para mí un honor recibir a tan alta señora. El caballero es... —titubeó.

—Mi eunuco de confianza —definió Marcia. Tuve que contenerme para no ponerla sobre mis rodillas y administrarle la zurra que merecía.

—Mi secretario me ha anunciado vuestro propósito —habló Timoleón, con un brillo codicioso en sus ojillos—. Pero los buenos gladiadores cuestan muy caros —mi ayudante se encogió olímpicamente de hombros.

—Tanto mejor —aseguró—. Cuando vengo de compras a Roma no me gusta andar con economías.

—Ve a buscar a Alyx el númida —se apresuró a ordenar el romano a su subordinado.

En el silencio que siguió Marcia me dirigió una esperanzada mirada, como si anhelara ver en acción a un verdadero exquiriente, rápido en la idea y certero en la pregunta, acorralando sin piedad al sospechoso como un reciario con su malla. También a mí me habría gustado el espectáculo, pero por el momento no se me ocurrió absolutamente nada. Tras una breve espera fue ella misma quien inició el ataque.

—Debe de ser muy difícil dirigir un anfiteatro tan importante como éste —manifestó. La torva faz de Timoleón se esponjó en una mueca vanidosa.

—No tanto, no tanto —opinó—. El público es como un niño y todo consiste en anticiparse a sus gustos para que palmotee contento. Un alarde técnico por aquí, un toque exótico por allí; todo ello regado con tanta sangre como la masa quiera ver correr.

—Muy interesante —aprobó Marcia.

—Este pulgar —agregó el romano, elevando una uña luctuosa— es el regulador del caudal. A veces el público empieza a saciarse o se muestra sensiblero; en tal caso levanto este dedo y todos aplauden el final feliz. En otras el gentío está hambriento, brama reclamando más rojo en la arena. Entonces giro así la muñeca y un nuevo surtidor escarlata brota alegremente, entre el entusiasmo general —sin duda Timoleón hubiera continuado su lírica exposición, empujado por el estímulo que según había comprobado producía la supuesta admiración de Marcia. Le cortó el regreso de su secretario en compañía de Alyx el númida, que se cuadró ante nosotros—. Éste es nuestro mejor hombre. Causará sensación en vuestro festival —la muchacha se incorporó y dio varias vueltas en torno al gladiador.

—No parece muy fuerte —dictaminó, pellizcando la cintura del númida—. Y tiene mucha grasa —Alyx, menos acostumbrado que yo a sus métodos, le dirigió una mirada asesina.

—¿Qué dices? —protestó Timoleón—. Es músculo puro.

—Y debe de ser bastante viejo. No me extrañaría que fuese reumático.

—Como quieras —suspiró el romano—. Mi secretario te acompañará a ver el resto de nuestras existencias.

Timoleón y yo quedamos solos en el despacho, en medio de un nuevo silencio. Pero en aquella ocasión las palabras del romano me habían descubierto un excelente flanco de ataque.

—Según pude comprobar en el festival de hace tres días, un buen director de anfiteatro también debe llevar la contraria al público cuando las circunstancias lo requieran —empecé.

—No comprendo a que te refieres.

—En la pelea de los reciarios nubios contra el grandullón y el jovencito todo el mundo pidió clemencia para el mirmillón caído. Tú, sin embargo, bajaste el pulgar.

—Cuidar su material es la primera obligación del gladiador. Aquel estúpido tenía su escudo en mal estado y su negligencia me costó la vida de mi mejor hombre. No merecía vivir.

—Un escudo en mal estado parece impropio de un anfiteatro tan importante —Timoleón me dirigió una mirada desconfiada—. ¿Quién se lo dio?

—Era una rodela vieja, que llevaba años en el almacén. El ayudante de material le dejó elegir el que quisiera y fue tan necio como para fijarse en el único deteriorado.

Disimulé un gesto de satisfacción ante aquella doble contradicción del romano. El escudo de Glauco, que yo había tenido en mis manos, era completamente nuevo y el encargado de material había asegurado a Alyx que el novel había llegado al anfiteatro completamente equipado. Pensé que por primera vez el espíritu de mi tío Alcímenes, en las lejanas regiones del Hades, sonreiría complacido ante los progresos de su heredero.

—¿Por qué Siderobros cambió su rodela con la de su compañero? —planteé, insistiendo en la ofensiva.

—Los caprichos de los gladiadores son imprevisibles —contestó Timoleón, cada vez más en guardia.

—En las tabernas del Foro cuentan una extraña historia de profecías y maldiciones —aventuré. Por la calva del romano corrían varios hilillos de sudor.

—Nunca he creído en esas patrañas. ¡Ahí viene tu ama! —agregó con verdadero alivio— ¿Cuál ha sido el elegido?

—No le gusta ninguno —se quejó el secretario. Marcia resopló desdeñosamente.

—A cualquier cosa llaman gladiador en esta ciudad. El que no tiene las piernas torcidas es bizco o estrecho de pecho. El público de Tanis se moriría de risa si les viera en la arena —Timoleón hizo un evidente esfuerzo por no dar rienda suelta a sus instintos de hematófago.

—Fuera de aquí —decidió, apretando los puños—. No perderé más tiempo con vosotros.

—No puedes hablar así a una dama de mi calidad —protestó Marcia.

—Marchaos inmediatamente o mandaré traer las panteras.

—Vámonos —asentí en dirección a la joven—. Ha sido una visita muy interesante.

Pocas ayudantes de exquiriente se habrán mostrado tan jubilosas como Marcia, camino de la biga, una vez que el secretario de Timoleón se hubiese cerciorado de propia vista que habíamos abandonado el anfiteatro.

—No negarás que te he sido de gran ayuda —se apresuró a manifestar.

—Un crítico teatral te diría que recargas tu actuación en los detalles. Por lo demás debo reconocer que has estado muy bien.

—¿Has descubierto algo importante?

—Timoleón es culpable. Estoy convencido —afirmé. Marcia pareció muy impresionada.

—En ese caso, ¿por qué no lo detienes?

—Un exquiriente no tiene facultades para detener a nadie —expliqué—. Lo único que puede hacer es trasladar sus conclusiones a los pretores.

—¿Y a qué esperas?

—El pretor me pedirá pruebas. Y aún me falta concretar cómo lo hizo. Debo ver a Baiasca para aclarar conceptos —resolví.

—¿Otra sospechosa?

—Es una cémpsica —Marcia abrió la boca con asombro y no se atrevió a seguir preguntando—. Pero antes tengo que pasar por la vía Nomentana a interrogar a un tal Cocleo.

—Algún cómplice del villano —aventuró la joven.

—Un buen exquiriente no puede estar ocupado en un solo crimen —recordé la intervención del padre de mi ayudante en el caso de la estatua asesina y resolví que sería mejor mantener a Marcia al margen de aquel tema—. Pero a ti deben de esperarte para comer en casa.

—No me espera nadie. Mi padre cree que estoy en Paestum, pasando unos días con una amiga.

—¿Cómo unos días? Descubrirá que es falso cuando regreses esta noche para dormir.

—No puedo regresar para dormir —admitió la joven—. Pensaba quedarme en tu casa, para poder ayudarte si llegaba algún enigma urgente por la noche.

—Pero eso no puede ser. Tu padre... la gente... En fin, aún falta mucho para la noche y tiempo habrá de que lo entiendas. De momento y tras quitarte otra vez ese absurdo disfraz de saturnal tienes que cumplir una difícil misión en la hostería del templo de Quirino.

—¿Qué debo hacer?

—Encargar un buen guisado de carne para tres y vigilar mientras lo preparan. Es esencial que esté en su punto.

—Medea tenía razón —rezongó Marcia, subiendo al carro—. Hombre y agradecido son conceptos incompatibles.

Cocleo no estaba en la villa de Elio Manlio. Había salido en compañía de su nuevo amo y no regresaría hasta la noche. De modo que fueron las mujeres de la casa, Mitis y Livisa, quienes me recibieron en su lujoso triclinium y aguardaron expectantes mis palabras. Les narré con detalle las revelaciones del jefe de los actores. El misterioso aleteo y la polvareda dorada sobre el tejado causaron en mi auditorio la impresión que cabe suponer.

—¿Sabéis si algún otro asistente a la fiesta oyó o vio algo similar? —planteé finalmente. Mitis asintió muy pálida.

—Anteayer las esclavas limpiaron la alcoba de mi padre. Les oí comentar entre sí que había restos de un extraño polvillo, debajo de la cama y en los tapices de las paredes. ¿Quieres decir que quizás la asesina es realmente Némesis y que ese polvillo es el rastro que dejó al entrar en la habitación?

—Némesis es una diosa, no una mariposa nocturna—objeté—. No consta que tenga polvillo en las alas. Pero sería muy interesante que pudiera ver los restos —Livisa hizo un gesto compungido.

—No debe de quedar ni una mota. Las esclavas limpiaron a fondo. Hubo que frotar muy fuerte para quitar la sangre seca.

—¿Qué me decís del aleteo?

—Estábamos concentrados en la tragedia —contestó otra vez la viuda—. Pero recuerdo que mi esposo, poco antes de sentirse indispuesto, levantó varias veces la mirada al cielo, con expresión preocupada.

—¿Y los porteros? Ellos no estaban viendo la representación.

—Si hubiesen escuchado algo anormal habrían dado la alarma —indicó Livisa; pero ya Mitis se levantaba para enviar a un criado en su busca— ¿Qué querías de Cocleo? —se interesó la viuda.

—Laurencio me dijo que es un gran aficionado al teatro. Pensaba comentar con él ciertos detalles técnicos.

—¿Cocleo? —se sorprendió Mitis—. No distinguiría una tragedia de Esquilo de un coro de borrachos.

—Eso dijo al menos tu padre al jefe de la compañía. El propio Cocleo seleccionó la obra para su cumpleaños.

—Nunca me gustó ese individuo —aseveró Livisa—. En realidad... —le cortó la entrada de los dos porteros, que con visibles signos de nerviosismo permanecieron de pie frente a nosotros.

—¿Estabais de servicio la noche del crimen? —los hombres asintieron—. Guardabais la puerta principal, frente por frente de la fachada del edificio —precisé. Repitieron el gesto afirmativo— ¿Quién de vosotros escuchó un aleteo sobre los tejados? —me miraron a la vez con los ojos muy abiertos.

—¿Un aleteo? —se asombró uno de ellos.

—Flap, flap, flap. Como si un ave gigante sobrevolara la casa —expliqué con cierta impaciencia. Reincidieron en sus extremos de admiración.

—Nunca bebemos cuando estamos de servicio, señor. Lo juro por lo más sagrado —aseguró el portavoz.

—Nadie lo está dudando. ¿Tampoco visteis un polvillo dorado?

—Era de noche cerrada, señor.

—Antes de escuchar el grito de vuestro amo, ¿mirasteis alguna vez hacia la fachada?

—Solamente cuando oímos abrirse su ventana —aquella declaración introducía un factor imprevisto.

—¿Qué ventana?

—La del dormitorio del amo.

—¿En qué momento?

—Antes de que le oyéramos gritar. Estuvo abierta un buen rato y después se cerró.

—¿Y quién la manejaba?

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