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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (16 page)

BOOK: La esclava de azul
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—Estoy investigando su muerte —declaré, mientras pensaba que Baiasca podía haberme remitido a su amigo el ciego en vez de hacerme arriesgar el pellejo entre los bandidos del Aventino.

—Nadie te pagará un solo as por tu investigación —me previno Odiseo—. A pesar de sus fantasías su único capital al morir eran sus inmensas narices.

—Háblame de esas fantasías —solicité.

—Desde hace una semana, cuando bebía más de la cuenta, hablaba de lo rico que iba a ser dentro de poco y prometía sufragar la mayor borrachera de mendigos que jamás vieran las siete colinas, pero nunca pudimos sonsacarle de dónde le iba a llegar la fortuna. Anteayer se despidió diciendo que iba al festival del anfiteatro. Nos reímos de él, porque no se permite la entrada de mendigos, y él aseguró que cuando hiciéramos cola suplicando su limosna lamentaríamos aquellas bromas —el pelirrojo suspiró—. Ya no volvimos a verle. En mi caso metafóricamente, claro está.

—¿No os habló de un compatriota suyo, un noble epirota que visitaba la ciudad?

—No sé nada de eso. Pero otros dos mendigos le siguieron hasta el anfiteatro, para comprobar que mentía y burlarse después de él, y vieron cómo hablaba con un portero, un buen rato antes de empezar el festival, y entraba en el recinto.

—Me gustaría localizar a ese portero.

—Se llama Euríalo, es ateniense como tú y cuando no está de servicio bebe todo lo que puede en una taberna del Foro, «Las lágrimas de Pan» —miré al tracio con cierta sorpresa.

—¿Cómo sabes todo eso?

—La gente habla muy confiadamente delante de los ciegos, como si escuchásemos por los ojos. Además tengo buena memoria. Por eso tu tío me hacía a veces pequeños encargos.

Decidí no entrar en casa. Entre lo avanzado de la hora y el refrigerio de Cleopatra no tenía ningún apetito y por otro lado me disgustaba la idea de comer en la cocina sin Baiasca. La mención de Poreo me había recordado que, aparte del enigma de las egipcias, aún tenía dos casos pendientes y que para aquella tarde había proyectado visitar a los actores que interpretaban en casa de Elio Manlio. Deposité el consabido sextercio en la palma del pelirrojo y me excusé:

—Si me disculpas, tengo mucho trabajo.

—También tu tío trabajaba sin cesar. La diferencia está en que él no lo recordaba tanto al prójimo —choqué otras dos monedas frente al mendigo y planteé:

—¿Sabrías ir en biga hasta la puerta Querquetulana?

—Sin duda, si no estuviera ciego. Pero si me dices por dónde pasamos te iré indicando el camino.

—Será suficiente —acepté.

—Por dos sextercios no querrás que conduzca además la biga.

El carro avanzó por las vías romanas, provocando en los transeúntes miradas tan poco admirativas como había presagiado Antonio. Era difícil precisar, sin embargo, si se debían a la tosquedad del vehículo o a la presencia de Odiseo, con sus harapos y sus barbas al viento, en la trasera del pescante.

La guía del ciego resultó lo bastante eficaz como para que sólo nos perdiéramos cuatro o cinco veces hasta acceder a la puerta Querquetulana. El único consuelo era que a pie y con los mismos rodeos habríamos tardado casi una semana. Por otros tres sextercios el mendigo estuvo dispuesto a vigilar la biga mientras yo despachaba mi visita a los actores.

La sede de la compañía era un edificio de modestas proporciones, cuya puerta me abrió una muchacha de unos diecisiete años, más bien llenita y con una corta melena rubia.

—¿La casa de Laurencio? —pregunté.

—Es mi padre.

—Me gustaría hablar con él sobre una representación.

—Está ensayando. Pero enseguida saldrá —la joven aproximó un pañuelo a sus ojos. Dos gruesos lagrimones resbalaron por sus mejillas.

—Quizá llegue en mal momento —aventuré.

—Nada de eso —aseguró, con voz quebrada.

—¿Ocurre algo? —la muchacha se restregó el pañuelo por la cara, esparciendo sus lágrimas en todas las direcciones.

—Mis dos hermanos han muerto —anunció con un hilo de voz. Lucharon cuerpo a cuerpo y se mataron uno a otro —la noticia me dejó paralizado.

—Cuánto lo siento —musité.

—Uno de ellos está ahora insepulto —continuó ella, dando rienda suelta a su aflicción—. Mi tío es el nuevo cabeza de familia y se niega a enterrarlo, porque dice que nos ha deshonrado a todos —entre lo trágico del caso y la sincera congoja de la muchacha también yo empezaba a sentirme lacrimoso.

—Me parece muy inhumano —manifesté.

—Pero yo lo haré —reveló la joven, con un brillo de decisión en sus pupilas—. La ley de los dioses es más fuerte que las órdenes de mi tío. Iré de noche junto al cadáver, burlaré a los guardias y le daré sepultura, para que sus manes puedan descansar.

—¿Y tu padre? —me interesé—. ¿Qué opina de todo esto?

—Mi padre está ciego.

—En sentido figurado, supongo.

—En el sentido más real posible. Se sacó los ojos cuando supo que se había casado con su propia madre. Yo soy hija de un incesto —descubrió con un susurro. En esto se escuchó una voz a mis espaldas.

—¿Qué haces ahí enredando, Marcia? No molestes a este señor —las lágrimas cesaron misteriosamente de fluir.

—Solamente practicaba un poco —se excusó—. Antígona de Sófocles, concretamente. Este caballero es griego y estoy segura de que sabe apreciar una buena interpretación —comprendí, no de buen grado, que yo, un heleno legítimo, acababa de escuchar compungido la crónica familiar de Edipo.

—¿Y las lágrimas? —pregunté. Mi interlocutora descubrió unas pequeñas esponjas cosidas al pañuelo.

—Es un invento mío —proclamó—. Muy realistas, ¿verdad? —y dando un paso de baile se alejó hacia el impluvium.

—Espero que no te haya ofendido —deseó Laurencio—. Quiere ser actriz y acosa con sus interpretaciones a todos mis visitantes.

—Tiene unas dotes extraordinarias —aseguré.

—Ha heredado el talento de su padre —proclamó orgullosamente el romano—. Lástima que las mujeres no pueden trabajar en el teatro.

—Lástima —asentí. Esta vieja norma, derivada del carácter sacro de las antiguas representaciones, siempre ha sido molesta para los buenos aficionados. Por más que se oculte tras su máscara resulta chocante ver a un mozarrón de pantorrillas peludas lamentarse con voz atiplada por la muerte de su prometido.

—¿Qué obra te interesa? —planteó Laurencio— ¿Plauto, Terencio, Afranio? Tenemos comedia togada y paliada, sin descuidar las últimas novedades en atelanas —expresé con el gesto el más profundo desdén que me inspiraba el llamado teatro romano.

—Prefiero las tragedias griegas —el hombre suspiró.

—En privado te diré que yo también. Pero cada vez son menos los que las piden. Resultan demasiado elevadas para los nuevos gustos y la gente tiene ya bastantes tragedias en su casa. ¿Qué tal Ifigenia en Aulide? Es emotiva y sentimental y, contra lo que suele suceder en las obras de tu país, termina bien. Eso le gusta al público.

—Me interesan más las Euménides.

—¡Excelente! El dios Apolo es uno de mis personajes favoritos. ¿Dónde será la representación?

—Tuvo lugar hace tres noches, en la casa de Elio Manlio —el actor torció la expresión, sin duda pesaroso al ver esfumarse un contrato.

—¿Qué buscas exactamente? —planteó.

—Soy un exquiriente, pagado por la familia del difunto para investigar su muerte.

—Cada uno gasta su dinero como quiere. Si yo estuviera en su situación reclamaría antes un buen brujo, especialista en conjuros. No creo que nadie que haya entrado en aquella habitación tenga la menor duda sobre la identidad de la culpable.

—¿Némesis? —aventuré.

—En las tragedias de tu país no suele faltar el dios vengador que baja del Olimpo.

—Si, pero las víctimas que inmola cenan en sus casas al acabar la representación —repliqué.

—Entiendo un poco de trucos teatrales. Si lo que vi y oí aquella noche tiene un origen humano, renunciaré a mi oficio y me iré a apacentar ovejas en los Abruzos.

—¿Qué viste y oíste? —le urgí.

—Estaba algo afónico, de modo que dejé el papel de Apolo a un joven actor y dirigí la obra desde el proscenio. La he representado tantas veces que podría recitártela de atrás adelante, de forma que estaba un poco distraído, sin reparar apenas en los versos. En eso escuché claramente un fuerte aleteo encima de la villa, como si un ave gigante volara sobre su tejado. Miré hacia arriba y vi, tan nítidamente como te veo ahora, un polvillo dorado que flotaba en la oscuridad, sobrevolando las tejas. Instantes después se oyó el grito de Elio Manlio. La mayoría de los espectadores no reaccionó, pensando que era un efecto escénico, pero yo fui de los primeros que corrieron escaleras arriba, porque sabía que había sucedido algo horrible. Cuando recuerdo lo que hallamos al entrar tiemblo todavía. Nuestro anfitrión con el puñal clavado en el pecho, el ceño feroz de la diosa de la venganza, aquella sangre inundando la habitación... Me horroriza la sangre. En mi mundo los personajes mueren entre bastidores, sin más testigo que el narrador que después cuenta la escena —asimilé las novedades durante un corto instante. Parecían algo impresionantes, pero no tenían que ver con la cuestión concreta que me había llevado hasta allí.

—¿Quién te encargó la obra? —pregunté. Laurencio pareció confundido.

—¿Qué relación tiene eso con Némesis? —planteó.

—No puedo subir al Olimpo y traerme esposada a la diosa. Pero estoy seguro de que contó con colaboradores mortales y me pagan por descubrirlos. La obra que representabais versaba sobre las furias vengadoras, lo que, a menos que te fuera ordenado por Némesis, me parece una coincidencia excesiva. Por eso quiero saber quién la seleccionó.

—Si fue la diosa, se disfrazó muy hábilmente de Elio Manlio. Y las monedas con que me pagó el adelanto eran indudablemente terrenales. Traté de explicarle que no era la obra más adecuada para una celebración festiva, pero él insistió. Dijo que se la había recomendado un esclavo suyo, muy entendido por lo visto en teatro. Creo que se llama Cocleo. ¿Se te ofrece algo más?

—Me has sido de gran ayuda —reconocí.

—Lamento no hacerte los honores más extensamente, pero he dejado a mis actores ensayando solos y cuando no estoy delante se ponen un poco irritables. Si me perdonas...

—Naturalmente.

—Marcia te acompañará a la puerta.

Mientras el actor se alejaba su hija, como materializada por su invocación, surgió tras una de las columnas del atrio, con expresión de curiosidad.

—¿Qué es un exquiriente? —se apresuró a preguntar. Le miré severamente.

—Es muy incorrecto espiar las conversaciones ajenas —censuré.

—Yo no tengo la culpa de que los griegos habléis tan alto. ¿En qué consiste tu trabajo? —modulé un tono elevado para contestar.

—En descubrir misterios e investigar crímenes.

—¡Qué emocionante! —aplaudió la joven—. ¿Cómo lo hacéis?

—Recorremos el escenario de los delitos, interrogamos a los sospechosos. A veces hay que disfrazarse o adoptar personalidades supuestas.

—Como en el teatro —apuntó Marcia.

—La diferencia estriba en que en nuestro mundo las armas de los malvados son reales —vista tal conversación, debo reconocer las evidentes afinidades entre mi conducta y la de un pavo real, especialmente enojosas si se considera que aún no había resuelto ni siquiera mi primer caso. Pero casi todos los lectores masculinos admitirán que, puestos ante la admirativa mirada y las encendidas mejillas de la muchacha, no se hubieran comportado mucho más humildemente. Marcia reflexionó unos instantes.

—¿Hay alguna ley que prohíba ser exquirientes a las mujeres? —planteó.

—Supongo que no.

—Entonces yo también lo seré —proclamó enfáticamente—. Ya que unas normas absurdas me prohíben actuar en el escenario, interpretaré en la vida real —sonreí escépticamente.

—Es un oficio muy duro —expliqué—. Y requiere una extensa práctica —lo que, a juzgar por mis progresos en los últimos días, resultaba indiscutible.

—¿Dónde tienes tu consultorio?

—En la plaza de Pomona. ¿Por qué?

—Practicaré contigo —anunció la muchacha—. Puedo hacerte los recados o interrogar sospechosos por tu cuenta. Y si necesitas confundir a un criminal puedo representar cualquier papel. A ti te engañé hace un rato. Podría empezar por hacer de vieja —suspiró, emitiendo una tos cavernosa—. Con harina en el pelo y unas arrugas de cera vendí una vez a mi padre una de sus propias gallinas.

—No vayas tan deprisa —le atajé—. Tendríamos que pedirle consentimiento a él.

—Deja tranquilo a mi padre. Cuando eligió su profesión no consultó a los suyos. Además, soy ciudadana libre y pronto cumpliré dieciocho años. Puedo hacer lo que se me antoje.

—Las romanas, libres o no, no hacen lo que se les antoja, al menos directamente, a los diecisiete ni a los setenta años —negué—. Además, estos días estoy muy ocupado. Ya hablaremos cuando resuelva un par de casos urgentes. Y ahora, si me disculpas... —Marcia me escoltó hasta la calle.

—Si me consiguieras ropas adecuadas podría hacer de pelandusca y sonsacar a los criminales en las tabernas —ofreció.

—A tu edad deberías preocuparte de jugar con muñecas —le reconvine.

El mendigo Odiseo se estaba despiojando las barbas sentado al sol, a más de quince pasos de mi biga. Indignado con su escasa vigilancia me aproximé de puntillas y así a los caballos por el bocado, tratando de alejar el vehículo sin que se enterase. Al momento saltó como un energúmeno y, mascullando dos o tres insultos tracios, clavó sus fuertes dedos en mi antebrazo.

—Tienes buen oído —le tranquilicé.

—Carezco de vista y, con las limosnas que recibo, apenas si puedo ejercitar el gusto —explicó—. Algún sentido debe quedarme en buenas condiciones —le entregué los sextercios prometidos y ofrecí:

—Voy a la factoría de Tóculo a visitar a Baiasca. ¿Me acompañas?

—Hoy no puedo. Tengo un par de compromisos —rehusó el pelirrojo ante mi sorpresa.

Me encogí de hombros, subí al pescante y chasqueé la tralla. Los caballos se cuadraron con un golpe de anca, tan marcialmente que apenas si me hubiese sorprendido verles saludar al estilo militar, llevándose una pata a las clavículas. A mi segunda indicación emprendieron el camino hacia la factoría del usurero.

Antonio me había explicado su emplazamiento, pero los caminos de extramuros resultaron tan laberínticos como las callejas urbanas. Tras varias infructuosas preguntas a los más cerriles litocéfalos del Lacio, que casualmente circulaban en tropel por las cercanías, di por fin con la senda adecuada que serpenteaba hasta lo alto de una colina.

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