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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (29 page)

BOOK: La esclava de azul
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—Lo siento —admitió, casi en un susurro—. Procuraré pensar más lo que digo. Y ahora —se apresuró a cambiar de tema—, ¿qué tal si vamos a ver a mi abuela?

—Tengo otras actividades más urgentes —rehusé. Puesto que César estaba en la ciudad, mi deber de exquiriente era transmitirle cuanto antes mis descubrimientos sobre el enigma.

—Me lo prometiste ayer —insistió ella.

—En aquellos tiempos pensaba que eras una colaboradora leal.

Marcia parecía a punto de echarse a llorar.

—Creía que para un ateniense la palabra es sagrada —esta intervención tocó una fibra sensible. Al fin y al cabo la conducta de Araneo en nuestra reciente entrevista acababa de arrojar algunas sombras sobre su evidente culpabilidad. Tal vez fuese mejor no precipitar los acontecimientos—. He traído esto —añadió, desenvainando una enorme daga.

—¿Vas a matar a tu abuela?

—Perteneció a mi tío Ennio, el héroe de la familia. Con ella mató cuerpo a cuerpo a su primer enemigo. La he traído para ti.

—No comprendo.

—Necesitamos una excusa para que la abuela nos reciba y ella no sabe que el tío regaló esta daga a mi padre. Ya estaban reñidos para entonces.

—¿Pretendes emocionarla con un recuerdo de familia?

—Mi abuela es una verdadera patricia romana y las de su especie no se emocionan nunca. Si descubre mi identidad mandará echarnos a patadas. Ahora bien, supón que yo soy hija de un compañero de armas de mi tío, al que éste salvó una vez la vida con esta daga y que la conservó en prenda de su amistad. Mi padre ha muerto lejos de Roma y al sentirse agonizante me encargó que localizase a la familia de su salvador y le restituyese la daga. Por eso te contraté para que me ayudases a buscarla.

—No está mal pensado —admití—. Pero lo has copiado del encargo que el sirio me hizo el otro día.

—Mi versión es mucho más apasionante.

—¿En qué guerra murió tu tío? —Marcia hizo un esfuerzo de memoria.

—No me acuerdo. Todas las guerras me parecen iguales. Creo que contra los lutecios, o algo por el estilo. Todo lo que sé es que fue una muerte muy heroica.

—Esperemos que no nos pidan más detalles —deseé—. Debe de ser muy triste ver cómo una anciana patea a su nieta escaleras abajo.

—Está paralítica —recordó la joven—, Pero lo haría por mandatario.

Una vez más, pese a mi escepticismo, el estrambótico plan de Marcia se cumplió con exactitud matemática. Bastó enunciar el motivo de nuestra visita al portero de la majestuosa casa solariega, en pleno corazón del Palatino, y al instante un mayordomo engalanado nos guió a través de sus pasillos marmóreos. Mi ayudante guiñó el ojo a la estatua de tamaño natural que señoreaba el atrio.

—Marco Furio Camilo, el conquistador de Veyes —me presentó en voz baja.

—¿Habías estado antes en esta casa?

—Mi padre me la ha descrito tantas veces que podría recorrerla con los ojos vendados —contemplé con cierto respeto la imponente efigie del tribuno.

—Ignoraba que tu familia fuese tan importante —reconocí.

—Debías saber que el talento es hereditario —recordó la joven—. Hay muchas ramas de los Furios, pero sólo la nuestra ha conservado el apellido Camilo. Mi abuela se llama Tribonia, pero también pertenece a la gens. Su marido y ella eran primos por parte de padre.

Avanzamos tras el mayordomo por un amplio corredor, orlado por dos hileras de bustos que nos contemplaban ceñudamente desde sus pedestales.

—Había oído hablar de colecciones curiosas, pero nunca pude imaginar una exposición de calvas —comenté a Marcia. Ella fingió escandalizarse.

—Son los varones de la familia que ejercieron alguna magistratura —explicó—. Un romano con todos sus pelos nunca pasaría de secretario de edil. Y ahora no me distraigas. Este es un momento muy solemne para mí.

El mayordomo se detuvo ante la puerta del salón y golpeó ceremoniosamente con los nudillos.

—Adelante —habló, con evidente tono de imperio, una voz femenina. Y erguida sobre el respaldo de su sillón de madera, con el rostro empolvado y sus bucles blancos cuidadosamente recogidos entre dos peinetas, la patricia surgió ante nuestra vista.

Incliné la cabeza, mientras Marcia le obsequiaba con una reverencia de indudable influencia teatral. Creí percibir un leve temblor a la altura de sus rodillas.

A invitación de la patricia repetí el mensaje. Por primera vez desde que la conocía Marcia guardaba silencio, como si la presencia de su abuela la hubiera hipnotizado. Mi exposición concluyó sin que un solo músculo oscilara en la apergaminada cara de la romana.

—De modo —resumió— que el padre de esa joven era camarada de armas de mi hijo.

—Compartían la misma tienda —especifiqué.

—Y murió al calor del hogar, rogando a sus familiares que me restituyesen esa daga.

—Exactamente —un mohín de disgusto se abrió paso entre el maquillaje de la dama.

—Todo es un engaño —dictaminó—. Conozco muchas especies de desaprensivos, pero ninguna tan vil como la que pretende lucrarse con falsas reliquias de combatientes.

—Mi cliente no ha pedido ninguna recompensa —protesté—. Sólo pretende cumplir la última voluntad de su padre. ¿Por qué estás tan segura de que miente?

—Porque toda la cohorte de mi hijo fue aniquilada por los bárbaros. Ni entre los oficiales ni entre la tropa hubo un solo superviviente —esta revelación obró la virtud de sacar a Marcia de su marasmo.

—Mi padre había sido licenciado un mes antes —se apresuró a intervenir—. Una flecha enemiga lo dejó ciego. Fue entonces cuando tu hijo le salvó la vida. —Tribonia expresó su intensa duda con una leve flexión ciliar.

—Dame ese arma —ordenó, tendiendo hacia mí una mano sarmentosa—. Mis ojos están cansados, pero aún podrán reconocer la daga de mi hijo, que yo misma mandé labrar —la romana colocó el puñal ante su vista y acarició someramente las filigranas de su empuñadura. Finalmente la depositó en su regazo e hizo una seña a dos mozos fornidos, que aguardaban de pie al fondo de la habitación. Por un momento temí que fueran los encargados de nuestra expulsión ignominiosa—. Seguidme —indicó la patricia, mientras los esclavos levantaban en volandas su sillón.

Abandonamos la estancia y salimos al jardín de la villa. En su centro se alzaba un templete del más sobrio estilo dórico, en cuyo frontis se leía en letras doradas: «Non auro, sed ferro recuperanda est patria».

—Es el lema de la familia —explicó Marcia en un susurro—. Y esa edificación es su mausoleo. En él descansan las cenizas de los Furio Camilo muertos en combate.

Subimos la escalinata del templete, precedidos por los porteadores del sillón. En su interior una galería, iluminada por las lámparas votivas que pendían de los pilares, serpenteaba entre un bosque de monolitos, lápidas y estelas funerarias.

Curioseé sus inscripciones, algunas medio borradas por el discurrir de los siglos. Las más antiguas, bajo las que colgaban cascos arcaicos y corazas casi homéricas, aludían a diversos héroes de las guerras contra los samnitas, los galos cisalpinos o los epirotas de Pirro. Seguía la abundante cosecha de las guerras púnicas, con la notable marca de doce Furios Camilos caídos por la patria en Cannas. A partir de este hito la procedencia de los matadores se diversificaba: armenios, númidas, cimbrios y, bajo una urna vacía, una estremecedora leyenda: «comido por los etíopes».

En el último tramo de la galería el enemigo dejaba de ser mencionado, en velada indicación del momento en que los romanos, cansados de extender la mancha de sangre desde su Lacio natal hasta los confines del orbe, empezaron a matarse unos a otros. Los esclavos depositaron el sillón de Tribonia junto a la última lápida, adornada con un espléndido ramo de flores recién cortadas.

—Roma era una pequeña ciudad campesina cuando el primer Furio Camilo sacudió el yugo etrusco y redujo a cenizas la orgullosa Veyes —proclamó la patricia—. Miles de jóvenes generosos fertilizaron con su sangre esta semilla y otras tantas madres romanas bendijeron su sacrificio. Soy hija de un pretor, hermana de dos cónsules, pero mi mayor timbre de gloria es que mi único hijo muriera por Roma como un héroe —Marcia se creyó obligada a intervenir.

—Según mi padre, tenías otro hijo —declaró—. Creo que se trataba de un extraordinario actor.

—En la villa honramos la memoria de nuestros hombres de estado, en este mausoleo la de nuestros guerreros —expuso Tribonia—. No queda espacio en la familia para los payasos —mi ayudante acusó el impacto pero, con buen criterio, desistió de la réplica. La anciana le tendió la daga—. Ponía en la urna —solicitó—. Jamás pude recuperar el cuerpo ni las armas de mi hijo, sepultados bajo la hierba de algún remoto prado helvético. Éste será el único trofeo de su gloria militar.

Marcia asió el arma con manos trémulas y creo que se puso de puntillas para introducirla en el recipiente, pero no puedo asegurarlo, absorto como me hallaba en la contemplación de la lápida. Leí en su negra superficie: «Ennio Furio Camilo, muerto a los veinticuatro años en la Galia transalpina, 701 A.U.C. Su madre Tribonia honra la memoria de quién, cercado con sus compañeros, murió como un romano antes que rendirse. Que la tierra te sea leve». Las iniciales «E.F.C.» percutieron en mi mente como tres martillazos.

—¿Dónde murió tu hijo? —salté, rompiendo la solemnidad del acto. La patricia me contempló con estupor.

—En la guerra de las Galias. ¿Por qué?

—Sí, pero ¿en qué lugar? ¿Quién les cercaba? —Tribonia dilató sus arrugas, henchidas de orgullo materno, antes de contestar:

—Más de cinco mil helvecios sedientos de sangre romana. Mi hijo fue uno de los héroes de Noviodunum.

Sin duda mi expresión, con la boca abierta en forma de o y los ojos como linternas, resultó lo bastante admirativa para colmar las exigencias patrióticas de la dama. Así pues, uno de los caídos en Noviodunum, sacrificado por la vileza y el egoísmo de Elio Manlio, resultaba hermano del jefe de la compañía que la noche de la tragedia interpretaba el canto a las furias vengadoras. Y la coincidencia de las iniciales sugería un doble interés en el ajuste de cuentas.

Mientras me ocupaba en tales reflexiones Tribonia había dado por concluida la entrevista y el mayordomo nos daba escolta hacia la salida. Marcia me miró con ojos brillantes.

—Ha sido el momento más emocionante de mi vida —aseguró, ya en la calle—. Es exactamente como yo la había imaginado, tan... ¿cómo lo diría?

—Tan romana —facilité.

—No estoy segura de que viniendo de ti sea un elogio, pero ésa es la definición. Bien, has cumplido tu parte en el trato. A partir de ahora voy a ser la mejor ayudante de exquiriente que la Urbe y el orbe hayan conocido. ¿Cuál es la siguiente investigación?

—¿Cómo se llevaban tu padre y tu tío? ¿También rompieron sus relaciones por culpa del teatro?

—Nada de eso. Siempre fueron dos hermanos muy unidos. Cuando mi tío venía de permiso a Roma nos visitaba y me traía regalos.

—¿Estaba casado?

—Con la hija de un general. Cuando los bárbaros le mataron ella estaba muy enferma y murió poco después. ¿A qué viene tanta curiosidad por mi tío?

—Me interesan los héroes de guerra —eludí. Si bien seguía ignorando el cómo del crimen, el quién empezaba a adquirir perfiles muy definidos. Asocié la procedencia de la estatua asesina con ciertas palabras de Marcia, el día en que apareció en mi consultorio con su disfraz de egipcia.

—En una ocasión me hablaste de una gira que la compañía de tu padre había realizado por Oriente —recordé—. ¿Me dijiste que habíais visitado Creta?

—Mi padre viaja a Creta cada invierno, para el festival anual en las ruinas de Cnossos. ¿Qué te propones con todo esto? —comprendí que aquel interrogatorio, explotando la confianza de mi ayudante en contra de su propio padre, resultaba opuesto a toda ética profesional.

Tal vez para el común de los mortales Marcia resultase irritante, agotadora e incluso consumiente. Por lo que a mí respecta fue un momento muy triste el de levantar la vista, posarla en mi ayudante y anunciar en tono lúgubre:

—No habrá más investigaciones. Nuestra sociedad queda disuelta —ella me miró con incredulidad.

—Supongo que será una broma —manifestó—. Estoy empezando a tomarle el gusto a este oficio —me esforcé por hallar una justificación piadosa.

—Las muchachas de tu edad piensan en cocinar, bordar y tejer con la rueca —expliqué—. No andan con desconocidos detrás de asesinos y malhechores —Marcia se rió con ganas.

—Para ser un extranjero te vas pareciendo demasiado a Catón el censor.

—Los futuros maridos suelen ser declaradamente catonianos —una lucecita extraña brilló en sus ojos.

—¿De verdad es importante para ti que sepa cocinar? —me apresuré a deshacer el posible equívoco.

—Quiero decir que esta profesión está llena de peligros y que no voy a asumir por más tiempo la responsabilidad de exponerte a ellos —Marcia se encogió de hombros, levemente desencantada.

—A mí me gustan —afirmó. Por mucho que me desagradara, un toque de brusquedad empezaba a hacerse imprescindible.

—A partir de ahora deberás buscarlos sola —indiqué. Una sacudida interna ondeó los bucles de su melena.

—Debe de haber algún efecto acústico en esta plaza —comentó—. Me había parecido entender que quieres que te deje tranquilo —inspiré profundamente antes de contestar:

—Es un resumen conciso de mis intenciones —Marcia abrió la boca, como si le faltase el aire, y volvió a cerrarla. Una llamarada escarlata estaba tiñendo sus mejillas.

—Pero yo... —tartamudeó— me he arriesgado por ti, he hecho todo lo posible por ayudarte. No puedes hacerme esto —mantener el gesto inflexible, silenciando la verdadera causa de mi decisión, estaba constituyendo la más dura prueba de mi carrera.

—Tengo ocupaciones más importantes que servirte de programador de diversiones —conseguí alegar. La joven irguió la cabeza, como si enarbolase un estandarte de combate.

—Tienes mucha razón —empezó, elevando progresivamente el tono—. No puedo perder más el tiempo con un chapucero provinciano, que finge indagar enigmas que no comprende en pos de criminales que nunca atrapará.

—Celebro que seas tan comprensiva.

—No sé cómo esperé nada mejor de un engreído decadente, desleal y traicionero, incapaz de gratitud, admiración ni sentimiento artístico —pese a sus esfuerzos por contenerlo, un reguero acuoso empezaba a deslizársele mejilla abajo. Se pasó la mano por el rostro, esparciéndolo en un gesto de rabia, mientras agregaba—: Si no estuviera tan constipada te diría con más detalle lo que opino de ti.

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