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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (25 page)

—El brasero dice: mañana.

—Si vas a hacer más preguntas, que sean sobre tu futuro —solicité a Marcia en voz baja—. El mío ya está bastante oscuro.

—Supongo que no creerás estas paparruchas —me reprochó la joven.

—Esta mujer me tiene auténtica manía.

—¿Qué escribe el brasero sobre mi porvenir? —planteó Marcia, levantando de nuevo el tono. Proelia volvió a esparcir el misterioso líquido, removió las cenizas y contestó:

—Tu nombre no será tu nombre.

—¡Voy a ser actriz! —proclamó mi ayudante, entusiasmada. La bruja añadió:

—Y tu tierra no será tu tierra.

—¿Qué querrá decir con esto? —volvió a susurrar Marcia.

—No suele concretar más —expliqué—. Pero, ¿no decías que eran paparruchas?

—¿Por qué los griegos tenéis que ser siempre unos aguafiestas incrédulos? —la joven se volvió hacia Proelia y preguntó: —¿Lees todo eso en el brasero? —la sibila hizo un gesto de asentimiento—. Me gustaría aprender a hacerlo.

—Los misterios de Ishtar son sagrados —negó Proelia, tapando de nuevo el recipiente del líquido verde.

—Pero es que también yo soy hechicera —insistió Marcia—. Aprendiz de druidesa en los bosques de la Galia. En mi país no usamos braseros, sino la corona de muérdago del dios Lug. Siempre llevo una conmigo.

—Muy interesante —concedió la bruja, retirando el atizador del rescoldo—, Y ahora, si no tenéis más preguntas, Marcelo os acompañará a la salida —Marcia abandonó el círculo de sal y se planto ante ella.

—Mi magia no puede leer el porvenir. Pero sí descubre el pasado como un libro abierto.

—El día ha sido un poco largo y... —trató de excusarse Proelia, iniciando la retirada. Pero detener a Marcia en pleno trance escénico no era tarea de simples mortales.

—¡Un momento! —exclamó, encasquetándose la corona con un gesto dramático—. Te miro y veo arena. Mucha arena, sol y piedras. ¡Es el desierto! —la sibila se volvió de nuevo hacia mi ayudante, intentando disimular su interés. Marcia redobló sus esfuerzos—: Unas columnas, un ara... Es un templo en pleno desierto. Hay un joven; un griego, tal vez; no, es un romano —por primera vez en todo nuestro trato, Proelia abrió los ojos de par en par.

—¿Qué más ves? —preguntó. Marcia se mostró compungida.

—No puedo ir más allá llevando yo la corona. Debes ceñírtela tú para completar su acción.

—Ha sido una exhibición muy instructiva —aplaudió Proelia—. Y ahora... —mi ayudante volvió a cortarle el paso.

—Será sólo un momento y no duele. Estoy intrigada por saber cómo termina la historia.

—¿Qué historia?

—La del joven romano. Me ha parecido ver dos manos enlazadas —la bruja hizo un gesto resignado mientras la joven depositaba el muérdago sobre su frente y ajustaba su perímetro al de la cabeza con las yemas de los dedos. Marcia se alejó unos pasos, como si las mágicas irradiaciones de la corona se reforzaran con la perspectiva— Veo velas... —inició su nuevo éxtasis— una nave que se pierde en el horizonte— mientras hablaba puso las manos a la espalda y dibujó el signo de la victoria, confirmando que la cicatriz ocupaba el lugar previsto bajo el flequillo. Proelia se quitó el muérdago y lo tendió a su interlocutora.

—Estoy segura de que serás una gran hechicera —afirmó—. Aunque temo que a la gente le preocupa más el futuro que su pasado. Todos lo conocen y a casi nadie le gusta.

—¡Veo más! —aulló Marcia, haciéndonos brincar a todos los presentes—. Veo oro, mucho oro... —Proelia esbozó su primera sonrisa.

—Creo que aquí empieza a fallar tu magia —advirtió.

—Rueda por unas gradas repletas de público —continuó visionando Marcia—. Hay sangre sobre la arena —el liquido verde se agitó en su recipiente, impulsado por un casi imperceptible temblor de la bruja—. Veo hierro... es un tridente y un león que ruge y muere—. Proelia colocó la corona en su mano con un gesto brusco.

—Ya basta —le cortó—. Estoy cansada y no tengo tiempo de escuchar más disparates. Marcelo os indicará mis honorarios.

—No debes despreciar nuestra magia occidental —aconsejó Marcia—. Tal vez no sea tan refinada como la vuestra, pero al menos sabemos guardar los secretos de nuestros clientes —fue un golpe directo, que hizo enrojecer a su víctima hasta las orejas.

—No sé de lo que estás hablando —manifestó, con evidente nerviosismo en la voz—. Y ahora marchaos de una vez. Tengo otras cosas que hacer.

—Todavía no he terminado —protestó mi ayudante.

—Yo terminé hace tiempo —concluyó la hechicera, dándonos la espalda.

Liquidé la cuenta con Marcelo y regresé a la calle, todavía perplejo por el éxito de mi ayudante. Ésta trotaba a mi lado con expresión radiante.

—Antes de partir hacia el reino de los muertos podías felicitarme un poco —se apresuró a reclamar—. Cualquier persona con cierta sensibilidad artística aplaudiría hasta despellejarse las palmas.

—El más encendido de mis elogios sería un pálido reflejo de tu inmensa autocomplacencia —respondí—. Pero admito que se ha tratado de una improvisación más que estimable.

—Me parece una definición muy pobre, pero no esperaba nada mejor de un ateniense envidioso. Bien, ya has comprobado que Proelia es, además de la sobrina del sirio, la cómplice de Tóculo y Timoleón. ¿A qué esperas para llamar a los pretores?

—A tener alguna prueba más sólida. Por ejemplo, la tablilla con las cuentas de los dos compinches. A estas horas su copia debe de estar en manos de Baiasca.

—No se habrá atrevido a cogerla —aseguró desdeñosamente Marcia.

—¿Qué tienes tú contra Baiasca?

—¿Yo? —se pasmó—. ¿Contra una simple esclava?

—Es una ayudante formidable. Lo que ocurre es que no presume ni la mitad que otras.

—Y ahora —decidió Marcia, disponiéndose a subir a la biga— vamos a ver a mi abuela. Me lo he ganado.

—Es más urgente volver a la factoría —le atajé—. Baiasca puede tener problemas si le sorprenden con la copia en su poder. Pero te prometo que mañana empezaremos la jornada visitando a tu abuela —la joven lanzó una ojeada al sol en el cielo y declaró:

—Será mejor que no te acompañe. Mi padre sabe que estoy en la ciudad y en lo que se refiere a mi hora de volver a casa se ha quedado en los tiempos de Rómulo y Remo. Si sigues vivo mañana me tendrás a primera hora en el consultorio —y con tan alegre despedida tomó la dirección de la puerta Querquetulana.

Mi trayecto hacia la factoría fue obstaculizado poco antes del puente Emilio por una riada humana, semejante a una de esas emigraciones de pueblos germánicos que describen los veteranos de la frontera. Vista de cerca resultaba estar compuesta por los espectadores ultratiberinos de los Ludi Magni, que concluido el festival en el circo Máximo regresaban a sus hogares. Intercalé el carro entre la caravana de vehículos, provocando en el conductor del siguiente feas maldiciones en jerga suburrana, y aguardé pacientemente el ensanche, más allá del puente, en que la aglomeración empezaba a dispersarse.

Los agentes edilicios braceaban como náufragos en medio del maremágnum, provocando más interrupciones del tráfico que las que pretendían evitar. En uno de los parones vi abrirse las cortinillas de una litera y emerger de su interior la sonrosada faz de Publio Antonio, que voceaba:

—¡Menos estatuas de César y más puentes sobre el Tíber! Esto es una vergüenza —la mayoría de los atascados se solidarizó con esta declaración. Un agente edilicio que osó pedir silencio fue inmediatamente abucheado por la multitud, mientras Antonio expresaba vigorosas opiniones sobre los ediles curiles, su moralidad pública y privada y los comicios dominados por el partido popular. Bajé de la biga y me aproximé a las andas.

—¿Qué tal los Ludi Magni? —me interesé—. ¿Han ganado los verdes? —mi amigo detuvo su soflama.

—¿Los verdes? —repitió—. Les ha faltado muy poco para ser los primeros de la carrera siguiente. En la puerta del circo hay más de dos mil apostadores esperando a su auriga para darle un chapuzón en el Tíber. Dile a tu cliente Marco Manlio que para otra vez aprenda a distinguir entre un caballo de competición y una muía asmática, con varices y lumbago.

—Antonio es un tanto extremado cuando pierde una apuesta —intervino su acompañante de la litera—. En realidad los verdes han sido derrotados por muy poco. Casi nadie contaba con los blancos, pero les han adelantado en el último estadio.

—Mi amigo Diomedes de Atenas, famoso exquiriente —presentó Antonio—. Lucio Cornelio Balbo, excónsul y uno de los mejores anfitriones de la ciudad. Esta noche ofrece una cena en la que pienso olvidar mis muchos pesares.

—Puedes venir tú también —invitó Balbo—. Un ateniense legítimo aumenta siempre el lustre de una reunión.

—Serla un honor, pero... —empecé.

—Tengo contratado al mejor conjunto de baile de toda Siria y será su última actuación —anunció Balbo—. Y tu cliente Marco Manlio, casualmente, asistirá también. Somos parientes; aunque algo lejanos. Una sobrina mía, Livisa, casó con su padre. Pobrecillo, murió hace unos días en circunstancias muy extrañas. Bien, como suele decirse, Roma es un pañuelo, más bien sucio de un tiempo a esta parte.

—No faltaré —aseguré. Aparte de aprovechar el viaje para comunicar al sirio el feliz hallazgo de su sobrina, no podía perder la ocasión de interrogar discretamente a los parientes de Livisa sobre su misterioso pasado sentimental. Me despedí de los romanos y regresé a mi carro con cierta premura, pues el atasco se estaba disolviendo y los conductores de los que seguían empezaban a expresar su desaprobación por nuestra charla en términos muy elocuentes.

Ascendiendo las estribaciones del Janículo topé con el segundo conocido de la jornada. Apoyado en un bastón recio y nudoso y canturreando una vieja balada tracia, el mendigo Odiseo paseaba sus harapos por una de las cunetas de la carretera. Tiré de las riendas y los caballos se detuvieron en seco.

—¿Eres partidario de los blancos? —saludé—. Hacía tiempo que no veía un mendigo tan contento —el hombre exhibió una amplia sonrisa bajo sus barbas rojizas.

—No estoy en la mejor situación para distinguir los colores de los aurigas —respondió—. Pero la entrada en los Ludi Magni, cuando todos piensan que van a ganar en las apuestas, da siempre una buena cosecha de limosnas. La salida es otra cosa.

—¿Vas a ver a Baiasca? —me interesé. El tracio hizo un gesto afirmativo—. Yo voy a visitar a unos clientes por aquí cerca —mentí, para evitar que el pordiosero se me subiese a la biga—. Dale recuerdos de mi parte —emitió un gruñido de asentimiento y los dos continuamos nuestro camino.

Amarré el vehículo en el lugar acostumbrado y avancé hacia la factoría con las precauciones inherentes a quien transita por terreno enemigo. Camuflado entre los porteadores de canastos llegué hasta la puerta del lagar y lancé una ojeada a su interior. No había rastro de la túnica azul de Baiasca entre las mujeres que evolucionaban sobre los montones de uva. Un gorjeo jubiloso probó que la jefa de esclavas me había reconocido y acudía raudamente al encuentro con sus denarios cotidianos.

—Tu prometida no está aquí —anunció—. La encontrarás en los establos.

—¿Qué hace allí? —me sorprendí. Después de pisar uva a ritmo de flauta, a Baiasca sólo le faltaba ordeñar vacas a los sones de un arpa.

—Está castigada, pobrecilla —informó la crisódula—. En cuanto el amo despida a un visitante que ha recibido la azotarán.

—Llévame hasta ella —me apresuré a reclamar—. Sí, ya sé... —accedí, desparramando las monedas por su mano.

La crisódula me acompañó hasta la puerta del establo, en cuyo interior veinte o treinta vacas rumiaban y meditaban con expresión aburrida. Baiasca estaba de puntillas en su centro, de espaldas a la puerta, con las manos levantadas sobre su cabeza y esposadas al extremo de una cadena que pendía desde una viga del techo. Al oírnos llegar se volvió rápidamente.

—¡Qué lástima! —suspiró la mujer, examinando la porción de dorso visible en el escote de la túnica— ¡Echar a perder una espalda tan bonita! ¿No la habían azotado nunca?

—Siempre ha sido una esclava ejemplar —contesté.

—Procura desmayarte pronto —le aconsejó—. Te reanimarán un par de veces con cubos de agua, pero cuando quedes sin sentido la flagelación perderá toda la gracia y se cansarán enseguida —la cémpsica palideció.

—Márchate de aquí o haré una demostración previa contigo —amenacé. La romana emitió un nuevo gorjeo y abandonó el establo a saltitos. Me volví hacia Baiasca, que fijaba sus ojos en el suelo. Ella trató de sonreír sin conseguirlo.

—Me duelen mucho los brazos —declaró. Le puse el índice bajo la barbilla y se la elevé suavemente hasta hacer coincidir su mirada con la mía—. Me da vergüenza que me vean así —admitió finalmente.

—Supongo que no te refieres a las vacas —esta vez sí logró esbozar un amago de sonrisa—. Si quieres me marcharé y volveré después de los azotes, cuando te hayan desatado —la esclava negó con la cabeza.

—No me dejes sola. Tengo mucho miedo.

—Al fin y al cabo no es nada deshonroso ser apresada por el enemigo en una acción de guerra —le consolé.

—Esto no tiene que ver con la tablilla —aclaró—. Me han castigado por romper dos jarras de vino.

—¿Qué jarras? —me extrañé.

—El jefe de cocina me mandó servir vino a Tóculo y a un invitado que le acompañaba en el salón. En el pasillo di un tropezón y volqué la bandeja. Entonces enviaron a otra esclava y a mí me castigaron aquí, para que aprenda a tener más cuidado.

—¡Qué mala suerte! —lamenté.

—En realidad —explicó ella— lo hice a propósito para no entrar en la habitación. Reconocí al visitante desde la puerta y no podía dejar que él me viera a mí.

—¿Por qué?

—Porque era el asesino de anoche —la revelación me pareció lo bastante importante para justificar un breve silencio meditativo.

—¡Trabaja para Tóculo! —exclamé— Y lo malo es que debe de seguir en la factoría. La jefa de esclavas me dijo que su amo estaba con un invitado.

—Sácame de aquí —pidió la cémpsica—. No me gustan los asesinos —tanteé los grilletes y Baiasca emitió un gemido apagado—. Tengo las muñecas en carne viva —declaró—. Y ya he comprobado que los cierres son de buena calidad.

Así la cadena y tiré de ella con todas mis fuerzas. Estaba sólidamente sujeta al techo.

—Puedo incendiar el establo —ofrecí—. La viga se derrumbará y liberaremos el extremo de la cadena —la esclava se apresuró a disuadirme.

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