Read La búsqueda del Jedi Online
Authors: Kevin J. Anderson
Durante la semana siguiente Leia tendría que concertar reuniones con embajadores de seis planetas distintos en un esfuerzo para convencerles de que se unieran a la Nueva República. Cuatro parecían estar más o menos dispuestos a ello, pero los otros dos insistían en mantener una neutralidad completa hasta que los problemas específicos de sus mundos fueran discutidos y resueltos.
La tarea más difícil a la que debía enfrentarse se presentaría dentro de dos semanas, cuando llegara el embajador caridano. Carida se encontraba en la zona central de un territorio que todavía era controlado por vestigios del Imperio, y que contenía una de las bases de adiestramiento militar imperiales más importantes. El Emperador Palpatine estaba muerto y el Gran Almirante Thrawn había sido derrotado, pero Carida se negaba a enfrentarse con la realidad. Que el embajador de Carida hubiese accedido a venir a Coruscant ya era una gran victoria..., y lo peor era que Leia tendría que atenderle, indudablemente sonriendo con afabilidad en todo momento.
Leia se volvió hacia los controles del baño sónico y los dispuso para un suave masaje. Después se deslizó en la cámara y dejó escapar un largo suspiro. Lo único que deseaba en aquellos instantes era expulsar todos los problemas de su mente.
Las flores recién cortadas en los Jardines Botánicos de la Cúpula Celeste alegraban la habitación a su alrededor y la perfumaban con su leve fragancia. La pared estaba adornada con nostálgicas escenas del planeta Alderaan, el mundo que el Gran Moff Tarkin había destruido para hacer una demostración del poder de la
Estrella de la Muerte
: las inmensas y apacibles praderas donde los tallos de hierba susurraban al viento, las enormes criaturas parecidas a cometas que transportaban a los habitantes desde una esbelta torre urbana a otra, las instalaciones industriales y los complejos de viviendas construidos en las grandes grietas que se abrían paso por la corteza de Alderaan..., su ciudad natal surgiendo del centro de un lago.
Han se las había traído el año pasado, y no había querido decirle dónde las había encontrado. Las imágenes le habían desgarrado el corazón durante meses cada vez que las miraba. Leia pensó en su padre adoptivo, el senador Bail Organa, y en su infancia de princesa, todos aquellos años durante los que nunca había sospechado su verdadera herencia.
Leia ya era capaz de contemplar las imágenes con una ternura agridulce y de considerarlas como una prueba más del amor que Han sentía por ella. Después de todo, en una ocasión había ganado todo un planeta en una partida de cartas y se lo había regalado porque quería ayudar a los otros supervivientes de Alderaan. Sí. Han la amaba.
Aunque en aquellos momentos no estaba allí.
Unos cuantos minutos de baño sónico bastaron para eliminar la tensión de sus músculos, revitalizándola y dejándola fresca y descansada. Leia volvió a vestirse, esta vez con prendas más cómodas.
Fue hasta el espejo y se contempló. Leia ya no dedicaba tanto tiempo y tantos cuidados meticulosos a su cabellera como había hecho cuando era una princesa y vivía en Alderaan. Desde entonces había dado a luz tres hijos: los gemelos, que ya tenían dos años de edad, y un tercer bebé hacía poco. Sólo podía verlos unas cuantas veces al año, y los echaba muchísimo de menos.
El poder potencial que había en los nietos de Anakin Skywalker era tan grande que los gemelos y el bebé habían sido llevados a un planeta muy vigilado, Anoth. Leia sólo conocía el nombre de aquel planeta, pues todo lo demás había sido eliminado de su mente para que nadie pudiera extraer aquella información de sus pensamientos.
Luke le había dicho que los niños Jedi nunca eran más vulnerables que durante los dos primeros años de su vida. Cualquier contacto con el lado oscuro producido durante ese período podía deformar sus mentes y sus capacidades para el resto de su vida.
Leia activó la pequeña plataforma holográfica que proyectaba imágenes recientes de sus niños. Jacen y Jaina, los gemelos, aparecieron jugando dentro de un artefacto de colores y formas abigarradas que les servía como campo de juegos. En otra imagen, Winter, la sirvienta personal de Leia, sostenía en sus brazos a Anakin, el bebé, mientras sonreía a algo que no era visible en el holograma. Leia le devolvió la sonrisa, aunque las imágenes carentes de movimiento no podían verla.
Una parte de esa larga soledad no tardaría en terminar. Jacen y Jaina ya podían utilizar algunos de los poderes Jedi para protegerse a si mismos, y Leia también podía defenderles con sus capacidades. Dentro de poco más de una semana —ocho días, para ser exactos—, su pequeño y su pequeña volverían a casa.
Saber que los gemelos volvían para quedarse la animó considerablemente. Leia se reclinó en el sillón, que se amoldó automáticamente a los contornos de su cuerpo, y conectó los sintetizadores de entretenimiento para escuchar una melodía pastoril de un famoso compositor alderaaniano.
La campanilla de la puerta sonó de repente, sobresaltándola y haciéndola volver al mundo real. Leia bajó la mirada para cerciorarse de que se había acordado de vestirse, y fue a la entrada.
Su hermano Luke estaba inmóvil entre las sombras, envuelto en su capa y su capucha marrón.
—¡Hola, Luke! —exclamó Leia, y después dejó escapar un jadeo ahogado—. ¡Oh, lo había olvidado por completo!
—Desarrollar tus poderes Jedi no es algo que deba tomarse a la ligera, Leia.
Luke frunció el ceño, como si la estuviera riñendo. Leia movió una mano indicándole que entrara.
—Estoy segura de que castigarás ese olvido mío con unas cuantas sesiones extra.
Visto desde lejos el inmenso androide constructor avanzaba muy despacio, alzando sus gigantescas cápsulas de soporte sólo una vez cada media hora para dar un lento paso hacia adelante. Pero estar justo debajo de él permitía que el general Wedge Antilles y sus brigadas de demolición vieran al androide constructor como una confusa mancha de movimientos muy veloces cuyos miles de brazos articulados trabajaban sin parar en las estructuras que iban a ser desmontadas. La fábrica ambulante se adentraba cada vez más en el amasijo de edificios derruidos y medio destruidos de un viejo sector de Ciudad Imperial.
Algunos de los miembros del androide terminaban en bolas de implosión o cortadores de plasma que difundían sacudidas devastadoras por los muros. Brazos recolectores hurgaban entre los cascotes extrayendo vigas, y colocando los peñascos y fragmentos de aceroconcreto en receptáculos de procesado. Otras clases de escombros eran depositadas directamente dentro de las mandíbulas y sobre las cintas transportadoras en continuo movimiento que llevaban los recursos hasta los clasificadores de elementos, que a su vez extraían las sustancias útiles y las procesaban convirtiéndolas en nuevos componentes para la construcción de edificios. El calor que brotaba de las factorías internas del androide ondulaba creando olas caliginosas parecidas a espejismos, haciendo que la inmensa máquina reluciera en la noche llena de estrellas de Coruscant.
El androide de construcción siguió abriéndose paso a través de los edificios dañados por los devastadores combates librados durante la reciente guerra civil. Había tanto que reparar o destruir que en algunas ocasiones los brazos recolectores del androide y sus redes para cascotes no resultaban suficientes.
Wedge Antilles alzó la mirada justo a tiempo para ver cómo un receptáculo lleno se desprendía de sus amarres.
—¡Eh, atrás todo el mundo! ¡Poneos a cubierto!
La brigada de demolición se apresuró a buscar la protección de un saliente de muro cuando los cascotes cayeron desde veinte pisos de altura.
Una lluvia de peñascos, transpariacero y vigas retorcidas se estrelló con una fuerza explosiva contra la calle. Alguien chilló por el comunicador, pero se controló casi al instante y se calló.
—Parece que este edificio se va a desmoronar en cualquier momento —dijo Wedge—. Equipo Naranja, quiero que os mantengáis a un mínimo de medio bloque de distancia de este trasto. No hay forma de predecir lo que va a hacer el androide, y no quiero verme obligado a desconectarlo... Después se necesitan tres días para reinicializarlo y conseguir que vuelva a trabajar.
Wedge no había acogido con mucho entusiasmo la idea de utilizar la tecnología anticuada e impredecible de los androides de construcción, pero parecían ser la forma más rápida de quitar los cascotes y escombros.
—Recibido, Wedge —dijo el líder del Equipo Naranja—. Pero si vemos a otro grupo de esos pobres refugiados que viven como fieras, tendremos que tratar de rescatarles... aunque sean más rápidos y se escondan mejor que los últimos.
Después el canal del comunicador empezó a llenarse de parloteo mientras el líder ordenaba a los otros miembros de su equipo que se pusieran en movimiento.
Wedge sonrió. Había sido ascendido al rango de general, al igual que Lando Calrissian y Han Solo, pero seguía sintiéndose como «uno más del grupo». En el fondo de su corazón era un piloto de caza, y no quería dejar de serlo. Había pasado los últimos cuatro meses en el espacio con las brigadas de recuperación, remolcando cazas semidestruidos hasta órbitas más elevadas donde no supondrían ningún riesgo para las naves que se acercaran al planeta. Había recuperado los aparatos que no estaban demasiado averiados, y había provocado la autodestrucción de aquellos cuya presencia creaba un peligro excesivo en los corredores de tráfico orbital.
El mes pasado había solicitado un puesto en la superficie porque quería variar de trabajo, aunque le encantaba volar por el espacio. Esa era la razón por la que en aquellos momentos se encontraba al mando de casi doscientas personas, supervisando a los cuatro androides de construcción que trabajaban incansablemente abriéndose paso por aquella zona de la ciudad, reconstruyéndola y eliminando las cicatrices dejadas por las batallas de la guerra contra el Imperio.
Cada androide de construcción actuaba guiado por el plan maestro que había grabado en los ordenadores de su núcleo cibernético. Mientras iban reconstruyendo Ciudad Imperial por franjas, los androides examinaban los edificios que tenían delante, arreglando los que necesitaban reparaciones menores y demoliendo los que no encajaban con el nuevo plan.
Casi todas las formas de vida inteligente habían sido evacuadas del submundo situado a gran profundidad de la antigua metrópolis, aunque algunas de las criaturas que vivían en los callejones más oscuros ya no podían ser consideradas plenamente humanas. Sucios y desnudos, con la piel muy pálida y los ojos hundidos en las órbitas, aquellos seres eran los descendientes de quienes habían huido hacía ya mucho tiempo a los callejones más oscuros de Coruscant para escapar a un castigo impuesto por razones políticas. Algunos parecían no haber visto el sol en toda su vida. Cuando la Nueva República volvió a Coruscant, se llevó a cabo un gran esfuerzo encabezado por el general Jan Dodonna, el viejo veterano de Yavin 4, para ayudar a aquellos pobres desgraciados, pero eran tan salvajes como astutos, y siempre conseguían evitar el ser capturados.
Las calles, o lo que habían sido calles hacía siglos, estaban cubiertas de musgo y una abundante proliferación de hongos. Los olores de la basura putrefacta y el agua estancada giraban a su alrededor cada vez que la brigada de Wedge se ponía en movimiento. Los microclimas formados por las corrientes de aire ascendente y la humedad condensada creaban diminutas tempestades en los callejones, pero el agua que caía de ellas no olía mejor que la de los charcos o alcantarillas. Las brigadas de Wedge desplegaban luces flotantes colocadas sobre repulsores, pero las nubes de polvo creadas por el trabajo de demolición impregnaban el aire con una oscuridad que parecía imposible de atravesar.
El androide de construcción dejó de trabajar durante un momento y el repentino silencio resonó en los oídos de Wedge como un estampido ahogado. Alzó la mirada y vio que el androide estaba extendiendo dos de sus brazos terminados en enormes bolas de demolición. La máquina hizo girar las bolas con una fuerza colosal, derrumbando el muro que tenía delante. Después el androide movió hacia adelante sus patas terminadas en cápsulas de soporte, disponiéndose a dar un paso hacia el edificio demolido.
Pero el muro no se derrumbó hacia adentro tal como esperaba Wedge que ocurriría. Dentro del edificio tenía que haber algo que había sido reforzado hasta darle una solidez mucho mayor que la del resto de la construcción. El androide intentó derribar el muro con sus patas, pero éste resistió.
El titánico androide empezó a emitir estridentes sonidos hidráulicos mientras intentaba recuperar el equilibrio. La factoría mecánica de cuarenta pisos de altura se fue inclinando hacia un lado hasta que acabó quedando suspendida en una postura precaria, pareciendo que iba a desplomarse de un momento a otro. Wedge cogió su comunicador. Si el androide de construcción caía, aplastaría medio bloque de edificios con su inmensa masa..., incluyendo la zona a la que acababa de enviar al Equipo Naranja para que buscara refugio.
Pero de repente una docena de brazos mecánicos se unieron y se extendieron hacia el muro contiguo y se desplegaron, atravesándolo en algunos puntos pero sosteniendo el peso del androide el tiempo suficiente para que éste consiguiera recuperar el equilibrio perdido. Una especie de roce susurrante brotó del comunicador de Wedge cuando sus brigadas de trabajo dejaron escapar un suspiro colectivo de alivio.
Wedge intentó ver algo a la luz de la aurora iridiscente que se cernía sobre sus cabezas y de las luces flotantes que habían desplegado. Escondidos detrás de un edificio que no podía distinguirse del resto de construcciones se alzaban unos sólidos muros de metal que habían sido considerablemente reforzados, pero que aun así habían quedado medio doblados bajo el enorme pie del androide de construcción.
Wedge frunció el ceño. Las brigadas de demolición habían encontrado muchos artefactos antiguos en los edificios semiderruidos, pero nunca habían descubierto nada que estuviera tan bien escondido y que contara con una protección tan sólida. Algo le dijo que aquello era importante.
Alzó la mirada con un leve sobresalto al ver que el androide de construcción ya se había reorientado y volvía a dirigirse hacia el edificio reforzado que se interponía en su trayectoria. El androide inclinó su cabeza sensora en forma de cúpula e inspeccionó los resistentes muros de la sala protegida, como si estuviera analizándolos para averiguar cuál sería la forma más rápida de hacerla pedazos. Dos de sus garras eléctricas detonadoras empezaron a descender.