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Authors: Kevin J. Anderson

La búsqueda del Jedi (19 page)

BOOK: La búsqueda del Jedi
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La voz del locutor resonó por todo el estadio creando un sinfín de ecos.

—Seres conscientes de todos los sexos... ¡Bienvenidos a las carreras de amorfoides de Umgul, famosas en toda la galaxia! Antes de que empecemos con la primera gran prueba de esta tarde, nos gustaría recordarles la gala especial del derby de amorfoides de la semana próxima que se celebrará en honor de una alta dignataria que va a visitarnos, la duquesa Mistal de Dargul, nuestro planeta hermano. Esperamos poder contar con la presencia de todos ustedes.

La apática reacción de la multitud indicó a Lando que Umgul debía recibir un considerable número de visitas de altos dignatarios de otros mundos a lo largo del año.

—En cuanto al gran acontecimiento de esta tarde, veremos correr a catorce amorfoides en una carrera de obstáculos para amorfoides de pura raza, la cual contará con doce pruebas que han sido concienzudamente inspeccionadas y aprobadas por la comisión de carreras galáctica. Todos los datos sobre la edad, masa y viscosidad de los amorfoides que van a competir en la carrera están disponibles en las terminales instaladas delante de sus asientos.

Lando se permitió una leve sonrisa al oír aquellas palabras. Ciudad Umgul pregonaba a los cuatro vientos que sus carreras de amorfoides eran pruebas totalmente limpias y legales, y la manipulación de carreras estaba considerada como un delito capital.

—¿Qué querrá decir eso de «amorfoides de pura raza»? —se preguntó en voz baja.

Cetrespeó le había oído.

—La especie básica de amorfoide abarca distintas variantes que son utilizadas para distintos propósitos dentro del sistema —le explicó—. Algunas personas de clase alta tienen amorfoides en sus mansiones en calidad de animales domésticos. Otros han visto cierto valor medicinal en el tratamiento mediante amorfoides, como por ejemplo al permitir que un amorfoide se deslice sobre la espalda para administrar una terapia de masaje, o metiendo los pies doloridos en la masa gelatinosa caliente.

—Pero los que vamos a ver son animales de carreras, ¿no?

—Sí, señor. Han sido criados para obtener el máximo de velocidad y fluidez de movimientos.

Lando oyó un chasquido metálico y dirigió su atención hacia la parte trasera de la arena del estadio. Unas cintas transportadoras estaban subiendo las plataformas de los amorfoides hasta una gran rampa, y se detenían delante de una puerta que separaba a las masas viscosas del tobogán de lanzamiento. Las catorce pistas inclinadas que formaban el empinado tobogán lubricado habían sido diseñadas para aumentar al máximo la inercia del amorfoide en cuanto se diera la señal de partida.

—¡En sus marcas! —gritó el locutor.

Lando sintió cómo un profundo silencio se adueñaba del estadio en cuanto los espectadores se inclinaron hacia adelante, clavando la mirada en las pistas mientras esperaban la aparición de los amorfoides.

Una estridente nota electrónica reverberó en el aire con un estrépito tan potente como el de un proyectil que choca con una campana de estaño, y las puertas se abrieron de repente. Las rampas se inclinaron hacia adelante, lanzando los cuerpos multicolores de los amorfoides por las pendientes lubricadas.

Catorce masas de lo que parecía almíbar a medio solidificar se precipitaron y rezumaron por las pendientes, chocando con los muretes y deslizándose tan deprisa como podían hacia el final de las rampas. Los amorfoides mostraban una amplia gama de colores que giraba básicamente alrededor del gris y el verde, aunque también había muchas tonalidades brillantes. En uno se veían destacar los matices rojos, mientras que en un segundo los tonos predominantes eran de color azul turquesa y en un tercero de un verde lima. Cada amorfoide lucía un número holográfico impreso en su protoplasma, y el número siempre se las arreglaba de una manera misteriosa para mantenerse vertical fuera cual fuese la posición que adoptara el amorfoide.

La lubricación era idéntica en todas las rampas, por lo que los catorce amorfoides llegaron al final de su pendiente aproximadamente en el mismo momento. Cuando los muretes dejaron de separar las pistas, los amorfoides empezaron a moverse frenéticamente tratando de esquivarse los unos a los otros y dirigiéndose lo más deprisa posible hacia los obstáculos.

El número 11 —un espécimen de color verde oscuro cuyo protoplasma estaba surcado por un aparatoso dibujo de vetas amatista—, irrumpió en la parte plana de la pista con los seudópodos extendidos, como si intentara salir disparado hacia adelante apenas rozara el final de la rampa. Después empezó a avanzar, tensándose y enviando su núcleo corporal hacia adelante en una secuencia siempre idéntica.

El amorfoide amatista ya había logrado obtener una pequeña ventaja cuando llegó al primer obstáculo, una pantalla metálica provista de una gran rejilla. El número 11 se lanzó sobre la rejilla con todo el ímpetu de que era capaz su masa viscosa y empezó a deslizarse por los agujeros, goteando hacia el otro lado en un centenar de diminutos segmentos corporales que volvieron a reunirse hasta reagrupar su estructura gelatinosa. El amorfoide ya había logrado llevar medio cuerpo al otro lado antes de que el amorfoide que le seguía más de cerca chocara con un punto distinto de la pantalla. Lando decidió animar al amorfoide color amatista. No había apostado dinero en la carrera, pero aun así siempre prefería escoger a los que tenían más probabilidades de ganar.

El segundo amorfoide empleó una táctica distinta, concentrando su cuerpo en una angostura que pasó por uno de los agujeros de la rejilla y fue derramando rápidamente su masa en el otro lado.

El amorfoide color amatista terminó de recomponerse sobre el suelo una vez atravesada la rejilla, y siguió avanzando sin permitirse ni un solo momento de reposo.

Para aquel entonces los otros amorfoides ya estaban esforzándose por atravesar el primer obstáculo. El amorfoide amatista se derramó frenéticamente hacia adelante, aumentando su ventaja como si estuviera huyendo impulsado por el terror.

—¡Vamos, corre! —gritó Lando.

El segundo gran obstáculo resultó ser más formidable. Una serie de cadenas llevaban hasta otra rampa lubricada que subía en ángulo muy pronunciado y luego descendía de repente, formando una curva peraltada con una considerable inclinación hacia arriba.

El número 11 llegó al comienzo de la cadena y extendió un seudópodo hacia el primer tramo, rodeando la especie de escalón flexible que formaban los eslabones con aquel zarcillo de consistencia gelatinosa, y después fue extendiendo más seudópodos hasta que fluyó como una ameba tentaculada, izando desesperadamente su cuerpo amorfo hacia arriba más deprisa de lo que la gravedad podía tirar de él haciéndolo caer.

El amorfoide color amatista resbaló, y un gran segmento de su masa corporal se deslizó hacia adelante con sólo un delgado chorrito de mucosidad conectándolo al núcleo principal. Según las reglas oficiales que mostraba la terminal instalada delante del asiento de Lando, el amorfoide debía llegar al círculo final con toda su masa corporal y no podía ir dejando porciones de ella esparcidas durante el trayecto.

El segundo y el tercer amorfoide llegaron al comienzo de la cadena, y también intentaron subir.

El amorfoide color amatista había quedado suspendido en el tramo de cadena, colgando flácidamente de él mientras intentaba recuperar el apéndice que había quedado inmóvil en un precario equilibrio absorbiéndolo para reincorporarlo al núcleo principal. Los eslabones de la cadena empezaron a abrirse paso a través de la blandura viscosa del material orgánico, pero el amorfoide aceleró el ritmo de sus movimientos de absorción y acabó logrando su propósito. Después se irguió y reanudó el proceso con el siguiente tramo de cadena.

Los dos amorfoides que iban en segundo y tercer lugar detrás de él lograron subir hasta el segundo nivel de la sucesión de cadenas.

Mientras tanto, el amorfoide que iba en último lugar logró exprimirse a sí mismo a través de la rejilla del primer obstáculo y empezó a arrastrarse a toda velocidad hacia las cadenas.

El número 11 llegó al final de la sucesión de cadenas, se tensó formando una bola y salió disparado hacia la rampa engrasada, precipitándose por ella y cayendo a toda velocidad para rodar dando tumbos hasta el fondo. Su número holográfico permaneció en posición vertical durante todo el descenso. El amorfoide llegó a la curva peraltada que había al final de la pendiente, rebotó y siguió avanzando hacia el próximo obstáculo.

La multitud rugía y gritaba. Lando sintió cómo la excitación se iba extendiendo por todo su ser, y decidió que tendría que volver a Umgul cuando dispusiera de más tiempo para relajarse y pudiera hacer unas cuantas apuestas.

—Discúlpeme, señor, pero me pregunto si estamos expresando entusiasmo por el número 11.

—¡Sí, Cetrespeó!

—Muchas gracias, señor. Sólo quería estar seguro. —El androide guardó silencio durante unos momentos, y después utilizó su amplificador vocal a la máxima potencia—. ¡Adelante, número once, adelante!

El segundo y el tercer amorfoide llegaron al final de la sucesión de cadenas simultáneamente, y los dos saltaron a la rampa lubricada descendiendo por ella a una velocidad alarmante. Muchos espectadores se levantaron de sus asientos y empezaron a chillar.

Los dos amorfoides bajaron rodando muy cerca el uno del otro, dando vueltas y agarrándose con sus seudópodos. La curva peraltada se alzaba ante ellos como si fuese una pared.

—¡Oh, no puedo verlo! —exclamó Cetrespeó—. ¡Van a chocar!

Los dos amorfoides se estrellaron contra la esquina en el mismo instante, y el impacto hizo que sus masas corporales se confundieran formando una bola gigante. La multitud lanzó un rugido de puro placer.

—¡Fusión total! —anunció el locutor.

Los espectadores seguían gritando y animando a los amorfoides. Los dos amorfoides se habían combinado para formar una masa mucho más grande, y parecían no ser capaces de ponerse de acuerdo mientras trataban de trepar por el lado de la pista para dejar el camino libre a los amorfoides que se estaban aproximando a ellos. Mientras tanto, el amorfoide color amatista seguía aumentando su ventaja.

—Esos dos han quedado fuera de la carrera —murmuró Lando.

Erredós apareció de repente a su lado y lanzó un pitido impregnado de excitación.

—Discúlpeme, señor, pero Erredós ha localizado a Tymmo —tradujo Cetrespeó—. Ha venido a las carreras y ha apostado una suma muy grande. Sabemos dónde se encuentra su asiento, y podemos ir allí ahora mismo si lo desea.

Lando se sobresaltó al ser interrumpido tan bruscamente mientras disfrutaba de la carrera, pero enseguida se apresuró a levantarse.

—¿Ya le hemos encontrado?

—Sí, señor. Y como acabo de decirle, ha hecho una apuesta muy considerable..., y supongo que ya sabe lo que significa eso, señor.

—Deja que adivine por qué amorfoide ha apostado —dijo Lando—. Por el número 11, ¿correcto?

—Correcto, señor.

—Bien, parece que Tymmo ha vuelto a salirse con la suya —dijo Lando—. Vamos.

Se abrieron paso por entre los espectadores que habían decidido prescindir de los asientos y acabaron saliendo a los pasillos enlosados. Lando permitió que Erredós fuera delante y los guiase por los corredores interiores, que estaban casi vacíos. Lando hubiese querido ver el desenlace de la competición, y seguía a Erredós con una expresión un tanto malhumorada en el rostro.

—Date prisa. Erredós.

El pequeño androide bajó zumbando por la pendiente que llevaba hasta los niveles inferiores del agujero en el que se había edificado el estadio. Cruzaron una arcada llena de pintadas y entraron en la sección donde se encontraban los asientos más baratos, que estaban llenos de personas de aspecto desesperado, aquellas que lo habían apostado todo en la confianza de adivinar cuál sería el ganador de una carrera. Lando no había esperado que un apostante tan afortunado como Tymmo estuviera en la sección de los más pobres. Quizá estaba intentando pasar desapercibido.

Las columnas de sostén de las gradas y las pantallas deflectoras hacían que resultara bastante difícil distinguir lo que ocurría en el fondo del cráter desde una distancia tan grande, pero aun así Lando pudo ver que el número 11 había incrementado sustancialmente su ventaja, y que ya iba un obstáculo por delante de los nueve amorfoides que seguían en la carrera. Bastante por detrás de ellos se veía a dos amorfoides de aspecto gomoso y endurecido que yacían inmóviles en una franja de líquido deshidratante, no habiendo sido capaces de cruzar lo bastante deprisa aquel obstáculo letal antes de sufrir un caso de deshidratación terminal.

Los amorfoides que seguían con vida estaban intentando atravesar una secuencia de anillos metálicos colgados de cuerdas, y cada uno se balanceaba de un lado a otro mientras trataba de extender un seudópodo hacia el anillo siguiente antes de que el movimiento pendular estirase su masa corporal hasta el punto de producir una ruptura.

El amorfoide color amatista ya había atravesado la trampa deshidratante y los anillos, y estaba rezumando precariamente por encima de una larga plataforma llena de pinchos muy afilados que atravesaban su membrana exterior a cada momento. El número 11, que parecía incansable, se lanzaba hacia adelante una y otra vez con un salvaje abandono y no prestaba ninguna atención a las lanzas que perforaban su cuerpo.

Erredós emitió un silbido, y Cetrespeó señaló a un hombre sentado tres gradas más abajo.

—Erredós dice que ése es el hombre que andamos buscando, general Calrissian.

Lando contempló a Tymmo con los ojos entrecerrados. Era joven y atractivo, pero su expresión furtiva y nerviosa hacía que pareciese de poco fiar. El amorfoide por el que había apostado estaba ganando por una ventaja considerable, y sin embargo Tymmo no daba la impresión de alegrarse de ello. Las personas que había a su alrededor lanzaban vítores o gemidos, dependiendo de cuál fuera el amorfoide en favor del que habían apostado; pero Tymmo se limitaba a permanecer totalmente inmóvil y esperaba en silencio, como si ya supiera cuál iba a ser el desenlace de la carrera.

El número 11 arrastró la última porción de su masa corporal sacándola de la plataforma de pinchos, y dio un último tirón para arrancar unas cuantas hebras que habían quedado atrapadas en las puntas. Los pinchos habían frenado su avance convirtiéndolo en un trabajoso deslizarse justo delante del siguiente obstáculo, una hélice que giraba lentamente y tenía los bordes de las palas tan afilados como navajas.

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