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Authors: Paulo Coelho

La bruja de Portobello (5 page)

Fui consciente de que estaba viviendo un momento inolvidable de mi vida; esos momentos que no entendemos hasta que se han ido. Estaba allí íntegramente, sin pasado, sin futuro, sólo viviendo aquella mañana, aquella música, aquella dulzura, la oración inesperada. Entré en una especie de adoración, de éxtasis, de gratitud por estar en este mundo, contento por haber seguido mi vocación a pesar de los enfrentamientos con mi familia. En la simplicidad de aquella pequeña capilla, en la voz de la chica, en la luz de la mañana que todo lo inundaba, entendí una vez más que la grandeza de Dios se muestra a través de las cosas más simples.

Después de muchas lágrimas y de lo que me pareció una eternidad, ella paró. Me giré, descubrí que era una de mis feligresas. Desde entonces nos hicimos amigos, y siempre que podíamos participábamos de esta adoración a través de la música.

Pero la idea del matrimonio me sorprendió muchísimo. Como nos tratábamos con confianza, quise saber cómo esperaba que la recibiese la familia de su marido.

—Mal. Muy mal.

Con mucha delicadeza, le pregunté si se veía forzada a casarse por alguna razón.

—Soy virgen. No estoy embarazada.

Quise saber si ya se lo había comunicado a su propia familia y me dijo que sí: la reacción fue terrible, acompañada por las lágrimas de su madre y por las amenazas de su padre.

—Cuando vengo aquí a alabar a la Virgen con mi música, no pienso en lo que van a decir los demás; simplemente comparto con ella mis sentimientos. Y desde que tengo uso de razón, siempre ha sido así; soy un vaso en el que la Energía Divina puede manifestarse. Y esta energía ahora me pide que tenga un hijo, para poder darle aquello que mi madre biológica jamás me dio: protección y seguridad.

«Nadie está seguro en esta tierra», respondí. Todavía tenía un largo futuro por delante, había mucho tiempo para que el milagro de la creación se manifestase. Pero Athena estaba decidida:

—Santa Teresa no se rebeló contra la enfermedad que tuvo; todo lo contrario, vio en ello un signo de Gloria. Santa Teresa era mucho más joven que yo, tenía quince años, cuando decidió entrar en un convento. Se lo prohibieron y no lo aceptó, decidió ir a hablar directamente con el Papa. ¿Se imagina lo que es eso? ¡Hablar con el Papa! Y logró su objetivo.

«Esta misma Gloria, que me está pidiendo algo mucho más fácil y mucho más generoso que una enfermedad: que sea madre. Si espero mucho, no podré ser compañera de mi hijo, la diferencia de edad será grande, y ya no tendremos los mismos intereses en común.

No sería la única, insistí.

Pero Athena siguió, como si no me escuchase:

—Sólo soy feliz cuando pienso que Dios existe y me escucha; eso no basta para seguir viviendo, y nada parece tener sentido. Intento mostrar una alegría que no siento, escondo mi tristeza para que no se inquieten los que tanto me aman y se preocupan por mí. Pero recientemente he considerado la posibilidad del suicidio. Por la noche, antes de dormir, tengo largas conversaciones conmigo misma, y pido que se me vaya esta idea de la cabeza: sería una ingratitud hacia todos, una fuga, una manera de expandir tragedia y miseria por la tierra. Por la mañana vengo aquí a hablar con la santa, a pedirle que me libere de los demonios con los que hablo por la noche. Me ha dado resultado hasta ahora, pero empiezo a flaquear. Sé que tengo una misión que he rechazado durante mucho tiempo, y ahora debo aceptarla.

«Esa misión es ser madre. Tengo que cumplirla, o me voy a volver loca. Si no puedo ver la vida creciendo dentro de mí, no podré volver a aceptar la vida que está fuera.

Lukás Jessen-Petersen, ex marido

uando Viorel nació yo acababa de cumplir veintidós años. Ya no era el estudiante que acababa de casarse con una ex compañera de facultad, sino un hombre responsable del sustento de su familia, con un enorme peso sobre mis hombros.

Mis padres, por supuesto, que ni siquiera asistieron a la boda, condicionaron cualquier ayuda económica a la separación y a la custodia del niño (mejor dicho, fue mi padre el que lo comentó, porque mi madre solía llamarme llorando, diciéndome que yo estaba loco, pero que le gustaría muchísimo coger a su nieto en brazos). Yo esperaba que a medida que entendiesen mi amor por Athena y mi decisión de seguir con ella, esa resistencia desaparecería.

Pero no desaparecía. Y ahora tenía que alimentar a mi mujer y a mi hijo. Cancelé la matrícula en la Facultad de Ingeniería. Recibí una llamada de mi padre, con amenazas y cariño: decía que, si seguía así, iba a acabar desheredándome, pero que si volvía a la universidad, consideraría ayudarme «provisionalmente», según sus palabras. Yo lo rechacé; el romanticismo de la juventud exige que tengamos siempre posiciones radicales. Le dije que podía resolver mis problemas yo solito. Hasta el día en que Viorel nació, Athena empezaba a dejarse a que yo la entendiese mejor. Sin embargo, eso no había ocurrido a través de nuestra relación sexual —muy tímida, debo confesar—, sino a través de la música.

La música es tan antigua como los seres humanos, me explicaron después. Nuestros ancestros, que viajaban de caverna en caverna, no podían llevar muchas cosas, pero la arqueología moderna demuestra que, además de lo poco que necesitaban para comer, en su equipaje siempre había un instrumento musical, generalmente un tambor. La música no es simplemente algo que nos agrada, o que nos distrae, sino que además de eso, es una ideología. Se conoce a la gente por el tipo de música que escucha.

Viendo a Athena bailar mientras estaba embarazada, oyéndola tocar su guitarra para que el bebé se tranquilizase y entendiese que era amado, empecé a dejar que su manera de ver el mundo también contagiase mi vida. Cuando Viorel nació, lo primero que hicimos al llegar a casa fue escuchar un adagio de Albinoni. Cuando discutíamos, era la fuerza de la música —aunque no logre establecer una relación lógica entre una cosa y la otra, excepto pensar en los
hippies
— la que nos ayudaba a afrontar los momentos difíciles.

Pero todo ese romanticismo no nos ayudaba a ganar dinero. Como yo no tocaba ningún instrumento, y ni siquiera podía ofrecerme para distraer a los clientes en un bar, sólo pude conseguir un trabajo de aprendiz en un estudio de arquitectura, haciendo cálculos estructurales. Pagaban muy poco la hora, así que salía de casa temprano y volvía tarde. Casi no podía ver a mi hijo —que estaba siempre durmiendo—, y casi no podía ni hablar ni hacer el amor con mi mujer, que estaba exhausta. Todas las noches, yo me preguntaba: ¿Cuándo mejorará nuestra situación económica y tendremos la dignidad que merecemos? Aunque esté de acuerdo con Athena cuando habla de la inutilidad de un título en la mayoría de los casos, en ingeniería (y derecho, y medicina, por ejemplo) es fundamental tener una serie de conocimientos técnicos, o estaríamos poniendo en peligro la vida de los demás. Pero yo me había visto obligado a interrumpir la búsqueda de una profesión que había escogido, un sueño que era muy importante para mí.

Empezaron las peleas. Athena se quejaba de que yo le prestaba poca atención al niño, que necesitaba un padre, que si sólo había sido para tener un hijo, ella podría haberlo hecho sola, sin necesidad de crearme tantos problemas. Más de una vez pegué un portazo y salí a caminar, gritando que ella no me entendía, que yo tampoco entendía cómo había aceptado esa «locura» de tener un hijo a los veinte años, antes de haber sido capaces, al menos, de tener unas mínimas condiciones económicas. Poco a poco, dejamos de hacer el amor, ya fuese por cansancio, o porque siempre estábamos enfadados el uno con el otro.

Empecé a caer en la depresión, creyendo que había sido utilizado y manipulado por la mujer que amaba. Athena se dio cuenta de mi estado de ánimo cada vez más extraño, y en vez de ayudarme, decidió concentrar su energía sólo en Viorel y en la música. Mi escape pasó a ser el trabajo. De vez en cuando hablaba con mis padres, y siempre oía aquella historia de que «ella tuvo un hijo para tenerte cogido».

Por otro lado, su religiosidad iba aumentando cada vez más. Pronto quiso el bautizo, con un nombre que ella misma había decidido: Viorel, de origen rumano. Creo que, salvo unos pocos inmigrantes, nadie en Inglaterra se llama Viorel, pero me pareció creativo, y de nuevo pensé que estaba haciendo una conexión con un pasado que ni siquiera había llegado a vivir: sus días en el orfanato de Sibiu.

Yo intentaba adaptarme a todo, pero sentía que estaba perdiendo a Athena por culpa del niño. Nuestras peleas se hicieron más frecuentes, ella empezó a amenazarme con irse de casa, porque creía que Viorel estaba recibiendo las «energías negativas» de nuestras discusiones. Una noche, después de una amenaza más, el que se marchó de casa fui yo, creyendo que iba a volver en cuanto me calmase un poco.

Empecé a caminar sin rumbo por Londres, blasfemando contra la vida que había escogido, el hijo que había aceptado, la mujer que ya parecía no sentir el más mínimo interés por mí. Entré en el primer bar, cerca de una estación de metro, y me tomé cuatro whiskys. Cuando el bar cerró, a las once, fui a una tienda de esas que están abiertas por la noche, compré más whisky, me senté en un banco de la plaza y seguí bebiendo. Se me acercaron un grupo de jóvenes y me pidieron que compartiese la botella con ellos, yo me negué y me pegaron. Apareció la policía y acabamos todos en comisaría.

Me soltaron después de prestar declaración. Evidentemente, no acusé a nadie; dije que había sido una discusión sin importancia, o tendría que pasar algunos meses de mi vida teniendo que comparecer ante tribunales, como víctima de agresión. Cuando me disponía a salir, mi estado de embriaguez era tal que me caí encima de la mesa de un inspector de policía. Se enfadó, pero en vez de arrestarme por desacato a la autoridad, me echó hacia afuera de la comisaría.

Y allí estaba uno de mis agresores, que me agradeció no haber llevado el caso adelante. Me dijo que estaba muy sucio de barro y de sangre, y me sugirió que me pusiera otra ropa antes de volver a casa. En vez de seguir mi camino, le pedí que me hiciese un favor: que me escuchase, porque tenía una necesidad inmensa de hablar. Durante una hora escuchó en silencio mis quejas.

En realidad, yo no estaba hablando con él, sino conmigo mismo, un chico con toda la vida por delante, una carrera que podría ser brillante, una familia que tenía contactos suficientes para abrir fácilmente muchas puertas, pero que ahora parecía uno de los mendigos de Hampstead
[5]
, borracho, cansado, deprimido, sin dinero. Todo por culpa de una mujer que ni siquiera me prestaba atención.

Al final de mi historia, ya divisaba mejor la situación en la que me encontraba: una vida que yo había escogido, creyendo que el amor puede salvarlo todo. Y no es verdad: a veces acaba llevándonos al abismo, con el agravante de que generalmente arrastramos con nosotros a las personas queridas. En este caso, yo estaba a punto de destruir no sólo mi existencia, sino también la de Athena y a Viorel.

En aquel momento, me repetí una vez más a mí mismo que yo era un hombre, y no el niño que había nacido en una cuna de oro, y debía afrontar con dignidad todos los desafíos que se me presentaran. Me fui a casa, Athena ya estaba durmiendo con el bebé en brazos. Me di un baño, salí otra vez para tirar la ropa a la papelera de la calle, y me acosté, extrañamente sobrio.

Al día siguiente, le dije que quería el divorcio. Ella preguntó por qué.

—Porque te amo. Amo a Viorel. Y todo lo que he hecho es culparos a vosotros dos por haber abandonado mi sueño de ser ingeniero. Si hubiésemos esperado un poco, las cosas habrían sido diferentes, pero tú sólo pensaste en tus planes; olvidaste incluirme en ellos.

Athena no reaccionó, como si se lo esperase, o como si, inconscientemente, estuviese provocando esa actitud.

Mi corazón sangraba, porque esperaba que me pidiese por favor que me quedase. Pero ella parecía tranquila, resignada, preocupada únicamente por evitar que el bebé oyese nuestra conversación. Fue en ese momento en el que tuve la seguridad de que nunca me había amado, yo no había sido más que un instrumento para la realización de esa locura de sueño de tener un hijo a los diecinueve años.

Le dije que podía quedarse con la casa y los muebles, pero los rechazó: se iba a casa de su madre por algún tiempo, buscaría un empleo y alquilaría su propio apartamento. Me preguntó si podía ayudarla económicamente con Viorel. Yo asentí al momento. Me levanté, le di un largo y último beso, volví a insistir en que se quedase allí, ella volvió a decir que se iba a casa de su madre en cuanto recogiese todas sus cosas. Me hospedé en un hotel barato y me quedé esperando todas las noches a que ella me llamase para pedirme que volviera, recomenzar una nueva vida; incluso estaba dispuesto a seguir con la misma vida si era necesario, ya que el hecho de apartarme de ellos me había hecho darme cuenta de que no había nadie ni nada más importante en el mundo que mi mujer y mi hijo.

Una semana después, finalmente recibí su llamada. Pero todo lo que me dijo fue que ya había recogido sus cosas y que no pensaba volver. Otras dos semanas más tarde, supe que había alquilado una pequeña buhardilla en Basset Road, donde tenía que subir todos los días tres pisos de escaleras con el niño en brazos. Pasaron otros dos meses y acabamos firmando los papeles.

Mi verdadera familia se iba para siempre. Y la familia en la que nací me recibía con los brazos abiertos.

Después de nuestra separación y del inmenso sufrimiento que la siguió, me pregunté si realmente no había sido una decisión equivocada, inconsecuente, propia de personas que han leído muchas historias de amor en la adolescencia, y que querían repetir a toda costa el mito de Romeo y Julieta. Cuando el dolor se calmó —y sólo hay un remedio para eso, el paso del tiempo—, entendí que la vida me había permitido conocer a la única mujer que sería capaz de amar en toda mi vida. Cada segundo pasado a su lado había valido la pena; a pesar de todo lo que había sucedido, volvería a repetir cada paso que había dado.

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