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Authors: Paulo Coelho

La bruja de Portobello (3 page)

Samira R. Khalil, cincuenta y siete años, ama de casa, madre de Athena

o la llames Athena, por favor. Su verdadero nombre es Sherine. ¡Sherine Khalil, hija muy querida, muy deseada, que tanto yo como mi marido querríamos haber tenido por nosotros mismos!

Pero la vida tenía otros planes; cuando la generosidad del destino es muy grande, siempre hay un pozo en el que pueden caer todos los sueños.

Vivíamos en Beirut, en la época en la que todo el mundo la consideraba como la ciudad más bella de Oriente Medio. Mi marido era un empresario de éxito, nos casamos por amor, viajábamos a Europa todos los años, teníamos amigos, nos invitaban a todos los acontecimientos sociales importantes, y una vez llegué a recibir en mi casa a un presidente de Estados Unidos, ¡imagínate! Fueron tres días inolvidables: dos de ellos, en los que el servicio secreto americano examinó minuciosamente cada rincón de nuestra casa (ya estaban en el barrio desde hacía más de un mes, ocupando todas las posiciones estratégicas, alquilando apartamentos, disfrazándose de mendigos o de parejas de enamorados); y un día, mejor dicho, dos horas de fiesta. Jamás se me olvidará la envidia en los ojos de nuestros amigos, ni la alegría de poder fotografiarnos con el hombre más poderoso del planeta.

Lo teníamos todo, menos aquello que más deseábamos: un hijo. Así que no teníamos nada.

Lo intentamos de todas las maneras, hicimos promesas, fuimos a sitios en los que nos garantizaban un milagro, consultamos a médicos, curanderos, tomamos remedios y bebimos elixires y pociones mágicas. Dos veces me hice la inseminación artificial, pero perdí el bebé. La segunda, perdí también mi ovario izquierdo, y no volví a encontrar a otro médico que quisiera arriesgarse en una nueva aventura de ese tipo.

Hasta que uno de los muchos amigos que conocía nuestra situación sugirió la única salida posible: adoptar a un niño. Dijo que tenía contactos en Rumania, y que el procedimiento no se iba a prolongar mucho.

Un mes después cogimos un avión; nuestro amigo tenía negocios importantes con el dictador que gobernaba el país en esa época, y del que no recuerdo el nombre
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, de modo que pudimos evitar todos los trámites burocráticos y fuimos a dar a un centro de adopción de Sibiu, en Transilvania. Allí, ya nos estaban esperando con café, cigarrillos, agua mineral, y todo el papeleo preparado, sólo teníamos que escoger al niño.

Nos condujeron a una estancia en la que hacía mucho frío, y me pregunté cómo podían tener a aquellas pobres criaturas en aquella situación. Mi primer instinto fue adoptarlas a todas, llevarlas a nuestro país, en el que había sol y libertad, pero por supuesto era una idea descabellada. Paseamos entre las cunas, oyendo llantos, aterrorizados por la decisión que teníamos que tomar.

Durante más de una hora, ni yo ni mi marido intercambiamos palabra alguna. Salimos, tomamos café, fumamos, volvimos, y esto se repitió varias veces. Noté que la mujer encargada de la adopción empezaba a impacientarse, tenía que decidirme pronto; en ese momento, siguiendo un instinto que me atrevería a llamar maternal, como si hubiese encontrado a un hijo que tenía que ser mío en esta encarnación pero que había llegado a este mundo a través de otro vientre, señalé a una niña.

La encargada sugirió que lo pensásemos mejor. ¡Ella, que parecía tan impaciente con nuestra demora! Pero yo ya me había decidido.

Aun así, con todo el cuidado, intentando no herir mis sentimientos (ella pensaba que teníamos contactos con las más altas esferas del gobierno rumano), me susurró de manera que mi marido no oyese:

—Sé que no saldrá bien. Es la hija de una gitana.

Le respondí que una cultura no se puede transmitir a través de los genes; la niña, que no tenía más que tres meses, sería mi hija y la de mi marido, educada según nuestras costumbres. Conocería la iglesia que frecuentábamos, las playas a las que íbamos a pasear, leería sus libros en francés, estudiaría en la Escuela Americana de Beirut. Por lo demás, no tenía ninguna información —y sigo sin tenerla— sobre la cultura gitana. Sólo sé que viajan, que no siempre se duchan, que engañan a los demás y que llevan un pendiente en la oreja. Cuenta la leyenda que acostumbran a raptar niños para llevarlos en sus caravanas, pero allí estaba sucediendo exactamente lo contrario: habían dejado atrás a una niña, para que yo me encargase de ella.

La mujer todavía intentó disuadirme, pero yo ya estaba firmando los papeles, y pidiéndole a mi marido que hiciese lo mismo. De regreso a Beirut, el mundo parecía diferente: Dios me había dado una razón para existir, para trabajar, para luchar en este valle de lágrimas. Ahora teníamos una niña para justificar todos nuestros esfuerzos.

Sherine creció en sabiduría y belleza (creo que todos los padres dicen lo mismo, pero pienso que era una niña realmente excepcional). Una tarde, cuando ella ya tenía cinco años, uno de mis hermanos me dijo que, si ella quería trabajar fuera, su nombre siempre delataría su origen, y sugirió que lo cambiásemos por uno que no dijese absolutamente nada, como Athena. Claro que hoy sé que Athena no es solamente un nombre parecido a la capital de un país, sino también la diosa de la sabiduría, de la inteligencia y de la guerra.

Y posiblemente mi hermano no sólo supiese esto, sino que era consciente de los problemas que un nombre árabe podría causarle en el futuro (estaba metido en política, como toda nuestra familia, y quería proteger a su sobrina de las nubes negras que él, sólo él, podía divisar en el horizonte). Lo más sorprendente es que a Sherine le gustó el sonido de la palabra. En una sola tarde empezó a referirse a sí misma como Athena, y ya nadie pudo quitárselo de la cabeza. Para contentarla, adoptamos también ese sobrenombre, pensando que pronto se olvidaría del tema.

¿Podrá un nombre afectar a la vida de una persona? Porque el tiempo pasó, el sobrenombre resistió, y acabamos adaptándonos a él.

A los doce años, descubrimos que tenía una cierta vocación religiosa: vivía en la iglesia, se sabía los evangelios de memoria, lo cual era al mismo tiempo una bendición y una maldición. En un mundo que empezaba a estar cada vez más dividido por las creencias religiosas, yo temía por la seguridad de mi hija. A esas alturas, Sherine ya empezaba a decirnos, como si fuese lo más normal del mundo, que tenía una serie de amigos invisibles, ángeles y santos cuyas imágenes solía ver en la iglesia que frecuentábamos. Está claro que todos los niños del mundo tienen visiones, aunque es raro que se acuerden una vez pasada una determinada edad. También suelen darles vida a las cosas inanimadas, como las muñecas o los osos de peluche. Pero empecé a creer que estaba exagerando cuando un día fui a buscarla al colegio y me dijo que había visto a «una mujer vestida de blanco, parecida a la Virgen María».

Creo en los ángeles, claro. Creo incluso que los ángeles hablan con los niños pequeños, pero cuando las apariciones son de gente adulta, las cosas cambian. Conozco algunas historias de pastores y de gente del campo que afirman haber visto a una mujer de blanco, lo que ha acabado destruyendo sus vidas, ya que la gente los busca para hacer milagros, los curas se preocupan, las aldeas se convierten en centros de peregrinación, y los pobres niños acaban su vida en un convento. Así que me quedé muy preocupada con esta historia; a su edad debería haber estado más interesada por los estuches de maquillaje, por pintarse las uñas, ver telenovelas románticas o programas infantiles en la tele. Algo iba mal con mi hija y fui a ver a un especialista.

—Relájese —dijo.

Para el pediatra especializado en psicología infantil, como para la mayoría de los médicos que tratan estos temas, los amigos invisibles son una especie de proyección de los sueños, que ayudan al niño a descubrir sus deseos, expresar sus sentimientos, encontrarse consigo mismos, de una manera inofensiva.

—¿Pero una mujer de blanco?

Me respondió que tal vez, Sherine no comprendía nuestra manera de ver o de explicar el mundo. Sugirió que, poco a poco, empezásemos a preparar el terreno para decirle que había sido adoptada. En el lenguaje del especialista, lo peor que podía ocurrir es que se enterase por sí misma, pues empezaría a dudar de todo el mundo. Su comportamiento podría volverse imprevisible.

A partir de ese momento, cambiamos nuestra manera de dialogar con ella. No sé si el ser humano puede recordar cosas que le ocurrieron cuando todavía era bebé, pero intentamos demostrarle cuánto la queríamos, y que ya no tenía que refugiarse en un mundo imaginario. Tenía que entender que su universo visible era lo más hermoso, que sus padres la iban a proteger de cualquier peligro, Beirut era bonita, las playas siempre estaban llenas de sol y de gente. Sin enfrentarme directamente con esa «mujer», empecé a pasar más tiempo con mi hija, invité a sus amigos del colegio a que frecuentasen la casa, no perdía ni una sola oportunidad para demostrarle todo nuestro cariño.

La estrategia dio resultado. Mi marido viajaba mucho, Sherine lo echaba de menos, y en nombre del amor decidió cambiar su estilo de vida. Las conversaciones solitarias empezaron a ser sustituidas por juegos entre padre, madre e hija.

Todo iba bien hasta que una noche ella vino llorando a mi habitación, diciendo que tenía miedo, que el infierno estaba cerca. Yo estaba sola en casa; mi marido, una vez más, había tenido que ausentarse, y pensé que ésa era la razón de su desesperación. ¿Pero infierno? ¿Qué le estaban enseñando en el cole o en la iglesia? Decidí que al día siguiente iría a hablar con la profesora. Sherine, sin embargo, no dejaba de llorar. La llevé hasta la ventana, le enseñé el Mediterráneo, allá fuera, iluminado por la luna llena. Le dije que no había demonios, sino estrellas en el cielo y gente caminando por el bulevar de delante de nuestro apartamento. Le expliqué que no debía tener miedo, que estuviese tranquila, pero ella seguía llorando y temblando. Después de casi media hora intentando calmarla, empecé a ponerme nerviosa. Le pedí que dejase de comportarse de aquella manera, que ya no era una niña. Imaginé que tal vez hubiese tenido su primera menstruación; discretamente, le pregunté si sangraba.

—Mucho.

Cogí un poco de algodón, le pedí que se acostase para poder tratarle la «herida». No era nada, mañana se lo explicaría. Sin embargo, no le había llegado la menstruación. Todavía lloró un poco, pero debía de estar cansada, porque se durmió en seguida.

Y al día siguiente por la mañana, corrió la sangre.

Cuatro hombres fueron asesinados. Para mí, no era más que una de las eternas batallas tribales a las que mi pueblo estaba acostumbrado. Para Sherine, no debía de ser nada, porque ni siquiera mencionó su pesadilla de la noche anterior.

Sin embargo, a partir de esa fecha, el infierno fue llegando, y hasta hoy no se ha vuelto a marchar. El mismo día, veintiséis palestinos murieron en un autobús, como venganza por el asesinato. Veinticuatro horas después, ya no se podía andar por las calles, por culpa de los tiros que salían de todas partes. Cerraron los colegios. A Sherine la trajo a casa una de sus profesoras a toda prisa y, a partir de ahí, todos perdieron el control de la situación. Mi marido interrumpió su viaje y volvió a casa; se pasó días enteros llamando a sus amigos del gobierno, pero nadie le decía nada que tuviera sentido. Sherine oía los tiros allá fuera, los gritos de mi marido dentro de casa y, para mi sorpresa, no decía ni una palabra. Yo siempre intentaba decirle que era pasajero, que pronto podríamos volver a la playa, pero ella desviaba los ojos y me pedía algún libro para leer, o un disco para escuchar. Mientras el infierno iba instalándose poco a poco, Sherine leía y escuchaba música.

Perdone, pero no quiero pensar demasiado en eso. No quiero pensar en las amenazas que recibimos, en quién tenía la razón, en quiénes eran los culpables y los inocentes. El hecho es que, pocos meses después, quien quería cruzar una determinada calle tenía que coger un barco, ir hasta la isla de Chipre, coger otro barco y desembarcar en el otro lado de la calzada.

Permanecimos dentro de casa prácticamente durante casi un año, siempre esperando que la situación mejorase, siempre pensando que todo aquello era pasajero, que el gobierno controlaría la situación. Una mañana, mientras escuchaba música en su pequeño reproductor portátil, Sherine ensayó unos cuantos pasos de baile, y empezó a decir cosas como «durará mucho, mucho tiempo».

Quise interrumpirla, pero mi marido me cogió del brazo: le estaba prestando atención, y tomándose en serio las palabras de una niña. Nunca entendí por qué, y hasta el día de hoy no hemos comentado el tema; es un asunto tabú entre nosotros.

Al día siguiente, inesperadamente, él empezó a hacer preparativos; al cabo de dos semanas estábamos embarcando hacia Londres. Más tarde nos enteramos de que, aunque no haya estadísticas concretas al respecto, en esos dos años de guerra civil
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murieron alrededor de cuarenta y cuatro mil personas, hubo ciento ochenta mil heridos, miles de refugiados. Los combates continuaron por otras razones, el país fue ocupado por fuerzas extranjeras, y el infierno sigue todavía hoy.

«Durará mucho tiempo», decía Sherine. Dios mío, por desgracia tenía razón.

Lukás Jessen-Petersen, treinta y dos años, ingeniero, ex marido

thena ya sabía que había sido adoptada por sus padres cuando la vi por primera vez. Tenía diecinueve años y estaba a punto de empezar una pelea en la cafetería de la universidad porque alguien, pensando que ella era de origen inglés (blanca, pelo liso, ojos a veces verdes, a veces grises), había hecho un comentario desfavorable sobre Oriente Medio.

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